«Se va a llamar Juan» - Alfa y Omega

«Se va a llamar Juan»

Natividad de san Juan Bautista, solemnidad

Daniel A. Escobar Portillo
Natividad del Bautista, de Pontormo. Galleria Uffizi, Florencia

Sabemos que el domingo es el día del Señor y que raramente se sustituye la liturgia de este día por la celebración de un santo. La celebración de la Natividad de san Juan Bautista no constituye una excepción, sino la ocasión para explicar por qué cambiamos esta semana los textos del domingo por los de san Juan. Cuando se celebra cualquier santo, de ordinario se conmemora la fecha de su muerte. Sin embargo, el martirio de san Juan, el 29 de agosto, se recuerda con menor intensidad litúrgica. La razón de esta aparente anomalía es la vinculación entre el nacimiento del Bautista y el del Salvador. De hecho, acercándonos al calendario nos percatamos enseguida de que esta fiesta coincide con un acontecimiento astronómico, el solsticio de verano, y con los seis meses antes de la Natividad del Señor. A partir de este solsticio los días empiezan a acortarse, preparando la oscuridad en medio de la cual seis meses después surgirá el Salvador.

El vínculo con el nacimiento del Salvador

Por lo tanto, estamos ante una fiesta que constituye ya una preparación de la Navidad, como si se tratara del comienzo de un Adviento. El Bautista constituye el punto final del Antiguo Testamento, abriéndonos el camino hacia el Nuevo. No hay que hacer grandes esfuerzos para descubrir los paralelismos entre el modo de venir al mundo de Jesús y de Juan. En ambos casos estamos ante una situación que parecía imposible. Dice el pasaje que este domingo escuchamos, refiriéndose a Isabel, la madre del Bautista, que: «el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella». Parecía imposible que Isabel estuviera embarazada, puesto que era de edad avanzada. También el ángel había predicho a Zacarías, su padre, que con el nacimiento de este niño muchos habrían de alegrarse.

La misericordia de nuestro Dios

El punto central del Evangelio lo constituye la elección del nombre de Juan. Quienes rodean a la familia del precursor piensan que es natural llamar al niño Zacarías, como su padre. Sin embargo, para los judíos, el nombre define también la misión de una persona, y tanto su madre como su padre deciden ponerle el nombre de Juan, que significa en hebreo «Dios es misericordioso» o «Dios se ha apiadado». A primera vista podemos pensar que tiene sentido el nombre escogido, dado que Isabel y Zacarías experimentan como una acción de piedad de Dios el ser padres a pesar de su vejez. Pero hay algo más: lo que está indicando este nombre es también una profecía; profecía de lo que va a ser de la vida de Juan y profecía de lo que está por venir. La alegría del nacimiento de Juan es expresada todos los días mediante el canto del Benedictus, perteneciente al oficio de laudes. Uno de los versículos de este canto dice: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte». Ese «Sol que nace de lo alto» no es otro que el mismo Cristo a quien el nacimiento de Juan anuncia. Por lo tanto, la venida de Juan al mundo supone la mejor de las profecías que el hombre puede oír: se han acabado las tinieblas y se ha acabado la muerte.

Del mismo modo que con Jesús, poco se dice de la infancia y de la vida oculta de Juan Bautista. El Evangelio relata que «el niño crecía y se fortalecía en el espíritu». Asimismo, se nos insiste en que «vivía en lugares desiertos hasta los días de la manifestación a Israel». Juan ha pasado a la historia como un asceta. Esta condición permite comprender que recibir al Señor, prepararle el camino, implica una renuncia doble: morir a uno mismo, al protagonismo y al afán por sobresalir, viviendo en humildad plena; al mismo tiempo una renuncia a ciertas comodidades y bienes que nos pueden obnubilar y no apreciar la luz del sol que tenemos ante nosotros.

Evangelio / Lucas 1, 57-66.80

A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia y se alegraban con ella. A los ocho días vinieron a circuncidar al niño y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan». Y le dijeron: «Ninguno de tus parientes se llama así». Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?». Porque la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.