«Marie, ¿quién ha hecho el sol?» «El panadero» - Alfa y Omega

«Marie, ¿quién ha hecho el sol?» «El panadero»

«No creo que se me vaya a acusar de exageración si aseguro que ningún relato es más emocionante que los detalles de este paciente descubrimiento de un alma». Por eso, el historiador y escritor francés George Lenôtre (llamado en realidad Louis Léon Théodore Gosselin, 1855-1935) dedicó a Marie Heurtin y a la Hermana Sainte-Marguerite un capítulo de su obra Nos Français: Portraits de famille. No es para menos: en algo más de un año, una niña de diez años, sorda y ciega de nacimiento, vista por casi todos como un animal condenado al manicomio, sabía hablar, leer y escribir. Y, además, había oído hablar de Dios. Con motivo del estreno en cines, la semana pasada, de la película La historia de Marie Heurtin, ofrecemos una traducción del capítulo de Lenôtre

Colaborador
Fotograma de la película La historia de Marie Heurtin

Tres viajeros llegaron, el 1 de marzo de 1895, al convento de Larnay, dirigido por las Hermanas de la Sabiduría. Venían de lejos, de las cercanías de Nantes: eran un tonelero de Vertou, acompañado de uno de sus parientes. Ambos empujaban delante de ellos a una niña de diez años, de rostro bestial: sus ojos, grandes y abiertos, giraban con una rapidez singular, pero no veían; la niña era ciega; también era sorda y muda: la naturaleza había tapiado en ella, desde su nacimiento, todas las puertas por las que el alma humana puede comunicarse con el mundo exterior.

El padre, cargado de hijos y miserable, había indagado desde hacía mucho tiempo sobre una institución donde colocar a su hija. Las instituciones para sordo-mudos la rechazaban porque era ciega; las instituciones de ciegos la rechazaban porque era sordo-muda. Como la pobre chiquilla parecía idiota y se sacudía por movimientos nerviosos, aconsejaron a los padres que la metieran en Grand-Saint-Jacques, un hospicio para locos, en Nantes. Eso era, a corto plazo, la camisa de fuerza…

Afortunadamente, el tonelero oyó hablar de las hermanas de Larnay; se puso en camino hacia Poitiers, sin grandes esperanzas de ser acogido. ¿Quiénes, aunque santas, consentirían en hospitalizar a este monstruo cuya vida era forzosamente y para siempre la de una bestia? Así que fue muy tímidamente como el desdichado padre se presenta a la superiora, la madre Saint-Hilaire. Ella valoró a la niña, se hizo contar su lamentable historia, y dijo simplemente: «Yo la cuido».

En el convento de Nuestra Señora de Larnay eran educadas e instruidas alrededor de doscientas chicas, unas sordomudas, otras ciegas. Una única vez, desde que su institución caritativa había sido fundada hacía 60 años, las Hermanas de la Sabiduría se habían encontrado estas dos discapacidades unidas en el mismo individuo: hacía 20 años les habían llevado a una niña que, a la edad de tres años, había sido golpeada por la sordera y la ceguera. Sin embargo, ella había guardado algunos vagos recuerdos de sus impresiones de la primera infancia y su educación se había facilitado un poco. Pero las religiosas de Larnay nunca habían visto un ser ciego y sordomudo de nacimiento. Es, parece ser, un fenómeno muy raro, y hace 150 años, el abad de Épée, a pesar de los reiterados anuncios, a pesar de su fama europea, no se había podido procurar un sujeto tan completamente separado del mundo de los vivos.

Dos meses de rabia

Tal era, como hemos visto, el caso de Marie Heurtin: así se llamaba la hija del tonelero de Vertou. No era un ser humano, sino más bien un animal furioso. Durante los dos primeros meses, fue presa sin pausa de una crisis de rabia: rodaba por el suelo, lo golpeaba con el puño, ladridos espantosos salían de su garganta, se arrastraba a lo largo de las paredes donde arrancaba el yeso; toda la noche gritaba o se asfixiaba de carcajadas nerviosas.

Las hermanas intentaban calmarla paseándola por el campo, pero Marie se echaba a las zanjas, se aferraba a los arbustos, luchaba con una energía increíble. Hacía falta agarrarla y volver a llevarla al convento, a pesar de sus rugidos. Los campesinos, viendo pasar a las religiosas, confusas, arrastrando a esta chica rabiosa, veían la cosa con sospecha y pensaban: «Ahí van todavía monjas que torturan a una pobre niña…».

Las hermanas no torturaban a Marie Heurtin. Una de ellas, la hermana Sainte-Marguerite, había emprendió con valentía la instrucción y educación de esta frenética. ¿Cómo podría concebirse un proyecto de este tipo; por qué medio entablar una relación con un ser que no ve ni oye? ¿Qué camino seguir para penetrar hasta el oscuro espíritu encerrado en una prisión donde todas las ventanas están cerradas? Este problema insoluble no desalentó a la hermana Sainte-Marguerite.

Habiendo notado que su terrible alumna mostraba una glotonería particular para los huevos, se los servía con frecuencia. Un día, después de que la niña hubiera palpado ansiosamente su huevo, la hermana lo volvió a coger, haciéndola sobre la mano el signo que, en la lengua de los mudos, corresponde a la palabra huevo. Marie se enfada, y como insiste en no repetir el signo, no le devuelve el huevo y le presenta, en su lugar, carne. Al día siguiente, le vuelve a poner un huevo en el plato; Marie se apodera de él. Se lo retira repitiendo el signo sobre su mano. Como ella a su vez lo repite, le devuelve el codiciado huevo…

Marie y la Hermana Sainte-Marguerite

Del huevo a leer y escribir

Así fue con el pan, con otros alimentos y hasta con los cubiertos. Después de un tiempo llegaron a no preparar nada para ella en la mesa del comedor, y ella cogió el hábito de reclamar, mediante los signos que le habían enseñado, todo lo que deseaba comer. Ése fue el comienzo.

Cuando Marie Heurtin supo indicar cada objeto cotidiano por un signo de la lengua de signos, la hermana Sainte-Marguerite le enseñó el alfabeto dactilológico, del que se sirven los sordomudos. Pero aquí la dificultad aumentaba, puesto que la alumna no veía, y hacía falta —¡con esa paciencia angelical!— poner cada uno de los nuevos signos sobre la mano de la niña y hacerle comprender la reproducción equivalente.

Fue un trabajo de varios meses, al cabo de los cuales la mudita podía expresar las cosas en un número ilimitado. La santa mujer que la había instruido, de alguna manera, le había devuelto la palabra. Ahora intenta devolverle la vista, y le enseñó la escritura de los ciegos, según el método Braille. Tal había sido el celo de la maestra y la aplicación de la niña que, en un año, Marie Heurtin podía hablar, leer y escribir

Pero la admirable mujer que había realizado este milagro creía su obra apenas esbozada; estaba ansiosa por dirigirse directamente al alma y al corazón de Marie, para despertar sus ideas y sentimientos, para enseñarle lo que ella simplemente llama adjetivos: pequeño, grande, agitado, tranquilo, caliente, templado, frío, ignorante, sabio, fuerte… Se puede ver bien dónde quería llegar la religiosa.

«Él te conoce, te ve y te ama, y su nombre es Dios»

Marie estaba tomada por una especie de culto al sol: lo amaba, deseaba alcanzarlo, tendía sus manos hacia él e intentaba trepar a los árboles para acercarse a él. Un día, viéndola llena de admiración y gratitud por este sol que tanto la ocupaba, la hermana Sainte-Marguerite le preguntó: «Marie, ¿quién ha hecho el sol?» «El panadero», respondió Marie, ya que no habiendo visto jamás el resplandor del día, unía, en su espíritu, su calor con el del horno donde se cuece el pan.

«No —respondió la hermana—, el panadero no ha hecho el sol. Quien lo ha hecho es más grande, más fuerte, más sabio que todo el mundo. Él te conoce, te ve y te ama, y su nombre es Dios». Y es así que ese día la niña que la naturaleza había destinado a no conocer nada, alcanzó el grado más alto de la enorme jerarquía de las concepciones humanas. Una nueva vida comenzó para ella: con un interés apasionado, aprendió la historia sagrada, la de Francia, geografía, moral, cronología, costura…

No creo que se me vaya a acusar de exageración si aseguro que ningún relato es más emocionante que los detalles de este paciente descubrimiento de un alma. (…) Hoy [en 1910], Marie Heurtin es una joven de veinticuatro años, de rasgos finos, tez rosada y gestos nerviosos, ojos vivos y claros —ojos que nunca han visto—. Esta muda tiene seis maneras de expresar sus pensamientos: la lengua de signos, la dactilología, los dos sistemas de escritura para ciegos, Braille y Ballu; traza con soltura sobre la pizarra un hermoso inglés, sin faltas de ortografía —casi— y, finalmente, es una mecanógrafa distinguida.

Ríe, hace punto, limpia, charla con las yemas de los dedos; se burla del sistema métrico, reempaja sillas y le apasiona la historia de Francia. Por ejemplo, no perdona a Luis el Piadoso el haber reventado los ojos de su sobrino Bernard. Este drama, muy olvidado por los videntes, le parece el más cruel de los anales. En cuanto a su estilo, júzguenlo ustedes; he aquí algunas líneas del diario de sus vacaciones en 1902:

Marie con su hermana Marthe, también sordociega

El diario de Marie

«¡Qué alegría he sentido cuando la buena Madre Saint-Hilaire me anunció que la querida hermana Sainte-Marguerite, mi maestra, me llevaría a Vertou a ver a mis padres! El 6 de agosto, me ha despertado de mañana, a las cinco… Antes de salir, le he dicho adiós a la buena madre Saint-Hilaire, a mis queridas maestras y a mis compañeras. Rápidamente nos fuimos andando a la estación de Poitiers. Sor Margarita ha comprado panes y nos los ha distribuido para la cena; y teníamos cada una cesta de provisiones. Hemos entrado en la sala de espera, donde nos hemos quedado un tiempo. Cuando dieron las ocho y media, nos apresuramos a entrar en el vagón y coger un asiento de tercera clase».

«El tren rueda; los viajeros charlan alegremente, desayunan, comen pan, salchichas, melocotones, beben vino. En la estación de Aubiers una señora reparte pastel. A las dos, llegamos a la gran ciudad de Nantes y nos embarcamos para llegar a Vertou en barco de vapor. Finalmente, llegamos».

«Hemos ido andando hasta casa de mis padres. En el camino me he encontrado con mis hermanas pequeñas, las he abrazado fuerte. Mis hermanas me cogieron de la mano para llevarme hasta mamá; he abrazado a mamá con alegría; he pensado que mi mamá me cuidó cuando yo era muy pequeña, y muy difícil; fue muy paciente. Mi mamá me llevó a la cuna donde dormía mi hermana pequeña. Nació hace 15 días. Cogí a mi hermanita en brazos y la abracé, ella no lloraba en absoluto (sic)».

Se puede medir, por este corto extracto, el tiempo, los cuidados, el sacrificio, el esfuerzo a todas horas que ha hecho falta para conquistar este espíritu, condenado a la terrible locura. «No puedo llegar —escribe el señor Georges Picot— a apartar mi pensamiento de este tête-à-tête de dos almas, la una aprisionada en una armadura oscura y sorda, y la otra en pleno esplendor de inteligencia y de amor, golpeando suavemente esta puerta cerrada, intentando entreabrirla, sin desalentarse jamás, empleando semanas y meses en acechar los menores signos de vida, sirviéndose de cada progreso para obtener otros y consiguiendo por fin liberar este pensamiento que, sin ella, habría permanecido para siempre prisionero».

George Lenôtre