Guillaume Joseph Chaminade: un exiliado en la Santa Capilla - Alfa y Omega

Guillaume Joseph Chaminade: un exiliado en la Santa Capilla

Antonio R. Rubio Plo

El destierro es una de las peores calamidades que recae sobre el ser humano. Suele ir acompañado de tristeza y angustia con un sentimiento de provisionalidad que hace a las personas caer en un estado de ociosidad o languidez. El sufrimiento del destierro también lo compartió Jesús con los hombres en su vida terrena. Los años de su primera infancia transcurrieron en Egipto sin que sus padres conocieran, como la mayoría de los exiliados, el día del regreso a la patria. Otro tanto le sucedió a un sacerdote, Guillaume Joseph Chaminade, que desde su diócesis de Burdeos, expulsado por las leyes anticlericales de la Francia revolucionaria, llegó a Zaragoza el 11 de octubre de 1797. Aquella víspera de la festividad de la Virgen fue además el preludio de una emoción mucho más grande, de signos externos muy diferentes de lo que había visto en Francia en tiempos de persecución religiosa. Junto con su hermano Louis, también sacerdote, podría contemplar al día siguiente el desbordar de amor y de piedad de un pueblo en la fiesta de su Madre. Los testimonios de la época nos hablan de misas en la madrugada en el Pilar, de hogueras encendidas en la plaza junto a la basílica, de una procesión a la que asisten centenares de sacerdotes y una gran muchedumbre de fieles, y de un concurrido Rosario, al anochecer, en el que hombres y jóvenes soportan cirios de enorme peso… ¿No habrían de sentirse reconfortados en su fe los dos sacerdotes exiliados?

Vivían entonces en Zaragoza algunos de sus compatriotas, miembros también del clero perseguido, y gran parte de ellos sin apenas recursos económicos. Bastantes, y entre ellos los hermanos Chaminade, se tenían que ganar la vida recurriendo a trabajos de artesanía como la elaboración de flores artificiales para las iglesias o de pequeñas imágenes religiosas hechas en yeso. Se les permitía decir misa y confesarse entre sí, aunque poco más. Al parecer los dos hermanos ejercían su ministerio en la parroquia de San Gil. Sin embargo, no podían predicar públicamente porque sobre los desterrados recaía la sospecha de difundir ideas jansenistas o revolucionarias. La hospitalidad y amabilidad de los zaragozanos paliaba ciertas incomodidades del ambiente, aunque las noticias de perentorias órdenes reales que conminaban al clero francés en la península a trasladarse a la isla de Mallorca no hacían más que añadir nuevas incertidumbres a la suerte de los expatriados.

Guillaume Joseph Chaminade se hará a la nueva situación, que para él durará tres años, abandonándose confiadamente en los brazos de María. No debía de vivir muy lejos de la basílica y no desaprovechará la oportunidad de ir a diario a rezar a la Santa Capilla. ¿Quién acrecentará la fe del exiliado? María desde su Pilar. El destierro que para otros solo habría conllevado melancolía e inacción, se convierte para Chaminade en una oportunidad transformadora de su vida. En el templo pilarista recibirá la moción de que debe fundar una nueva orden religiosa bajo la advocación y protección de María. Su tarea será la recristianización de Francia, aunque el principal obstáculo en esta tarea no serán tanto las mentes ganadas por las ideas revolucionarias sino la indiferencia religiosa. Este es el fruto más nocivo de la sociedad contemporánea: el materialismo auspiciado por el progreso técnico lleva a los hombres a ocuparse solo de lo inmediato y a vivir como si Dios no existiera, aunque a veces se complazcan en alguna actividad filantrópica, que no caritativa.

Quizá en aquellos días de Zaragoza, Chaminade debió de meditar un pasaje de Jueces 8, 5: Nova bella elegit Dominus. Hace referencia a Jael, la vencedora del general cananeo Sísara. Gracias a una mujer, Dios ideó una nueva forma de hacer las guerras. Jael, proclamada por los israelitas como bendita entre las mujeres, es figura de María, la que trae al mundo a un Cristo victorioso y redentor. Por eso la reevangelización de Francia, y tendríamos que añadir de la Europa de nuestros días, solo podría venir de la mano de María. Pero el fundador de los marianistas creía también que nada grande se puede conseguir sin la oración continua y confiada. La Santa Capilla fue durante tres años su escuela de oración. Lo sigue siendo para quienes acuden a ese santo lugar buscando la cercanía de la Madre que continúa insistiendo en el más seguro de los caminos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5).

Antonio R. Rubio Plo / Mundos de Cultura y Fe