Las credenciales de una Iglesia creíble - Alfa y Omega

Las credenciales de una Iglesia creíble

El padre Garralda se reconocía tan indigente y necesitado del amor de Dios como cualquiera. Pero descubrió que, al dejarle actuar, suceden cosas asombrosas

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Foto: Voila Comunicación

El Encuentro internacional de Iglesias Hospital de Campaña celebrado en Madrid ha mostrado una forma de entender la parroquia como hospital de campaña en medio de la ciudad, donde se vive intensamente el amor fraterno y la predilección evangélica por los pobres y marginados. Las iniciativas de Madrid (San Antón) y Barcelona (Santa Anna), unidas a otras en Buenos Aires, Bogotá y San Francisco, ofrecen un potente testimonio que sirve de inspiración a otras parroquias, lo cual no significa que deban ser imitadas miméticamente. La Iglesia es una gran casa en la que hay sitio para todo tipo de sensibilidades y carismas, y esta es una riqueza irrenunciable. Pero igualmente irrenunciable es el mandamiento de amor al prójimo, que lejos de una imposición arbitraria, nos indica una vía segura para encontrarnos con Jesús y empezar a degustar ya la vida eterna.

El padre Jaime Garralda, un gigante de la caridad, hablaba de la Ley del Retorno del Amor, según la cual –no se cansaba de explicar el jesuita– amar a quien no puede devolver nada a cambio (yonquis, personas sin techo, marginados sociales…) tiene doble recompensa, puesto que, a la alegría por ver cómo estas personas se ponen de nuevo en pie, se añade el pago al contado y con intereses por parte de Dios, su Padre, que no deja sin saldar ni una de esas deudas de amor que sus hijos más pequeños no pueden devolver por un motivo u otro. Ese era el secreto de por qué Garralda hacía el Evangelio comprensible y creíble para todo aquel que se cruzaba en su camino.

Esa misma entrega alegre y desinteresada, expresada a lo largo de veinte siglos de formas siempre originales, es y ha sido siempre la mejor carta de presentación de la Iglesia. No porque los cristianos sean mejores ni moralmente superiores al resto. Ni siquiera en un santo falta un lado oscuro. Lo que cambia es que el creyente se reconoce tan indigente y necesitado del amor de Dios como cualquiera, y al dejarle actuar, de repente, empiezan a suceder cosas asombrosas. Como tantos milagros (pequeños y grandes) de los que fue testigo Jaime Garralda. Y quienes ahora, con agradecimiento, contemplan sus 96 años de vida plena.