El profeta Arrupe - Alfa y Omega

El profeta Arrupe

El padre general de la Compañía de Jesús, Arturo Sosa, ha anunciado la apertura de su causa de beatificación, que se oficializará dentro de un año una vez se recojan y analicen sus escritos y se elabore una lista de más de un centenar de testigos

Fran Otero
El padre Arrupe, interrogado sobre los efectos de la explosión de Hiroshima. Foto: CNS

Una ovación atronadora, cargada de sentimiento, inundó la sala. Las manos de más de 300 laicos y jesuitas del norte de la provincia de España batían en júbilo por la noticia que Arturo Sosa, padre general de la Compañía de Jesús, acababa de anunciar. «Hemos comenzado seriamente el proceso de beatificación del padre Pedro Arrupe […]. Estamos todavía en el inicio del proceso, pero el cardenal vicario de Roma, Angelo de Donatis, ha dado el visto bueno para que la diócesis de Roma –la competente, pues Arrupe falleció allí– abra el proceso de beatificación», anunció.

En realidad, apunta a Alfa y Omega el jesuita Pascual Cebollada, postulador de la Compañía de Jesús, el proceso no se iniciará hasta dentro de un año, pero explica el anuncio del padre general en el deseo de transparencia y para que se pueda probar si la devoción existe o no. «Lo que se pide –continúa– es fama de santidad y signos [favores o gracias]. Se trata de que la gente vea en él no a un personaje importante, que ha tenido mucha responsabilidad, sino a un santo. Se trata de percibir la santidad, es decir, si ha hecho de manera extraordinaria lo ordinario, una vida que destaque por encima de lo normal».

Ahora toca a Pascual Cebollada y a su equipo recoger todos sus escritos y entregarlos a los censores teólogos para que examinen si hay algo en ellos que vaya contra la fe y costumbres de la Iglesia. También tendrá que preparar una lista de más de 100 testigos que puedan declarar sobre él, así como constatar rasgos e indicios de la devoción suscitada por su figura. En este sentido, se va a elaborar una lista de todo aquello que lleve el nombre del padre Arrupe, ya sean casas de ejercicios, comunidades, proyectos… «Son muchísimos y dan fe de que ha habido una continuidad en la devoción hacia su figura que no han tenido otras personas», explica Cebollada.

Lo cierto es que al margen de los numerosos testimonios que puedan hablar de lo extraordinario de Arrupe, solo con acercarse a su biografía se puede concluir que era una persona excepcional, con grandes virtudes, sobre todo, en los momentos de mayor dificultad. Profundamente arraigado en Cristo y en la oración, fue un adelantado a su tiempo en muchas cuestiones como la inculturación del Evangelio, el discernimiento, el compromiso social, el diálogo con la sociedad… Tanto que Pedro Miguel Lamet dice de él en su libro Arrupe. Testigo del siglo XX, profeta del XXI (Mensajero) que «era un hombre del Concilio antes del Concilio». Dios siempre fue primero en su vida. Así, abandonó una prometedora carrera en la medicina para entrar en el Compañía de Jesús para disgusto de su profesor Juan Negrín, luego presidente de la República en 1936: «Ya hace días que no veo a Arrupe. ¿Es que ese muchacho va a abandonar los estudios? Sería la mayor equivocación de su vida».

Sus primeros pasos en la Compañía de Jesús no fueron fáciles, pues apenas cinco años después, mientras estudiaba Filosofía en Oña, parte con sus compañeros al destierro después de que se aprobara el decreto de disolución de la Compañía en España. Pasa tiempo en Holanda y Bélgica, donde es ordenado, antes de partir a los Estados Unidos donde completa los estudios en Teología y realiza la tercera probación. Allí recibe la comunicación del destino soñado, Japón, no sin antes pasar por una experiencia que le tocó profundamente: el trabajo pastoral con hispanos y en cárceles de máxima seguridad en Nueva York. «Cuando crucé por última vez aquellas puertas enrejadas tras las que vivían aquellos desgraciados, sentí una terrible opresión en el pecho. Y tal vez porque vi en ellos más sufrimiento que en otras partes, sentí más alejarme, porque junto al dolor parece que está siempre el puesto del sacerdote», afirmaba.

Conversiones en Japón

Ya en Japón, su trabajo pronto comenzó a dar sus frutos. Primero, en un barracón en Tokio que servía de guardería de hijos de trabajadores por la mañana y de escuela de adultos por la noche. Allí suscitó las primeras conversiones. «Estaba convencido de que la fuerza de sus acciones no dependían de él. Por eso, donde pasaba, dejaba siempre un poco de corazón y como no quería que fuera el suyo, dejaba el corazón de Jesucristo», apunta Lamet. Luego fue párroco de San Francisco Javier, sita en un templo budista abandonado. Sin grandes números de feligreses, optó por descubrir el alma japonesa persona a persona y por organizar eventos para evangelizar a un pueblo poco receptivo al cristianismo. Es importante en este periodo su apuesta por la inculturación, es decir, por entrar en la mentalidad japonesa y, para ello, entre otras cosas, estudia el zen hasta el punto de que adopta su postura característica en la oración.

Pero Japón también fue el lugar donde experimentó un gran dolor y sufrimiento que se transformó en esperanza. Primero, tras ser encarcelado por acusaciones de espionaje. En una diminuta celda, la figura de Arrupe cautiva a sus carceleros con catequesis improvisadas. Al despedirse de él, una vez obtuvo la libertad, no ocultaron la emoción. Lo cuenta así el propio Arrupe: «Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba con ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?».

Luego en Nagatsuka, a las afueras de Hiroshima, ejerció de maestro de novicios. Allí llevaba una vida sencilla y de gran exigencia, como recuerda el jesuita Alberto Álvarez Lomas: «Le vi con frecuencia limpiando los zapatos de los novicios en la portería durante la siesta. En su modo de vestir y con sus objetos personales llamaban la atención su pobreza y desprendimiento. No dormía más de cinco horas. Todos los días le veía comenzar la llamada hora santa en la capilla. Cada mañana hacía más de una hora de meditación». Hasta que llegó la bomba.

El padre Arrupe, en uno de sus viajes a la India, ya como prepósito general. Foto: Prensa Jesuitas

La bomba atómica

El 6 de agosto de 1945 sonaron, como cada día, las alarmas; la ciudad estaba acostumbrada al paso matutino de aviones de combate. Sonó también la señal del fin de peligro. Y cinco minutos después se produjo la explosión. Lo primero que hizo Arrupe fue convertir el noviciado en un improvisado hospital donde salvaron la vida a cientos de personas. Las primeras 24 horas fueron muy intensas, sin dormir, después de haber recorrido la ciudad. Lo primero que hizo al llegar al noviciado fue celebrar la Eucaristía rodeado de heridos dolientes: «Torrentes de gracia brotarían sin duda de aquella hostia y de aquel altar. Seis meses más tarde, cuando, repuestos, todos habían dejado nuestra casa, muchos de ellos habían sido bautizados, y todos habían tenido la experiencia de que la caridad cristiana sabe comprender, ayudar, dar un consuelo que sobrepasa todo aliento humano».

Son muchos los testimonios de aquel tiempo. Como el de Hasegawa Tadashi, a quien Arrupe curó su cuerpo en carne viva, y que luego pidió el Bautismo y más tarde sería ordenado sacerdote. El del señor Hashimoto: «Fue sin duda la personalidad de Arrupe la que me movió más a convertirme al cristianismo». O el del señor Kato, que se estaba preparando para ser kamikaze: «Arrupe me decía que solo Dios es el dueño de la vida. Cuando vino lo de la bomba atómica, yo estaba a 1.500 metros de donde estalló, y solo. Entonces me acerque a Arrupe y le pedí el Bautismo».

Prepósito general

Coincidiendo con el Concilio Vaticano II, los jesuitas acuden al lejano oriente para elegir a un nuevo prepósito general, a Pedro Arrupe, que en sus primeras intervenciones públicas, tras mostrar su total adhesión y obediencia a Pablo VI, empieza a dejar ver un nuevo estilo. Dice del diálogo: «Consiste también en saber escuchar». Sobre el ateísmo: «Nuestra posición no es de lucha, sino de diálogo para ayudar a los ateos a superar los obstáculos que les mantienen alejados del conocimiento de Dios […]. A los ateos hay que tratarles con delicadeza». También del progresismo: «Si por progresista se entiende aquel que combate las grandes injusticias sociales existentes en todas las partes del mundo, pero sobre todo en los países en vías de desarrollo, nosotros estamos con ellos en la línea de la doctrina social contenida en las grandes encíclicas».

La renuncia y la enfermedad

Los problemas surgidos de la recepción del Concilio Vaticano II hicieron de los años 70 una época difícil para Arrupe y para la Compañía de Jesús, con algunos sacerdotes acusados de revolucionarios y marxistas. La tensión es creciente con la Santa Sede y también dentro de la propia congregación, circunstancia que lleva al padre Arrupe a presentar su renuncia, que Juan Pablo II no acepta. Poco después, de vuelta de un viaje a Asia, sufre una trombosis cerebral que le deja paralizado el lado derecho, circunstancia ante la que el Papa polaco nombra a un delegado personal, algo que no gustó ni a Arrupe ni a la Compañía de Jesús, pero obedecieron. «El propio Juan Pablo II comentaba a sus colaboradores que los jesuitas habían actuado como se esperaba de ellos», abunda Cebollada.

Después de que la congregación general de 1983 eligiese a Peter-Hans Kolvenbach, Arrupe se recluye en la enfermería de la Curia General de los jesuitas en Roma, donde vivió marcado por su enfermedad, condenado a la inmovilidad física, con graves dificultades para expresarse. Su cuerpo se debilita y vive un tiempo de oración y dolor, confortado por las visitas que recibe. Hoy, 27 años después de su muerte, la figura de Arrupe recupera toda su actualidad. Por la apertura de su causa, pero también por su legado. Concluye Adolfo Nicolás, que fuera prepósito general de los jesuitas: «La historia va dando la razón al padre Arrupe [también le llama profeta]. El paso del tiempo nos deja ver con más claridad lo ejemplar de sus virtudes, en especial su obediencia al Papa hasta su postrer aliento».