El límite al mal - Alfa y Omega

El límite al mal

Alfa y Omega

Sor Faustina Kowalska «vivió en las primeras décadas del siglo XX y murió antes de la Segunda Guerra Mundial. Precisamente en este período le fue revelado el misterio de la Divina Misericordia y anotó en su Diario lo que experimentó. Las palabras del Diario de santa Faustina son como una especie de Evangelio de la Divina Misericordia escrito desde la perspectiva del siglo XX. Los contemporáneos han entendido este mensaje, a través del dramático cúmulo de mal que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial y de las crueldades de los sistemas totalitarios. Es como si Cristo hubiera querido revelar que el límite impuesto al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en definitiva la Divina Misericordia»: así se lee en el último libro del santo Papa Juan Pablo II, Memoria e identidad, y esta profunda y luminosa definición de la misericordia de Dios la quiso destacar en su funeral en la Plaza de San Pedro, hace ahora justamente diez años, el que sería su sucesor, el cardenal Joseph Ratzinger. En la homilía subrayó que Juan Pablo II «ha interpretado para nosotros el Misterio Pascual como un misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal es en definitiva la divina misericordia». Y quien pocos días después iba a ser llamado Benedicto XVI quiso añadir, del mismo libro Memoria e identidad, estas reflexiones del santo Papa en torno al atentado que sufrió el 13 de mayo de 1981: «Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor… Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha incluso el pecado para múltiples brotes de bien». Y concluía el entonces cardenal Ratzinger: «Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido así elocuente y fecundo».

Sí, el límite al mal, la victoria sobre el mal sólo puede venir de Quien es más fuerte que él, de Dios todopoderoso, que precisamente revela su omnipotencia, como reza una de las oraciones más antiguas de la Liturgia cristiana, recogida por el Papa Francisco en la Bula de convocación del Año de la Misericordia, «sobre todo en la misericordia y el perdón», tras citar estas palabras de santo Tomás de Aquino: «Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia», cita que ya nos dejó Francisco, en su contexto más amplio, en la Exhortación Evangelii gaudium: «En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo». ¿Acaso no fue en la Cruz donde tuvo lugar la victoria definitiva sobre el mal? En definitiva, como muestra Jesús en la cruz, y no ha dejado de ratificar la Historia –¡ahí están los mártires, de ayer y de hoy!–, no vence el que golpea más fuerte, sino el que abraza más fuerte, y así brota el fruto de la Resurrección.

El Papa Francisco abrirá la Puerta Santa de la basílica de San Pedro, para iniciar el Año de la Misericordia, el 8 de diciembre próximo, solemnidad de la Inmaculada Concepción, fecha escogida «por su gran significado», al cumplirse el 50 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, y evoca Francisco las palabras clave que enmarcan su inicio y su conclusión. En el discurso de apertura, el 11 de octubre de 1962, san Juan XXIII dijo: «En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad…, mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». Y el Beato Pablo VI, en la última sesión pública del Concilio, el 7 de diciembre de 1965, se situaba en el mismo horizonte: «Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de su espiritualidad… El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza. Y otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades». Tal servicio, total, hasta colmar su sed de felicidad infinita, ¿Quién sino la Divina Misericordia puede llevarlo a cabo?

En la Nochebuena de 1999, tras abrir la Puerta Santa de la basílica vaticana para iniciar el gran Jubileo del año 2000, momento que recoge la foto que ilustra este comentario, el Papa de la Divina Misericordia concluía así la homilía de la Misa de Medianoche: «Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta, la verdadera Puerta, simbolizada por aquella que, en esta Noche, hemos abierto solemnemente! Sé para nosotros la Puerta que nos introduce en el misterio del Padre. ¡Haz que nadie quede excluido de su abrazo de misericordia y de paz!» Al día siguiente, en la apertura de la Puerta Santa de la catedral de Roma, la basílica de San Juan de Letrán, decía así san Juan Pablo II: «Iglesia de Roma, hoy el Señor te visita para abrir ante ti este año de gracia y de misericordia. Cruzando, en humilde peregrinación, el umbral de la Puerta Santa, acoge los dones del perdón y del amor», ¡la Divina Misericordia!, ¡el límite impuesto al mal!