Benedicto XVI, la mayor de las fortalezas - Alfa y Omega

Yo creo que cada uno deberíamos poner por escrito una reflexión de lo que supone la decisión histórica de la renuncia de Benedicto XVI. Os paso la mía. El cristiano se diferencia mucho de los héroes. El héroe tiene madera de héroe desde el parto y, cuando se empecina, lo hace con una voluntad férrea e inconmovible, capaz de la machada de morir con las botas puestas, partirse el pecho, etc. El cristiano, más que madera, es una pieza de formica. Quien le convierte en materia noble es Dios.

El cristiano está más cerca del realista que del atolondrado. Conoce bien la parábola de Cristo del guerrero que calcula sus fuerzas antes de atacar al enemigo, si no tiene ejército entrenado y cuantioso pues no ataca. El cristiano sabe que si se mira de cerca, descubre sus límites. A punto de los 86 años, Benedicto XVI es consciente de los límites que le rodean y ha decidido en conciencia poner en manos de otro la nave de la Iglesia. Juan Pablo II fue un mal precedente. El Papa polaco tenía una constitución física fuera de lo normal, pudo llegar muy lejos en su pontificado porque la gracia de Dios actuaba en un cuerpo de atleta. Pero en Ratzinger tenemos al niño que en el recreo escoge quedarse con sus libros en un rincón, mientras los compañeros juegan al futbol. Y su cuerpo ha dado de sí hasta donde ha podido. Dios no pone a prueba a su gente hasta la autoinmolación. Eso que en la fe católica llamamos martirio, no es una prueba de resistencia, es una entrega que no radica tanto en el acto en sí de poner la cabeza sobre el tajo, como en darse en la medida de cada cual, el que puede 10, pues 10; el que 50, pues 50…

Aquí estamos hablando de dos realidades trascendentales en el corazón de un creyente: la conciencia y la libertad. El peso de la conciencia en Ratzinger ha sido tan fuerte en su itinerario pontificio, que el 19 de septiembre de 2010 quiso oficiar personalmente la beatificación del cardenal Newman en su viaje apostólico a Inglaterra. John Henry Newman es el gran patriarca de una conciencia que abre el camino del hombre hacia Dios, lo que Ratzinger definió como la «vía de la conciencia» (Gewissensweg). La conciencia le confronta a uno directamente con Él. En un momento de la novela de Newman, el personaje principal de Callista dice: «Siento a aquel Dios dentro de mi corazón. Me siento en su presencia. Él me dice: haz esto, no hagas aquello. Podéis decirme que esta prescripción es solo una ley de mi naturaleza, como lo son el alegrarse o el entristecerse. No logro entenderlo. No, es el eco de una persona que me habla. Nada me convencerá que al final no provenga de una persona externa a mí. Ella lleva consigo la prueba de su origen divino. Mi naturaleza experimenta hacia eso un sentimiento como hacia una persona. Cuando le obedezco me siento satisfecho, cuando desobedezco me siento afligido, como lo que siento cuando vuelvo contento u ofendo a un amigo venerado. El eco implica una voz, la voz remite a una persona que habla. A esa persona que habla, yo la amo y la temo».

Jesús dijo a Pedro: «tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…) En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te vestías y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo extenderás las manos y otro te vestirá, y te llevará adonde no quieras». Ratzinger fue llevado a donde no quería desde el momento en que, según su propio testimonio, oyó la guillotina caer sobre su cuello, cuando supo que le acababan de nombrar pastor de la Iglesia. Pero el Dios cristiano no es un Dios mitológico que exige «¡más, más, más!» Quizá el Papa, tras el diálogo secreto en su conciencia, nos enseñe la profunda humanidad del «no puedo seguir», y de la profunda irresponsabilidad de su inconsciencia. Hay toda una enseñanza en esta retirada. Dios nunca forzará al hombre más allá de sí, el hombre es ese ángel fieramente humano del que nos hablaba Blas de Otero. San Juan de la Cruz escribió en su Cántico Espiritual que las potencias del alma (la memoria, el entendimiento y la voluntad) son el candelero donde se asientan las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). Es decir, lo sobrenatural se adapta magníficamente a lo natural, hay equilibrio o, llamémoslo, correspondencia. La gracia no destruye lo natural, se ensambla. Por eso, Dios depende del hombre, más aún, del estado de su humanidad.

Prefiero la sincera humanidad de un «no puedo seguir» que la fechoría antinatural del «puedo con todo». Dios ha regalado a Ratzinger una fortaleza de naturaleza misteriosa, creer en su debilidad y aceptarla.