Brasil: «El Señor me ha dicho que hay que votar a este hombre» - Alfa y Omega

Brasil: «El Señor me ha dicho que hay que votar a este hombre»

El apoyo de las iglesias pentecostales conservadoras y fundamentalistas ha sido clave, pero no basta para explicar la gran victoria del populista Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones de Brasil

María Martínez López
Partidarios de Jair Bolsonaro, delante de un anuncio del candidato con el lema «Dios por encima de todos». Foto: AFP/Evaristo Sa

La oleada populista ha llegado a Brasil con fuerza. El exmilitar Jair Bolsonaro se quedó el domingo a solo cuatro puntos de superar el 50 % de los votos que lo habrían convertido automáticamente en presidente. El resultado final se decidirá en la segunda vuelta, el 28 de este mes. Anulado Luis Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores, por su condena por corrupción, Bolsonaro se había convertido en favorito en los últimos meses. Eso sí, siempre acompañado por las polémicas: su exaltación de la dictadura de entre 1964 y 1985, sus comentarios despectivos sobre mujeres y homosexuales o su promesa de acabar con las reservas territoriales de los indígenas.

Se ha abierto un debate sobre el peso que han tenido en este resultado las iglesias evangélicas. Una de las que más se ha movilizado por el candidato, la Iglesia Universal del Reino de Dios, no es sin embargo «una iglesia pentecostal en el sentido tradicional, sino una unión sincretista de elementos pentecostales, católicos y afrobrasileños, mezclados con marketing –explica a Alfa y Omega Miguel Pastorino, profesor de la Universidad Católica de Uruguay y miembro fundador de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas–. Mucho de lo que hacen es una pantalla» para el enriquecimiento de sus líderes. Esta entidad «siempre ha buscado alianzas políticas estratégicas, pero no por cuestiones ideológicas, sino para favorecer sus intereses. Van de la derecha a la izquierda sin problema».

Bolsonaro también ha recibido el apoyo de muchas iglesias pentecostales propiamente dichas, de corte conservador –no así de las protestantes, más liberales–. Los grupos pentecostales «son los que más están creciendo en América Latina, y apoyan a cualquier candidato» que comparta su agenda provida y en contra del matrimonio homosexual, pasando por alto los rasgos autoritarios o antisociales de candidatos como Bolsonaro. Perciben esos aspectos como un mal menor, o incluso los aplauden. Esto último ocurre en las comunidades fundamentalistas que se adhieren al evangelio de la prosperidad, según el cual «la pobreza es consecuencia de los propios pecados», y por ello digna de desprecio y no de ayuda.

Todas estas iglesias tienen gran capacidad de movilización política, de la que los candidatos se aprovechan. «No separan el ámbito temporal del religioso. Los pastores dicen, porque ellos mismos lo creen, que “el Señor me ha mostrado que tenemos que votar a este hombre”, y los fieles van en masa». Esta actitud contrasta con la de los obispos y sacerdotes católicos, para los que «la libertad de conciencia es sumamente importante –continúa Pastorino–. Por eso dan criterios para discernir el programa más cercano al Evangelio, pero no marcan el voto». Y tienen en cuenta un abanico más amplio de cuestiones a considerar.

Corrupción y pobreza

En abril, la Conferencia Episcopal hizo público un mensaje ante las elecciones en el que pedían que se buscara a candidatos que defendieran de forma integral la vida, pero que no se eligiera a los que ponen el lucro por encima del bien común, «ni a los que proponen o defienden reformas que atentan contra la vida y la dignidad de los pobres». Es indudable, sin embargo, que Bolsonaro ha contado también con el apoyo de bastantes católicos y de otros sectores de la sociedad. Ni con el apoyo de todos los evangélicos –cerca de un cuarto de la población– habría podido alcanzar el 46 % de los votos. Pastorino invita, por ello, a no simplificar y a analizar en profundidad los distintos factores de este proceso.

El mensaje de los obispos mencionaba algunas de estas claves. En primer lugar, la crisis institucional causada por la corrupción rampante, que ha hecho crecer «en la población un peligroso descrédito de la política». Los brasileños no pueden sino comparar este enriquecimiento ilícito con la situación del país. Después de una época de gran crecimiento, se está volviendo a extender la pobreza, agudizada por unas desigualdades que nunca llegaron a erradicarse. El paro crece, mientras –denunciaban los obispos– faltan políticas públicas consistentes y se han perdido «derechos y conquistas sociales». Todo ello ha contribuido a un aumento de la violencia: en 2016, se superó por primera vez en la historia la tasa de 30 asesinatos por cada 100.000 habitantes, según el Instituto de Investigación Económica Aplicada.

Pastorino añade que «el relativismo extremo que se propone» desde algunos grupos ha podido desencadenar que «un grupo grande de personas pendule silenciosamente, sin que las encuestas lo reflejen del todo, hacia el otro extremo. Es la otra cara de la moneda». Pone como ejemplo el rechazo de gran parte de la población a la liberalización del aborto y la legalización del matrimonio homosexual en los últimos años. «Se reacciona contra eso, y las posturas terminan retroalimentándose. Hay una radicalización muy grande en uno y otro lado, y esto asusta a muchos». A ello se suma, en Brasil y en otros países como Estados Unidos y varios de Europa que han vivido procesos similares, «una crisis cultural muy grande, con un pensamiento más simplista y menos crítico, monolítico y agresivo».