Isabel y los primeros santos del Nuevo Mundo - Alfa y Omega

Isabel y los primeros santos del Nuevo Mundo

«Fue la fe de Isabel la Católica la raíz de la fecundidad de la Iglesia en América», asegura Guzmán Carriquiry, vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina. La memoria de los santos que llegaron al Nuevo Mundo «hace trizas la costra de disquisiciones ideológicas entre leyendas negras en las que puede encontrarse atrapado el evento cristiano»

Cristina Sánchez Aguilar
Monumento a la reina Isabel la Católica y Cristóbal Colón, en Granada. Foto: María Pazos Carretero

Una «constelación de santos» recorrió el Nuevo Mundo desde la mitad del siglo XVI hasta el siglo XVII, «dando testimonio con sus vidas de la fecundidad de la primera evangelización». Son palabras del uruguayo Guzmán Carriquiry, vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina. Pero si la obra de estos misioneros encontró el terreno abonado –añade– fue gracias a Isabel la Católica.

Carriquiry participará en un simposio internacional sobre la reina castellana en Valladolid del 15 al 19 de octubre, junto a diversos obispos y expertos de universidades españolas y americanas. También estará presente Javier Carnerero, postulador de la causa de Isabel, reactivada en 2018 a iniciativa de los arzobispos de Valladolid y Toledo, Ricardo Blázquez y Braulio Rodríguez Plaza.

«Los ímpetus de reforma» eclesial que impregnaron la península ibérica en el XVI, «desatados, alimentados y sostenidos desde que asumieron el trono Isabel y Fernando», propiciaron el caldo de cultivo para aquel despliegue «de energías misioneras tan generosas, audaces y creativas en la gesta americana», sostiene Carriquiry. Reformas que pasaron, por ejemplo, por «la creación de colegios mayores para el clero», lo que supuso «una elevación del nivel espiritual, moral y pastoral en los religiosos». Están ligadas también a este ardor misionero la creación de las universidades de Alcalá y Salamanca, en las que «se debatieron las cuestiones del Nuevo Mundo desde una renovada inteligencia cristiana».

Los horrores a la muerte de Isabel

Lo que consolida estas corrientes de reforma fue «el reto de la misión en las nuevas tierras» afirma Carriquiry. Con una condición. «Apenas medio año después de que Colón pisara por primera vez tierra americana, Fernando e Isabel le comunican que debe hacer todo lo posible por convertir a los indígenas», pero «precisando que estos deben ser “bien y amorosamente tratados, sin causarles molestia, de modo que se tenga con ellos mucho trato y familiaridad”». La esclavitud y matanza de indios de las que Colón se hace después responsable «están entre los motivos de la ruptura de la reina Isabel con el navegante». Y en 1499, la reina «hace saber que todos los esclavos de las Indias deben ser devueltos «bajo pena de muerte». Por eso, Bartolomé de Las Casas escribía: «Los mayores horrores comenzaron desde que se supo que la reina acababa de morir».

«La conquista de los imperios indígenas, como toda conquista, fue hecha también de violencia, opresión y explotación de los conquistados». Aunque esto, asegura el vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina, «provocara grandes luchas por la justicia, animadas por el Evangelio, en la defensa de los indios por parte de legiones de misioneros».

Los santos, memoria viva

La memoria de estos hombres «hace trizas la costra de disquisiciones ideológicas entre leyendas negras en las que puede encontrarse atrapado y disminuido el evento cristiano». Un ejemplo lo encontramos en Luis Beltrán, primer santo –valenciano– que pisó tierra americana. Aunque débil de salud, «transcurre siete años atravesando ríos y montes, durmiendo en selvas infestadas por osos, tigres y serpientes». El misionero no conoce descanso: «predica, bautiza, lucha contra supersticiones e idolatrías, defiende a los indígenas» hasta el punto de poner en peligro su vida, ya que en dos ocasiones intentaron envenenarlo. Pero «vivió protegiendo a sus indios contra la avidez y la crueldad» de los encomenderos.

Otra gran figura que ilustra el ardor misionero fue santo Toribio de Mogrovejo. Recién llegado a Perú «convocó el III Concilio provincial de Lima, con la participación de los obispos de toda América del Sur». Este concilio «se ocupó sobre todo de la promoción humana y cristiana de los indígenas y de la reforma del clero». De hecho, el Catecismo de Lima fue elaborado con base en las preocupaciones e indicaciones, redactado en castellano, quechua y aymará, fue el primer libro impreso en América del Sur en 1584.

Muchos de los 25 años de gobierno de santo Toribio transcurrieron en visitas pastorales. De la tercera, comenzada en 1605, no regresó con vida. Visitó, a caballo, centenares de aldeas, «mostrando severidad frente a los abusos de clérigos, colonos, encomenderos y corregidores, denunciando la explotación en el trabajo en las minas y las haciendas… y conviviendo con los indios –“nuestros hijos más queridos”–. Falleció entre ellos en una iglesia de una pobre aldea andina».

Vasco de Quiroga fue protagonista en la creación de los pueblos hospitales, «experiencias que terminaron con los sacrificios humanos, enseñaron a los indígenas a trabajar unidos en actividades agrícolas y artesanales, y los ayudaron a crecer humana y cristianamente». Estos pueblos y las prolíficas reducciones jesuitas constatan el crecimiento misionero en el continente descubierto.

Mención especial merece para Carriquiry «el jesuita Pedro Claver, a quien le correspondió la tarea de abrir caminos de solidaridad y evangelización entre los esclavos negros desembarcados en Cartagena, procedentes de las costas africanas y amontonados en los bodegones del puerto antes de ser enviados a las plantaciones tropicales o al servicio de los señores». Durante 34 años venció «el hedor insoportable, la náusea y el desfallecimiento en esos antros de sufrimiento. Apenas atracaba el barco, ya estaba, allí curando heridas, dando de comer, lavando inmundicias…», recuerda el uruguayo. «En Cartagena de Indias hay una estatua del santo que con el aire del mar se ha ennegrecido y al mirarla los negros piensan que Claver debía haber sido negro, como ellos. Si no, ¿cómo hubiera podido amarlos tanto?».