Pedro G. Cuartango y Julián Carrón debaten sobre la aventura-drama de buscar a Dios - Alfa y Omega

Pedro G. Cuartango y Julián Carrón debaten sobre la aventura-drama de buscar a Dios

El columnista de ABC Pedro García Cuartango, un no creyente en búsqueda, interroga al presidente de la Fraternidad Comunión y Liberación sobre su libro ¿Dónde está Dios?». Modera Rafael Gerez, presidente del EncuentroMadrid. Estos son fragmentos del coloquio

Ricardo Benjumea
Pedro García Cuartango saluda a Julián Carrón en el acto de clausura del EncuentroMadrid el domingo 14 de octubre. Foto: EncuentroMadrid.

Pedro García Cuartango: Citas a Péguy: «Para esperar hay que haber recibido una gran gracia». Así es, y tú lo reconoces cuando escribes que la fe «es un don gratuito e inmerecido que no depende de nuestra capacidad». Esto me genera una duda porque, si la fe es un don gratuito y en cierta manera arbitrario, se puede llegar a la conclusión de que Dios juega a los dados al elegir a unos y postergar a otros. Otra idea que me deja perplejo es la existencia del mal en el mundo. Cuando Benedicto XVI visitó Auschwitz en 2006, exclamó: «¡Dios, por qué lo permitiste!». Es un sentimiento muy humano. Yo estuve allí hace más de 30 años, con mi mujer, y quedamos sobrecogidos cuando una mujer polaca, llena de lágrimas, explicaba a su familia que había estado internada en aquel barracón. ¿Por qué Dios permitió que fueran asesinados ocho millones de judíos, el genocidio de Camboya o la guerra de los Grandes Lagos?

Julián Carrón: El problema del mal ha desafiado siempre al hombre como ninguna otra cosa. Ha habido siempre una modalidad de respuesta que afirma que, puesto que existen el bien y el mal, en el origen había un principio bueno y otro malo. Esto es lo que dominó en el mundo antiguo. Por eso es llamativo que, en un pequeño país, Palestina, situado entre dos grandes imperios (el mesopotámico y el egipcio), se generara un tipo de pensamiento totalmente original. El pueblo de Israel nos sorprende ya en la primera pagina del Génesis con una afirmación que desconcierta: «Y vio de Dios que todo era bueno». Una novedad cultural así solo se explica desde un tipo de experiencia nueva que les ha permitido [a los judíos] afrontar el problema del mal con otra perspectiva. Y no escriben esta página sentados cómodamente en una biblioteca, sino en el exilio de Babilonia, en la Auschwitz de aquel tiempo, pese a lo cual afirman que la realidad es absolutamente positiva.

Cuando yo era profesor de Religión, un día vino un alumno fuera de sí porque un amigo suyo había tenido un accidente en moto: «No puede ser que Dios permita estas cosas». Yo le puse este ejemplo: «Si tú, esta tarde, cuando vas a casa, te encuentras con un desconocido que te da una torta, ¿qué haces?». Respondió: «Le daría dos». Insisto: «¿Pero si quien te pega la torta es tu madre?». Se quedó bloqueado.

Igual que los mesopotámicos o los egipcios, los judíos se encontraban delante de cosas horrorosas constantemente. Pero ellos no podían cancelar su experiencia [de Dios], como tampoco este chico podía cancelar sus años de experiencia con su madre.

Lewis dice que el cristianismo no ha resuelto el problema del mal, sino que ha permitido que aflorase. El hombre (lo vemos en el libro de Job) ya tiene un interlocutor. El pueblo de Israel le puede preguntar: «¿Por qué has permitido esto?». Y no es solo una pregunta [retórica]; Dios está contento de tener un interlocutor a la altura del drama: «Siéntate ahí, que ahora te voy a interrogar yo», le dice a Job, poniéndole contra las cuerdas.

Foto: EncuentroMadrid.

Rafael Gerez: ¿De qué manera el concepto de libertad resuelve la contradicción entre un Dios bueno y el dato insoslayable del mal?

J. C.: En Milán me encontré con un taxista teólogo que empezó a despotricar contra Dios por permitir tantas cosas malas, hasta que en cierto momento le pregunto: «¿A usted le gustaría que su mujer le amase mecánicamente? Así no correría el riesgo de que le fuera infiel ni hiciera cosas que le desagradasen». Me respondió que no. «¿Y piensa que Dios tiene menos gusto que usted?». Dios ha querido tener delante a un interlocutor libre que pudiera permitirse incluso rechazarle. ¿Por qué no nos ha creado directamente en la vida eterna? Sería todo más fácil, bastaría quitar una pieza casi minúscula: la libertad…, un precio demasiado grande para la dignidad del hombre.

P. G. C.: Estoy de acuerdo en que el mal no tiene una existencia ontológica; es decir, no es un absoluto, sino una creación humana. Y en otra idea importante: que el hombre está condenado a la libertad. Somos libres y esa libertad no es un privilegio, sino una condena, como decía Sartre… Estuve en la antigua Yugoslavia, en Mostar, cuando estaba acabando la guerra. Le pregunté a un anciano por qué se había desencadenado esa violencia. Me dijo: «Yo soy croata católico, mi vecino era ortodoxo, y convivíamos pacíficamente hasta que los políticos sembraron el veneno de la discordia». La existencia del mal como consecuencia de la libertad comporta una terrible paradoja: la de las víctimas. El uso de la libertad por parte de los dirigentes del régimen nazi llevó a asesinar a ocho millones de judíos. ¿Y a las víctimas quién las protege?

J. C.: Según el Evangelio, Dios no ha ahorrado [la cruz] ni siquiera a su hijo. En el diálogo del huerto de los Olivos se ve todo el drama. No aparecen Pilatos, ni Herodes, ni el Sanedrín… El diálogo de Jesús es con su Padre. «Pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Jesús podría haberse rebelado: «¿Cómo es posible que permitas esto?». Pero se abandona al designio de Otro, porque sabe –esto es lo que hace que la cruz pueda tener sentido– que existe una permanencia para siempre, una perspectiva de lo eterno. Jesús está sufriendo realmente: la cruz es cruz, los clavos son clavos… pero eso no rompe el vínculo que le liga con su Padre. Y esto es lo que vence en definitiva al mal. Y esta es la posibilidad que después vemos en otros, como Kolbe, que da su vida por otro. ¿Qué experiencia ha tenido el padre Kolbe para hacer esto?

>P. G. C.: ¿El padre Kolbe no hubiera dado la vida por otra persona no siendo creyente? Yo creo que sí. Es un hombre, como Jesucristo. Entended bien lo que voy a decir porque puede parecer escandaloso: no necesitamos a Dios para entender a Cristo. Jesús es un hombre que da su vida por los demás. La radicalidad del mensaje cristiano es la libertad y la dignidad humana. El cristianismo es absolutamente revolucionario en la historia porque por primera vez se afirma la radical igualdad de los seres humanos. A mí la figura de Cristo me parece ejemplar en todos los aspectos, pero no la veo como la encarnación de la eternidad, no veo ese vínculo trascendente con Dios, y creo que la figura de Cristo se puede explicar en sí misma.

J. C.: Un hecho tan único como Jesús, uno puede pensarlo como resultado de una persona excepcional. Es una opción. Nosotros pensamos como cristianos que esta originalidad tiene un origen divino, porque solo lo divino tiene la capacidad de salvar todos los factores de lo humano con esa grandeza. O Jesús simplemente es un héroe, o esta excepcionalidad suya es signo de algo más grande.

R. G.: Me parece interesante la dificultad [planteada por García Cuartango] de la dimensión de la gracia: por qué unos tienen fe y otros no.

J. C.: Incluso algún teólogo cree que habría que cancelar de la Biblia la palabra elección por discriminatoria: Dios elige a unos y deja fuera a otros, lo cual es injusto según nuestro modo de ver las cosas. Pero cuando Dios llama a Abraham, en esa elección está incluido el todos. Lo llama para hacer de él un pueblo numeroso, para poner en la historia una realidad que puede contagiar, desafiar a la razón de otros, de modo que puedan adherirse a ella libremente, según los tiempos de cada cual. No existe injusticia. Dios da la gracia a unos para, a través de ellos, proponerse a la libertad de otros.

P. G. C.: Pero la pregunta, Julián, es por qué unos sí y otros no. Hay una situación de asimetría. En esa distribución de la fe hay personas a las que se les da gratuitamente y otras que no la reciben. Yo veo que la gracia, para el cristiano, tiene casi un componente místico, es una especie de relación directa con Dios… Cuando leo a santa Teresa o a san Juan de la Cruz, me pregunto: ¿por qué yo no tengo fe?, ¿por qué yo no puedo ver lo mismo que ellos? Por eso creo que la fe sigue siendo un gran misterio. Yo me eduqué en una familia católica, muy católica. Y estudié en una escuela parroquial… Poca gente aquí habrá tenido una educación más religiosa que yo. Fui a Misa y recé el rosario hasta los 17 años. Y de repente, perdí esa fe.

Foto: EncuentroMadrid.

Yo sí quiero creer, yo quiero tener una esperanza, pero al final lo que veo es el vacío. Lo que veo es el no ser. Lo que veo es que los seres humanos somos contingentes y finitos. Que hemos sido arrojados al mundo y, al final, podemos encontrarle un sentido a la existencia en la lucha, en la lucha por la dignidad, en la lucha por los otros… Pero a mí me resulta imposible creer en la trascendencia. Me resulta imposible creer que hay algo después de la muerte. Me resulta imposible creer en la existencia de Dios. No es una elección, algo que a mí me complazca. Es una especie de condena, la imposibilidad de creer. Y por eso no entiendo por qué la Iglesia dice que la fe es gratuita.

J. C.: Ante tu experiencia, Pedro, solo puedo descalzarme, plegarme delante del drama de la persona que, deseando creer, no puede. Pero también digo con Von Balthasar que haber encontrado no es el fin de la búsqueda, sino el inicio. Cuando uno se enamora quiere conocer a fondo a la persona amada. El misterio no se acaba cuando tú has encontrado a tu mujer. Y si ella, Dios no lo quiera, cayera enferma, te gustaría que hubiera un médico excepcional para curarla. Que existan otras personas a quienes Dios les da un bien, en este caso [el don de] la medicina, no lo percibimos como algo injusto, sino como un bien. Y este es el punto de partida. ¿Por qué Dios le ha dado una gracia especial a la madre Teresa? Se la ha dado para todos nosotros. ¿Pero por qué a este y no al otro? Es un misterio. Pero lo que está claro es que, aunque yo no sepa por qué ha escogido a la madre Teresa y al padre Kolbe, el mundo es mejor gracias a que han existido ellos.

P. G. C.: Blaise Pascal cuenta que una noche, durante unos minutos sintió la presencia de Dios como algo directo y cercano. Habla de la fe como apuesta: apostamos por la existencia de Dios porque, si existe, la ganancia es infinita, y si no existe, nada perdemos, lo cual tiene una lógica aplastante.

J. C.: Si tú quieres a tu mujer y ves en ella un bien, es una apuesta, pero no un salto en el vacío… Lo mismo que ocurre con los apóstoles que han estado bregando toda la noche sin pescar nada, cuando llega Jesús y les dice: «Echad las redes». Acostumbrados a las sorpresas con aquel hombre, obedecen. Entonces Pedro [ante la pesca milagrosa] se pone de rodillas: «Aléjate de mí, que soy un pecador». Siente toda la desproporción delante de un hombre que no elimina el misterio, sino que lo exalta a la enésima potencia. Por eso quien ha visto estas cosas no hace un salto al vacío, sino el gesto más racional, con el riesgo que toda libertad implica. Igual que arriesga quien se enamora, pero prefiere arriesgar que no quedarse a dos velas.

R. G.: ¿Qué tarea crees, Pedro, que nos corresponde a los cristianos en un contexto como el que vivimos hoy, un tanto confuso y complejo?

P. C.: La Iglesia no es un poder terrenal, sino espiritual, aunque desgraciadamente no haya tenido una trayectoria ejemplar. En muchas ocasiones de la historia se ha aliado con el poder y ha querido imponer la verdad. Y como Julián destaca, la fe es un acto de libertad. Yo creo que la Iglesia tiene que centrarse en una vuelta a los orígenes, en predicar la palabra de Dios. En este aspecto, quiero resaltar mi admiración compartida con Julián por el Papa Francisco, que me parece ejemplar, y ha aportado una mirada nueva a la Iglesia.

J. C.: Que Dios en este momento de la historia nos haya dado a una persona como el Papa Francisco es el resumen de todo nuestro diálogo: la elección que Dios ha hecho de un hombre, al que tantas personas de nuestro mundo perciben, crean o no, como un bien. Esto describe mejor que ninguna otra imagen la tarea que la Iglesia tiene hoy: si los cristianos podemos poner presencias en la historia que los demás perciban como un bien, podrán ver que la fe contribuye a responder a los desafíos que la sociedad tiene.