Homilía del cardenal Osoro en la Almudena: «Son inseparables el amor a Dios y el amor al prójimo» - Alfa y Omega

Homilía del cardenal Osoro en la Almudena: «Son inseparables el amor a Dios y el amor al prójimo»

Carlos Osoro Sierra

Hermanos y hermanas:

Un año más nos reúne nuestra Madre Nuestra Señora de la Almudena, patrona de esta archidiócesis y de Madrid. Un año más, la Virgen María se acerca a nuestra vida para recordarnos lo más importante: que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres y que Ella es nuestra Madre y nos acompaña siempre, que nunca tengamos miedo y, si los tenemos, que sean miedos abiertos. Sabéis muy bien que los miedos siempre llegan a nuestra vida. Y hay miedos abiertos y cerrados. ¿Dónde está la diferencia? El miedo cerrado nos cierra en nosotros mismos y nos cierra a los demás, nos hace vivir aislados. El miedo abierto nos abre y nos hace buscar la seguridad, la que nunca falla; es el miedo que le entró a María cuando el ángel la avisó de que Dios quería contar con ella y nos dice el Evangelio que Ella se turbó, pero inmediatamente dijo: «Hágase en mi según tu Palabra», es decir, me fío de ti, me abro a tu voluntad. Es un miedo que nos rehabilita en la verdad auténtica: ponemos la vida en manos de Dios con todas las consecuencias.

Quisiera que mis palabras acercasen a vuestro corazón lo que más necesitamos los hombres en estos momentos de la historia que estamos viviendo y que nuestra Madre nos regala por mandato de su Hijo Jesucristo. Quiero tener tres momentos de conversación con vosotros:

1. Virgen María, Nuestra Señora de la Almudena, aparta la discordia de nuestros corazones. Como hijos de María, acerquémonos con Ella junto a la Cruz, cuando el Señor está entregando su vida. Acerquémonos y describamos lo que vemos: como hoy, entonces había personas que, mientras tantos hombres y mujeres están llevando la Cruz de Cristo, siembran la discordia. ¿No recordáis que unos gritaban a Jesús: «bájate», «bájate»? Y decían a los que estaban a su lado: «¿No veis cómo no se baja? Pero ¿no dice que es Dios?». Esto sembraba la discordia y generaba mucho dolor, pero querían más dolor. Mirad, lo que nos impide vivir como hermanos entonces y hoy es la discordia, la envidia, la violencia, el deseo de poder. Mientras Jesús decía: «Perdónales porque no saben lo que hacen», ellos y muchas veces nosotros generamos división y enfrentamientos.

Y mientras tanto, entonces como ahora, María nos invita a escuchar: «Ahí tienes a tu hijo» e «Hijo, ahí tienes a tu Madre». Somos hijos de María, tenemos Madre y somos sus hijos, somos hermanos. Por eso, esta mañana venimos con fe a decirle a María: a ti que fuiste Madre de quien es la paz, de quien une a los hombres, de quien elimina todo egoísmo, de quien dio la vida por nosotros; a ti que eres Madre de todos porque así lo quiso tu Hijo Jesucristo, te pedimos con fuerza que arranques la discordia, la envidia, el querer imponer lo que yo pienso… Te pedimos hoy, Madre, que nos enseñes a vivir como hermanos. Somos distintos, a cada uno nos ha dado Dios unas riquezas que hemos de poner al servicio de los otros. Que nunca escuchemos al padre de la mentira, que nos divide.

Madre, enséñanos a cuidarnos los unos a los otros como tú lo haces. San Juan, a quien tu Hijo le dijo: «Ahí tienes a tu Madre», descubrió que tú nos enseñas a cuidarnos y, por ello, te llevó a su casa. En él estábamos nosotros y hoy te damos la mano para que nos enseñes de nuevo a cuidarnos los unos a los otros. Hoy, en esta plaza Mayor, lugar de encuentro de los madrileños y de todos los que llegan aquí, te damos gracias por devolvernos a la memoria que somos hermanos porque somos hijos de Dios.

2. Virgen María, Santa María la Real de la Almudena, enséñanos a ser morada de Dios en el camino de todos los hombres. El mismo saludo que, en nombre de Dios, dio el ángel a María es el que desea darnos a cada uno de nosotros. A María le dice «llena de gracia», es decir, te he llenado de mi amor, te he llenado de la Belleza más grande. Es la Belleza de dar a luz a Dios mismo que se hizo hombre. ¿Estamos dispuestos a aprender de nuestra Madre que lo más grande que un ser humano puede hacer es mostrar el rostro de Dios con su vida y sus obras? Cuando le preguntan al Señor por el mandamiento principal, la respuesta es contundente: son inseparables el amor a Dios y el amor al prójimo. Jesús nos deja a María como Madre para que aprendamos junto a Ella que la verificación del amor a Dios se muestra en el amor que tengamos al prójimo y, al revés, que el amor al prójimo muestra el valor que damos a Dios. Porque lo amamos con las mismas medidas que el Señor le dio, no hacemos recortes. Estamos ante una mujer excepcional, con la que comenzó la recreación. Con Adán y Eva, creados a imagen y semejanza de Dios, comenzó la creación; pero la recreación empieza con María, con una mujer sola. Y permitidme que en este momento piense en las mujeres que están solas, que sacan adelante la casa, que educan ellas a solas a sus hijos. María también está sola. Ella sola empieza esta historia, luego la prosigue con José y Jesús, pero en el inicio Ella sola, en un diálogo con y ante Dios, aceptó dar rostro humano a Dios. Y fijaos en las consecuencias que ha tenido.

Que, como nuestra Madre, nos asombremos y asombremos a los hombres. ¿Cómo? Cuando no buscamos nada para nosotros, sino que queremos devolver siempre la dignidad a quienes nos encontramos en el camino, ayudando a los que más lo necesitan, entonces estamos dando rostro a Dios. Pensemos en tantas personas, comunidades cristianas, parroquias, sacerdotes, religiosos y religiosas, vida consagrada en general, laicos cristianos, niños, jóvenes y mayores, hombres y mujeres de buena voluntad que, a lo mejor no han sido encantados aún por Jesucristo, pero están tratando al que tienen a su lado como imagen misma de Dios. Y de estas buenas personas, hermanos, hay muchas en Madrid. La ciudad ha tomado la decisión de hacer la cultura del encuentro, que es la que comienza con María y que alcanza su plenitud cuando nace, muere y resucita Jesús. Madre, enséñanos a ser morada de Dios en el camino de todos los hombres.

3. Virgen María, Nuestra Señora de la Almudena, enséñanos a construir este mundo para todos. ¿Hacemos verdad con nuestra vida lo que canta el libro de Judit cuando se dice ella –y esto se aplica a María con más verdad–: «Tú eres el orgullo de nuestra raza» (Jdt 13, 18-19)–? Si el Señor nos ha bendecido y nos ha glorificado es necesario que nunca lo olvidemos. Y urge que esto lo comuniquemos construyendo un mundo para todos. A la Iglesia de la cual somos parte nosotros, le viene bien escuchar al profeta Zacarías: «Yo vengo a habitar dentro de ti», y permanecer a la escucha de los hombres. En los años que llevo de arzobispo vuestro, seguro que igual que a vosotros, ¡cuántas veces se me han acercado madres que están sufriendo! Unas por sus hijos que han tomado un camino diferente al que ellas le han propuesto; otras porque su hijo o hija está enfermo grave; otras porque su hijo o hija está en la droga; muchas porque su hijo o hija no tiene trabajo; otras porque se le murió su hijo… ¡Qué memoria tienen las madres de sus hijos! Las madres aquí en Madrid me han enseñado a leer el Evangelio con los ojos de María, para descubrir cómo se construye un mundo para todos y mirando especialmente a los que más lo necesitan. María se ha fiado de Dios, que la lleva a vivir en estas actitudes: sorprendida, viviendo en fidelidad, consciente de que Él es su fuerza y asumiendo un secreto para vivir.

Que la pobreza, la debilidad, la necesidad, la humildad o la sencillez nos muevan al amor, que nos sorprendan para hacer el bien, para buscar lo mejor paras el otro; que nos muevan al amor de María manifestado en su sí a Dios para todos los hombres. Vivamos la fidelidad a quien nos ama y cuenta con nosotros para hacerse presente y patente ante los hombres: aquí estáis muchas madres y abuelas, como María, fieles aun en la Cruz para hacer siempre bien. Vivamos de la fuerza del Señor, como María después de la anunciación. Y asumamos el secreto de la Virgen para vivir y dar vida: la Palabra de Dios marcó su dirección y sus acciones.

Hermanos y hermanas, el Hijo de María se hace presente en el misterio de la Eucaristía. Aquí no solamente nos ha enriquecido con su Palabra, sino que nos alienta con su presencia real. Somos su Pueblo. Un Pueblo en marcha. Un Pueblo que sabe quién y dónde está el bien. Un Pueblo que, ante Jesús, se arrodilla para decirle: gracias por habernos dejado como Madre a tu Madre. Y ante Él, María nos recuerda una vez más: «Haced lo que Él os diga». Amén.