Contrabando y traición - Alfa y Omega

Es un fin de semana como otro cualquiera y los más puntuales van llegando a la misa de las 18 de la tarde. A punto de comenzar, alguien me agarra del brazo y me dice que tiene que hablar urgentemente conmigo. Le digo que en ese momento es imposible, pero lo veo desesperado y le invito a entrar a rezar un rato mientras termino la Eucaristía. Se hinca delante del Cristo y no se mueve, solo llora. Todos están impresionados. Termino la Eucaristía y le pido que pase a mi oficina. Un par de hombres quieren esperarme afuera para protegerme, porque lo cierto es que la apariencia exterior del hombre no invita a la confianza: tatuajes, cabeza rapada, piercing, presencia desaliñada… Y, desgraciadamente, la apariencia externa es lo que en primer lugar nos hace catalogar a las personas. Les agradezco su preocupación, pero les digo que me dejen a solas con él y que pueden irse a sus casas. Lo hacen a regañadientes diciendo que soy demasiado confiado.

Cuando nos han dejado solos, me mira, creo que, con agradecimiento, y se sienta.

– Solo quiero que me bendiga, padre.

– ¿Qué te pasa? –le pregunto.

– Quiero que me bendiga antes de volver a Ciudad Juárez a entregarme.

Lo escucho con curiosidad y le animo a que se desahogue y me cuente su historia por si hay alguna forma de ayudarlo.

– No vengo a confesarme porque ningún Dios, por misericordioso que sea, sería incapaz de perdonar todo lo malo que he hecho en mi vida. Me metí en el tráfico de drogas, y en una de las entregas desaparecieron 15.000 dólares. Mi compañero, cuando lo detuvieron, me acusó de ser yo el responsable. Han secuestrado a mi mujer y a mis dos hijos, me han enviado una fotografía de ellos amarrados y me han jurado que, si hoy no me entrego en Ciudad Juárez antes de las 12 de la noche, los van a hacer pedacitos. Y créame, padre, que si lo hacen. No le doy más detalles porque cuanto menos sepa usted del asunto, tanto mejor.

Miro el reloj, son las 19:30.

– Yo, seré un animal, padre, pero no puedo permitir que maten a las únicas personas que amo en mi vida. He decidido ir a entregarme.

Me jura que no ha sido él quien los robó, sino su compañero, pero que, aunque les diga que es inocente, ante la duda, matarán a los dos. Insiste: en estos momentos, poquito antes de entregarme para que me maten, a usted no le puedo mentir, Padre.

Estoy en shock y le digo que le doy mi palabra de que si tuviese los 15.000 dólares se los prestaría.

Me dice que no quiere dinero, solo mi bendición, y llora inconsolablemente. Pide permiso para ir a rezar otro rato al Cristo, porque todavía le queda un poquito de tiempo. Le digo que quiero que recemos juntos, y también a mí se me salen las lágrimas. No sé ni cómo rezar porque la cabeza me da vueltas imaginándome a su familia. Le susurro que admiro el valor que tiene para dar la vida por los que ama, como Jesús.

– Vamos a pedir un milagro –le digo. Los milagros en nuestra vida no se dan, padre. Sabemos en lo que nos metemos y el precio que hay que pagar.

Le doy un abrazo fuerte y largo. Y le pido perdón por no poder hacer nada más.

– Usted ha hecho, sin conocerme, lo que nadie en toda mi vida hizo con tanto cariño, padre: abrazarme. Le repito: nunca en toda mi vida me habían abrazado así. Quédese tranquilo y rece mucho por mí y mi familia.

– Te prometo que os voy a tener presentes en cada una de mis eucaristías, le digo.

Se va y me deja triste, profundamente triste. Le pido a Diosito que también a él le llegue su infinita misericordia. Y que, si todavía le queda algún milagro en este día, que se lo concede a quien, a su manera, ha entendido que no hay prueba de amor más grande que el dar la vida por los que uno ama.