Que la Iglesia renazca en nosotros - Alfa y Omega

En la perspectiva de la larga historia de la Iglesia, un año es poco más que un soplo, pero el que ahora culmina ha sido realmente duro. Quienes siempre pretenden demolerla están envalentonados por la debilidad que olfatean, mezcla de viejos y nuevos pecados, de torpezas de sus jefes, de miedos y divisiones violentas en su cuerpo. Pero la verdadera debilidad no radica sobre todo en los ataques exteriores, ni siquiera en el pecado (horroroso a veces) que surge en su seno, sino en la autoconciencia contaminada y reducida de sus hijos, la que pretendió aclarar y fortalecer el Vaticano II hace 50 años. Un reflejo de esto es la hostilidad suicida que cultivan no pocos católicos, supuestamente fieles y corajudos, contra los sucesores de los apóstoles.

Me vienen a la memoria las palabras del beato J. H. Newman: «la Iglesia ha tenido que ser pilotada a través de difíciles estrechos, con rocas ocultas, sin boyas ni faros… y aunque gracias a su divino guía ha escapado en cada peligro… es natural que los constructores de barcos rivales mantengan que ha ido a la deriva». Lo malo es que también lo pensemos nosotros.

El pasado Viernes Santo, el Papa Francisco quiso dirigir a Cristo una mirada «llena de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza». No es mala recomendación para afrontar lo que viene. La principal vergüenza es haber abandonado el estupor frente a Jesús que viene una y otra vez, y haberlo sustituido por ídolos diversos, por programas, esquemas y manuales de buenas prácticas. Por cierto, en plena crisis de los abusos en Irlanda, Benedicto XVI dijo que la raíz de ese mal estaba en haber reducido la fe a costumbre. Tras el vía crucis, Francisco proclamó que la Iglesia, «santa pero hecha de pecadores, continúa siendo una luz que ilumina, alienta, levanta y testimonia el amor de Cristo por la humanidad».

No se me ocurre tarea más urgente que adherirnos cordialmente a esta verdad, que no puede oscurecer ni la mala hierba que brota en la propia Iglesia, ni el odio de quienes buscan arrastrarla por el fango. Francisco concluía el Sínodo sobre los jóvenes con un llamamiento, apenas escuchado, a defender a la Madre Iglesia, Madre santa con hijos pecadores. Y la principal defensa consiste sencillamente en vivir la fe en esta Casa, fuera de la cual no sabríamos ni respirar.