Cine apto para niños (de la calle) - Alfa y Omega

Cine apto para niños (de la calle)

Después de enseñar en Bangladés a niños de la calle y a trabajadoras textiles a rodar sus propias películas para denunciar su explotación, la productora británica Rainbow Collective traslada su lucha a Europa, a la causa por una vivienda digna. De la mano de Solidaridad y Autogestión Internacionalista (SAIn), sus fundadores han visitado Madrid para formar en las técnicas audiovisuales a miembros de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y otros movimientos sociales

Ricardo Benjumea
Richard York, cofundador de Rainbow Collective, enseña a hijas de trabajdoras textiles de Bangladés  a rodar su propia película. Foto: Rainbow Collective

Hannan Majid y Richard York dieron la vuelta al mundo para encontrarse con que su lucha la tenían en casa. El incendio en junio de 2017 de la Grenfell Tower, un edificio de viviendas sociales de 24 plantas en Londres, guardaba demasiadas similitudes con las situaciones de injusticia social que llevaban varios años denunciando en Sudáfrica, Camboya o Bangladés. 74 personas perdieron la vida en un accidente desde hacía demasiado tiempo anunciado en las quejas de las vecinos y en los informes de los expertos. La Grenfell Tower se convirtió en icono del desmantelamiento del Estado del bienestar y del aumento de las desigualdades sociales en el Reino Unido.

«La gente se empezó a preguntar: ¿qué está pasando en este país? La pérdida de estándares de vida es algo que todo el mundo en Europa intuye, pero todavía no es consciente de ello de un modo, por así decir, cognitivo. A esas personas, las más vulnerables de nuestra sociedad, las dejaron expuestas a arder. Murieron víctimas de los recortes sociales», resume Richard York.

Le interrumpe Hannan Majid: «Nos llamaban amigos de Bangladés: “Esto es algo que esperaríamos ver en Daca, pero no en Londres”. Se están reproduciendo en Inglaterra los mismos problemas que veníamos denunciando en el Tercer Mundo. Como la lucha de los trabajadores de McDonald’s para que se les permita sindicalizarse. O los contratos de cero horas de los trabajadores de Uber y Deliverroo, que avalan prescindir de un empleado sin dar explicaciones. Aunque sea una mujer embarazada».

«Es igual que en Camboya», prosigue su socio. «Igual que ese modo de vigilarte segundo a segundo por medio de asombrosas tecnologías como el escáner de venas que se utiliza en la industria textil para comprobar cuánto trabaja la persona. Todo eso está llegando a Inglaterra. Con la austeridad, las corporaciones han dicho: “¿Sabes qué? No solo podemos explotar a la gente allí; también podemos hacerlo aquí”. La gente está tan desesperada que no tiene más remedio que aceptarlo, porque es mejor eso que morirte de hambre».

«La precariedad se está globalizando», retoma Majid. «Hemos estado comprando ropa barata que se produce en el Tercer Mundo y ahora estamos empezando a pagar el precio».

«La única solución es que también nuestros movimientos se hagan globales», zanja York. «En un mundo donde el populismo avanza y quiere construir más y más muros y fronteras, debemos trabajar en pequeñas comunidades locales, pero conectadas, ayudándonos unas a otras, creando vínculos, aprendiendo unas de las otras».

La realidad desde los ojos de sus protagonistas

Hannan Majid y Richard York comprobaron que el cine es un instrumento muy eficaz para el cambio social cuando rodaron su primer trabajo en 2006 en Sudáfrica. Se llamaba Amazulu y contaba la historia de éxito de una escuela en un barrio marginal estigmatizado por la pobreza y la violencia en Umlazi, ciudad cercana a Durban. La película se proyectó en decenas de cines sudafricanos, pero sobre todo –destacan sus autores– se hizo viral a través de las redes sociales y entre los propios vecinos del barrio. El Gobierno sudafricano la sigue utilizando a día de hoy para ayudar a un profesorado a menudo desmotivado a tomar conciencia de la importancia de su trabajo.

Los dos amigos quedaron satisfechos con el debut. Había química entre ellos. Por eso se lanzaron fundar la productora Rainbow Collective. Su siguiente documental (Bagdad Holiday) puso en 2008 el foco en las víctimas de la guerra de Irak, tras lo cual filmaron varios documentales en Bangladés.

Su ideario lo resumen en mostrar la realidad «desde la mirada de sus protagonistas»; que sean ellos quienes «cuenten su propia historia» y puedan «reconocerse en esas películas» y «sentirse orgullosos». Nunca hay concesión al amarillismo, aun en las situaciones más dramáticas.

«Una pregunta que nos hacemos continuamente es: ¿a quién beneficia este trabajo? Los documentales generan ingresos para sus cadenas de televisión, dan prestigio a sus autores, pero casi nunca reportan beneficios a las comunidades que los protagonizan», dice Hannan Majid. «También nosotros queremos que nuestras obras se proyecten en cines y hacemos trabajos para grandes cadenas –continúa Richard York–. Vivimos de esto, pero siempre nos aseguramos de no perder los derechos, porque sabemos que ese material resulta de gran utilidad para esas comunidades, y tiene que estar disponible para ellas». Les ayuda a fortalecer su «cohesión interna» y a «contar su lucha al mundo del modo en que ellas mismas quieren contarla». Los trabajos de Rainbow Collective con trabajadores textiles de Bangladés y Camboya –expone a modo de ejemplo– no solo sirvieron para concienciar a los consumidores occidentales de la explotación que había detrás de los precios baratos de esas prendas, sino también para promover la sindicalización de los trabajadores textiles.

Daca se había convertido en su centro de operaciones cuando se derrumbó en 2013 el Rana Plaza. Murieron 1.130 trabajadores textiles, la mayoría mujeres, y otros 2.500 resultaron heridos. Rainbow Collective recopiló cientos de testimonios y pruebas que mostraron que aquella fábrica producía ropa para marcas occidentales de primer nivel, entre ellas algunas españolas. Todo el material lo pusieron a disposición de las organizaciones sociales de Europa y EE. UU. que habían iniciado una campaña contra la explotación en la industria textil. «La gente salía a la calle con las imágenes que habíamos obtenido nosotros», cuenta Hannan Majid. «Iban a protestar frente a las tiendas, y después de dos años se llegó a un punto en el que todas esas marcas tuvieron que ceder y pagar compensaciones», 30 millones de euros que repartir entre las familias de los fallecidos y los heridos. «Fue una de las raras ocasiones en las que gente de todo el mundo se unió y consiguió una victoria».

Niños de una escuela inglesa preparan unos dibujos animados para denunciar el racismo. Foto: Rainbow Collective

Los niños de las calles ruedan sus películas

Rainbow Collective experimentó una nueva evolución en 2014. «Cuando empezamos a hacer documentales, se necesitaban cámaras muy caras, pero la tecnología ha avanzado muy rápido desde entonces. Ahora es posible rodar en alta definición con las cámaras de los teléfonos, disponibles a un precio asequible en cualquier país del Tercer Mundo», explica York.

Richard y Hannan, de la mano de un educador social de Bangladés, concibieron el proyecto de que varios niños de la calle contaran sus propias historias. «Les enseñamos a preparar los guiones, les explicamos algunas técnicas. Y ellos mismos y sus amigos hicieron de actores, aunque las historias y el entorno eran absolutamente reales», explica Majid.

«La idea era: resúmenos tu historia en nueve imágenes», prosigue su compañero. «Alguno contó como, estando solo en la calle, conoció a un amigo y eso le cambio la vida. Otros hablaron de la primera vez que fueron abusados sexualmente o sufrieron violencia policial».

Un trabajo similar (Ami, Amar, Ma), protagonizado y rodado por cinco niñas de entre 7 y 15 años, hijas de trabajadoras textiles, mostró las consecuencias en sus familias de las eternas jornadas en las fábricas a cambio de salarios de miseria. La película obtuvo en 2017 uno de los premios de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, pese a competir con cineastas profesionales de todo el mundo.

En una línea similar, Rainbow Collective enseñó a niños de la calle a producir sus propias animaciones a partir de figuras de plastilina o papel. «Si no tienes certificado de nacimiento en Bangladés no puedes acceder a la escuela ni al hospital, pero ese documento es muy caro y difícil de conseguir para ellos», explica Hannan. «Para concienciar de esta situación, cogimos a cinco niños y niñas. Les dijimos: “Dinos por qué es importante el certificado”. Y contaron con dibujos animados historias que comenzaban con escenas de matrimonio infantil, explotación laboral, secuestros…, y terminaban con un final feliz, con cada protagonista convertido en abogado o doctor, después de haber obtenido el certificado».

«Una forma de democratizar el arte»

Richard y Hannan han empezado a propagar estos métodos en el Reino Unido, ofreciendo formación a distintas organizaciones y comunidades, mientras publican una serie de reportajes sobre la vivienda (Rhyming Guide to the Housing Crisis) y preparan varios trabajos sobre el racismo o los recortes sociales en el Reino Unido. Rainbow Collective colabora, en particular, con la ONG War on Want, una de las principales del país, y sigue trabajando con niños, con programas en escuelas para concienciar sobre problemas como el acoso escolar.

En colaboración con SAIn, los fundadores de la productora han visitado en los últimos meses tres veces España para ofrecer formación, la más reciente, en un taller de documentalismo y no violencia en Madrid en el que participaron activistas de la Plataforma Afectados por la Hipoteca y de otros movimientos sociales.

«Es una forma de democratizar el arte», asegura Hannan Majid. «Esto no es como la arquitectura, que requiere muchos conocimientos previos de matemáticas. Todo el mundo ha visto películas, y cuando les explicas los rudimentos de la composición audiovisual (como la diferencia entre un plano largo y uno corto), los reconoce. En realidad son técnicas muy simples. Se pueden conseguir resultados impresionantes grabando una escena simultáneamente con tres o cuatro móviles».

«Hablamos de pequeños grupos que se enfrentan a gobiernos y a grandes corporaciones, y que no pueden permitirse contratar una agencia de comunicación», retoma Richard York.

«Y todo –subraya Hannan– nos lo hemos traído de Bangladés, lo aprendimos con los niños de la calle».