El merengue más amargo - Alfa y Omega

Hoy te he visitado en casa, era tu cumpleaños y me habías invitado a tomar café, junto a esa persona tan especial a la que llamas madre sin serlo y a la que quieres tanto o más que si lo fuera y lleváis años cuidándoos mutuamente.

Noté que la angustia te superaba, ayer tocó revisión y el diagnostico no debió de ser el esperado, y mientras tu mente trataba de asimilarlo tu cuerpo expresaba lo que estabas pasando, con cara de no haber dormido y el temblor de tus manos que no podías controlar. A base de más de un viaje a la cocina conseguiste poner el café y dulces en la mesa y sentarte frente a mí, pero ya no pudiste más: «Manuel, no voy a poder con esto». Ni siquiera entonces dejaste asomar una lagrima.

Dejé de comer mi merengue y cogí tus manos. Ya ves, hermana, esa maldita enfermedad de nombre tan feo te ha hecho tomar conciencia de una realidad tan cierta como que Dios existe: que tenemos fecha de caducidad; la suerte es que la llevamos escrita donde la espalda pierde su bello nombre, pero parece como si el médico al dar el diagnostico de esta enfermedad regalara un espejo y desde entonces nos pasáramos todo el día mirando esa parte del cuerpo.

Mira que me gustan los merengues pero qué amargo sabía este, convencido del dolor que te estaba produciendo lo que san Francisco de Asís expresó así: «Loado seas, mi Señor, por la hermana muerte corporal, de la cual ningún viviente puede escapar». Solo me atreví a preguntarte: «¿Qué te duele ahora?». «Nada», fue tu respuesta «Entonces, ¿qué te causa tanto malestar?». «La tristeza», dijiste.

Una vez más tus pensamientos habían tomado el control de tu cuerpo y estaban alterando todas tus emociones. Yo no tenía palabras para poderte ayudar aunque quizás mi silencio y mis manos dieron sus frutos, pues tus manos habían dejado de temblar cuando me despedí de ti, y en tu abrazo asomo una lagrima al decir: «Gracias».

Te dejo este párrafo que esa noche salió en el libro que estoy leyendo. Quizás estaban ahí para ti: «Así que descansa, relájate y fortalécete. Suéltate y deja que Dios lleve contigo tu carga. Tu trabajo no está completo ni has terminado, solo has llegado a una curva en el camino».