Tras la tormenta llega la calma - Alfa y Omega

Es normal pillarse un resfriado en invierno. Es un clásico ir con el clínex, la voz afónica y ese cansino caminar de a quien le duele todo. Poca energía para afrontar los días y unas ganas tremendas de meterse en la cama y no salir. Y una ocasión privilegiada para sentir que la fragilidad nos constituye.

Cuando el físico acompaña raras veces reparamos en agradecer lo que significa tener salud. Nos creemos que es lo normal, y no es así. No apreciamos las cosas hasta que las perdemos. Estamos hechos de tesoro y barro (cf. 2ª Cor 4,6-7), de fortaleza y fragilidad, de dureza y ternura… El barro es lo evidente, la fragilidad, los límites en muchos casos dolorosos. Y son fuente de tensión en las relaciones con los demás.

Al mismo tiempo somos tesoro, una obra de arte valiosa, más allá del estado en la que nos encontremos. Los arqueólogos son capaces de ver el valor de un ánfora o de un recipiente de barro, porque descubren el valor que contiene, más allá del material con que esté hecho. Así tendríamos que mirar a las personas. Por muy heridas que estén, por muy rotas que se nos presenten, el valor innato que nunca pierden es el de ser hijos de Dios, imagen y semejanza del Dios del que proceden (cf. Gn 1, 26). Lo importante que es tener una mirada profunda que sea capaz de descubrir la belleza que habita en todo lo humano, belleza que refleja y es expresión de la de Dios. Para ello es necesario no quedarse en las apariencias y mirar el corazón.

Esa mirada nos vuelve más misericordiosos con las fragilidades de los demás. Padecer una enfermedad, pasajera o crónica, nos devuelve la sensibilidad del cuidado y del cariño, nos volvemos empáticos a la necesidad de cuidados y de cariño. Cuando hay comportamientos que no nos gustan, o que nos ofenden con mucha rapidez denunciamos esas actitudes y no lo hacemos por amor a la otra persona para que mejore, sino para que deje de molestarnos. El juez que todos llevamos dentro se pone rápidamente a emitir sentencias. Nos invita nuestro barro, a reconocer lo amados que somos, y a descubrir la mirada de Dios que es capaz de ver tesoro en medio de tanto barro.