«Vuestra recompensa será grande» - Alfa y Omega

«Vuestra recompensa será grande»

VI Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: CNS

Antes o después todos nos encontramos con situaciones en la vida en las que aparecen el dolor y el sufrimiento, independientemente de la manera en que se manifiesten. Desde pequeños vamos asumiendo que, junto a todo lo bueno que recibimos de nuestros padres, hermanos o amigos, la vida golpea duramente a muchas personas. Los medios de comunicación se hacen eco a menudo de sucesos en los que se contempla el dolor de otros, pero corriendo con frecuencia el riesgo de considerarlos hechos inevitables que configuran la realidad del mundo en el que vivimos; como si se tratara de tópicos que a causa de su repetición pueden, en cierto modo, instalarnos en la indiferencia e inmunizarnos.

El discurso concreto del Señor

Por el contrario, el pasaje del Evangelio de este domingo no nos ubica en posibilidades lejanas de dolor, sino que nos muestra cuatro tipos concretos y cercanos de sufrimiento: la pobreza, el hambre, el llanto y la exclusión, el insulto o el odio por causa del Hijo del hombre. El Señor quiere enseñarnos con todo realismo los peligros y las oportunidades que nos vamos a encontrar en la vida. Frente a una narración meramente informativa, Jesús nos acerca a la realidad del dolor, dirigiéndonos, además, sus palabras de un modo directo, en segunda persona del plural. No trata, pues, de presentar el mal, propio o ajeno, de modo abstracto, como una mera posibilidad, sino como algo que nos atañe directamente. Nos habla en presente (los que ahora tenéis hambre, lloráis) y en futuro (vuestra recompensa será grande en el cielo). Sin embargo, no son el lenguaje o la forma literaria las novedades más destacadas del discurso del Señor a sus discípulos.

La respuesta ante una aparente contradicción

Lo llamativo de la enseñanza de Jesús es considerar como bienaventuranza aquello que el mundo tiene por maldición. Si esto es así, ¿cómo es posible llamar bienaventurados a quienes son sacudidos por la pobreza, el hambre o el llanto?, ¿pretende el Señor justificar el dolor de los que sufren? En absoluto. La defensa de todo lo que pueda originar sufrimiento al hombre es completamente contraria a la voluntad de Jesús. De hecho, hace tres domingos escuchábamos la presentación del Señor como Mesías, en la conocida escena de la sinagoga de Nazaret. Entre la misión del Mesías, tal como había anunciado Isaías siglos antes, está dar libertad a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos. Así pues, las palabras del Señor no pueden entenderse nunca como un simple intento de respaldo anímico ante el dolor o un pacto implícito con el sufrimiento de la persona. Así lo testimonian no solo las palabras de Cristo, sino también sus incontables acciones en beneficio de quienes más sufren. Para comprender con exactitud el alcance de las bienaventuranzas conviene acudir a la segunda parte del pasaje que hoy escuchamos. Ahí se nos presenta como una maldición aquello en lo que a los ojos del mundo consiste la dicha: la riqueza y el éxito social. Sin embargo, ni la posesión de bienes o el aprecio por parte de los demás constituyen en si el motivo de la condena del Señor. El Evangelio fundamenta esta censura de dos maneras: en primer lugar, desde la realidad de la vida misma. Por mucho que alguien piense que puede poseer, dominar o controlar su existencia, nadie escapa a experimentar el vacío y la angustia. En segundo lugar, quien pone la confianza en sí mismo, aunque se sienta «saciado», ya ha recibido su consuelo. En definitiva, poner la esperanza en lo provisional y superficial impide la apertura y la confianza en Dios. No se trata, por lo tanto, de poseer más o menos riqueza o de considerar la dicha en función del grado de sufrimiento, sino de elevar nuestro corazón y dirigir nuestra confianza hacia el Señor. Así nos exhortaba, siglos antes, Jeremías, cuya lectura leemos hoy: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza». También el salmo responsorial escogido para la Misa de este domingo insiste en este motivo.

Evangelio / Lucas 6, 17. 20-26

En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya habéis recibido vuestro consuelo.

¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!, porque tendréis hambre!

¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!

¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».