El mantra del laicismo - Alfa y Omega

Uno de los errores más comunes –vamos a llamarlo así, por no hablar directamente de mala intención– consiste en confundir laicismo con laicidad y, en consecuencia, desproveer al concepto de aconfesionalidad de su verdadero significado. Algunos siguen empeñados en asegurar que España es un Estado laico, mantra que demuestra un profundo desconocimiento, o una evidente mala fe. De la lectura a sensu contrario del art. 16.3 de la Constitución («Ninguna confesión tendrá carácter estatal»), se establece que el Estado español es aconfesional. Advertir que el Estado es aconfesional y no laico nos ayudará a desmontar la burda estratagema que consiste en confundir laico con laicista, para tratar de arrimar el agua al molino de quienes, en el fondo, pretenden revestir de argumentos jurídicos su manifiesta anticlericalidad.

¿Qué diferencia hay entre laico y laicista, entre laicidad y laicismo? El Estado es laico en cuanto, por exigencia de su propia naturaleza, es incompetente en cuestiones formalmente religiosas; y es laico también porque no está legitimado para entender en asuntos específicamente religiosos. El Estado es religiosamente neutro. Pero esto no quiere decir que el Estado haya de desentenderse de lo religioso. Lo resumió admirablemente, en esta misma revista –Alfa y Omega–, el catedrático de la Complutense profesor Carlos Corral: todo Estado que pretenda ser democrático debe reconocer y garantizar un sistema de libertades públicas a sus ciudadanos, entre ellas la libertad ideológica, que es la libertad para formar libremente la conciencia, la moral. Y dentro de esta libertad, la libertad religiosa, que comprende tanto el derecho a profesar y practicar las creencias religiosas que uno elija, como el derecho a recibir la formación religiosa y moral de acuerdo con las propias convicciones.

¿Qué ha ocurrido en España para confundir de manera tan artera conceptos que están clarísimos desde un punto de vista jurídico y, si me apuran, filosófico? Que la defensa de la laicidad más restrictiva ha derivado en posiciones que no se conforman en dirigir al Estado y a la Iglesia, sino que pretende negar a lo religioso sitio alguno, de modo absoluto, o al menos en el ámbito de lo público. Dicho de otro modo: propugnan un Estado que asuma como propia la opción particular laicista y la convierta en confesión estatal, con lo cual perdería su aconfesionalidad, su neutralidad y -también- su laicidad.

En lo relativo a las relaciones Iglesia-Estado, hay una frase del historiador estadounidense William Mac Loughlin que serviría para resumir este artículo: Dice así: «No debe olvidarse que el origen de la separación entre la Iglesia y el Estado no fue el de hacernos libres de la religión, sino más bien el de hacernos oficialmente libres para la práctica de la misma». Clarificador.

Queda clara la diferencia entre laicismo radical y laicidad positiva, dos conceptos antagónicos.

Un Estado que invade el ámbito de las convicciones más íntimas y privadas de la gente, que impone una moral obligatoria, se convierte en una amenaza.