«No puedo ser maestra con este odio dentro» - Alfa y Omega

«No puedo ser maestra con este odio dentro»

Tras sentir que había fracasado como mediador de paz en las negociaciones de 1999-2002, el religioso Leonel Narváez ha puesto en marcha las Escuelas de Perdón y Reconciliación por las que han pasado cerca de un millón de víctimas y victimarios del conflicto colombiano. De su mano, la Fundación SM acaba de culminar un revolucionario proyecto con las escuelas de la región más violenta del país

Ricardo Benjumea
Miembros de la FARC durante una patrulla, en Colombia. Foto: Getty Images/Álvaro Ybarra Zavala

«Me sentí un fracasado». Sociólogo formado en mediación de conflictos en Harvard y Cambridge, conocimientos que durante diez años puso en práctica como misionero en conflictos tribales en el desierto de Chalbi (entre Kenia y Etiopía), el sacerdote colombiano Leonel Narváez afrontaba su prueba decisiva como integrante del Comité Temático de negociaciones con las FARC. Tras varios intentos frustrados, las conversaciones con la guerrilla impulsadas por el presidente Andrés Pastrana parecían a punto de caramelo. Entre 1999 y 2002, Narváez llevó a cabo exitosos programas con combatientes desmovilizados. Pero la intentona se frustró. El colofón final fue el secuestro a comienzos de ese último año de un avión en el que viajaba bordo el senador Jorge Eduardo Gechem.

Pidió a su obispo un año sabático para reflexionar sobre lo ocurrido. «Me di cuenta de que, en las negociaciones, lo que se pone encima de la mesa son problemas objetivos de tipo político, económico, reparto de tierras, necesidades en educación y sanidad… Pero por debajo de la mesa había gran cantidad de cuestiones subjetivas a las que no habíamos prestado atención. Me refiero a la necesidad de comprender e interiorizar lo sucedido y de superar las rabias, los rencores personales… Uno puede negociar todos los temas importantes por encima de la mesa, pero si no resuelves esto, todo se desmorona».

Narváez –según relataba a Alfa y Omega durante una reciente visita a España– comprendió que la paz es más que ausencia de guerra. Si las personas no se liberan de los odios en su interior, el ciclo va a continuar de una forma u otra. «Vi que en El Salvador, Honduras, Guatemala, Sudáfrica o Ruanda, seguían aumentando los niveles de violencia, a pesar de haber resuelto sus conflictos».

Así fue como, en 2003, este misionero de la Consolata puso en marcha la Fundación para la Reconciliación. Leonel Narváez abandonó la alta diplomacia para dedicarse al cuerpo a cuerpo con víctimas y victimarios en las zonas rurales más castigadas por la violencia en el país. Por sus Escuelas de Perdón y Reconciliación (ES.PE.RE) han pasado unos 900.000 personas en Colombia, y la metodología se ha exportado a 21 países de América, la mayoría en América Latina. La UNESCO reconoció esta labor otorgando a la fundación su premio Educación para la Paz 2006.

Su filosofía se resume en «motivar la bondad, la compasión, porque ese es el sustrato básico de las personas». Para hacer aflorar esa humanidad, la fundación recurre a métodos a veces poco convencionales, como pedir a una joven madre que preste a su bebé durante toda una mañana a un grupo de excombatientes o de agresivos pandilleros para dejar que lo cuiden.

En estos 15 años, Leonel Narváez se ha encontrado con víctimas de las mayores atrocidades. A ese respecto no distingue entre paramilitares, guerrilla o el propio Ejército: masacres, desapariciones, violaciones en manada, confiscaciones de tierras… Él mismo ha experimentado el zarpazo del conflicto en su propia familia, con varios asesinatos de personas cercanas. O durante los diez años en los que estuvo destinado en El Caguán y el Putumayo, territorio duro de las FARC en plena Amazonia, donde llegó a entablar contacto con sus máximos dirigentes. Heridas, afirma, ante las que cada día está «más convencido» de que solo hay una vía posible de liberación para la víctima: el perdón.

«El don más excelso, el don llevado a lo hiperbólico, es el perdón de lo imperdonable», dice. «Soy sociólogo, y como científico no puedo hablar del misterio, pero realmente te das cuenta de que, cuando una persona perdona, le sale el Dios que lleva dentro. Porque Dios nos habita. Cuando yo no perdono es porque no le dejo actuar». Algo en lo que, a su juicio, la Iglesia tiene mucha responsabilidad con un discurso demasiado centrado en «la culpa, el infierno, el pecado…, y no en la misericordia sin límites de Dios». «Por mi experiencia en Colombia y en otros países con la fundación –añade–, a veces los más reacios al perdón son los sacerdotes y los obispos». «Han olvidado que el perdón, la donación de uno mismo, es el núcleo esencial del cristianismo. Todo lo demás es cosmético».

Leonel Narváez, a la derecha, durante una conferencia en Comillas junto a Javier Palop, director ejecutivo de la Fundación SM. Foto: Universidad Pontificia de Comillas

El programa con la Fundación SM

«Es que los cristianos somos muy mundanos», tercia Luis Aranguren, de la Fundación SM. «Nos va la marcha de la justicia punitiva. Aplicaríamos dos veces la pena de muerte a la misma persona si pudiéramos. Tiene toda esa componente psicológica que, ante un agravio, nos permite aflorar nuestros impulsos primitivos de venganza». Por el contrario, «a veces las personas más sencillas son las que nos pueden dar lecciones».

Esa es su experiencia tras cerca de año y medio de trabajo con maestros en la diócesis colombiana de Granada, a poca distancia de Villavicencio, donde el Papa se encontró en 2017 con víctimas y victimarios de la guerrilla y los paramilitares. El obispo local, José Figueroa, solicitó a SM formación a sus profesores, la mayoría mujeres, con el objetivo de convertirlos en «agentes multiplicadores de paz» en una zona especialmente afectada por la violencia, donde «apenas hay nadie que no haya perdido a un marido, a un hijo, a una madre… Incluidos los propios maestros».

No se trata solo de cicatrizar heridas del pasado, recalca Aranguren; es preciso actuar para frenar nuevas espirales de violencia. Solo en 2018, fueron asesinados 164 líderes campesinos en Colombia, según cifras oficiales que las ONG consideran que se quedan muy cortas. Con un nuevo presidente, Iván Duque, y buena parte de la opinión pública escépticos con respecto al proceso de paz, los logros conseguidos estos años se ven amenazados. «Zonas a las que se habían trasladado los combatientes desmovilizados de las FARC hace año y medio para reintegrarse en la sociedad están hoy desiertas. Han huido porque no se les ha ofrecido absolutamente nada. Algunos se han vuelto a la selva para rearmase no se sabe muy bien con quién».

Para aportar la metodología al proyecto, Aranguren contactó con la Fundación para la Reconciliación. Se puso en marcha un grupo inicial de unos 40 profesores de escuelas católicas, de los que pronto solo quedaron 25 voluntarios. «Es un proceso muy duro, pero también muy catártico, muy terapéutico», constata. «El cambio de actitud que he visto del inicio al fin ha sido enorme. Jóvenes, que podríamos decir aquí, macarras y vagos, con una formación muy precaria, se han liberado de experiencias traumáticas que los paralizaban, y hoy son líderes en sus escuelas».

Aranguren se encontró con casos como el de una profesora, cuyo marido había sido asesinado por los paramilitares, que reconoció: «Yo no puedo ser maestra con este odio dentro. No les puedo transmitir esto a mis alumnos».

El proceso terminó con un gran encuentro al que asistieron el obispo, varios sacerdotes y otros invitados.

«El perdón libera»

Todo proceso de perdón, dice Leonel Narváez, comienza con estas palabras: «Mi agresor es un hijo de puta». En el proceso, sin embargo, en el trabajo de grupo con otras víctimas y victimarios, se produce «un giro narrativo radical»: «Dios mío, en esto que hizo, a lo mejor no tuvo tanta culpa, porque no recibió educación, no tuvo recursos…». «El milagro se produce cuando soy capaz de afrontar mi memoria y sentir compasión por el otro, incorporar su relato al mío», de modo que «pongo fin al ciclo que de la rabia lleva al rencor, y de ahí al deseo de retaliación (venganza), las tres R». Y esto lo ha aplicado el presidente de la Fundación para la Reconciliación tanto en el conflicto armado, como en problemas conyugales. «En Bogotá me conocen como a un experto en cuernos», bromea, explicando cómo ha ayudado a muchas parejas a reconciliarse, haciéndole ver al otro «que la culpa en una infidelidad también fue en parte suya, por haber desatendido al otro cónyuge».

Afrontar la memoria, matiza, «no significa traicionar la verdad de lo sucedido», sino darle «un nuevo sentido», un proceso que, por experiencia propia, sabe que puede llegar a ser muy duro. El propio Narváez confiesa que necesita a menudo perfumarse su mano derecha. Destinado en la selva, acostumbraba a «recoger cadáveres de víctimas del conflicto de un río grande por el que pasaban muchos muertos flotando para darles cristiana sepultura», aun a sabiendas de que «nos metíamos en un problema serio con el Gobierno». Al recoger un cuerpo, «se me abrió el cerebro y se me quedaron todos los sesos en la mano. Han pasado más de 15 años, pero todavía no puedo olvidar ese olor fétido».

Un paso más allá del perdón es la reconciliación. «Quien perdona tiene un 99 % del proceso recorrido», pero además Narváez promueve encuentros de justicia restaurativa entre víctimas y victimarios, con el objetivo de que «puedan retomar una vida en común». Aunque esto «no siempre es posible». A veces, «porque el asesino es un rostro anónimo, un nombre, como la guerrilla». Y en otras ocasiones, porque «no es deseable», caso de «una niña que ha sido violada por su padre. Y aunque lo pueda perdonar, no es bueno exponerla a volver a ser agredida por él».

Con todo, quien logra perdonar «se libera, le cambia hasta la cara, deja de volverle a la memoria continuamente el daño que sufrió», rememora Luis Aranguren, de la Fundación SM, al término de un programa de año y medio que la organización española ha llevado a cabo en una de las zonas más violentas de Colombia. «El perdón –añade– es unilateral, no necesito a la otra parte. Y me sirve para poder seguir viviendo mi vida en paz».