Sólo el amor vence a la crisis - Alfa y Omega

Sólo el amor vence a la crisis

El pasado jueves, 15 de mayo, solemnidad en Madrid de San Isidro Labrador, Patrono de la capital, nuestro cardenal arzobispo, don Antonio María Rouco Varela, en la colegiata del santo, presidió la Eucaristía, en cuya homilía dijo:

Antonio María Rouco Varela
Celebración de la Misa en la solemnidad de San Isidro, en su Colegiata, el pasado 15 de mayo

La solemnidad de San Isidro nos reúne en la celebración de la Eucaristía. A la luz de la memoria actualizada y viva del Misterio Pascual del Señor, y como su fruto más precioso y valioso para el hombre y su destino y, más concretamente, para Madrid y los madrileños, es como queremos contemplar y venerar hoy al santo Patrono de Madrid.

En el códice de Los milagros de san Isidro, de Juan el Diácono, datado en 1275, se caracteriza a Isidro como «sencillo labrador, devoto de Dios y amable para con los hombres». Apenas medio siglo después de su fallecimiento, el pueblo de aquel Madrid rural y humilde recordaba así aquel vecino suyo: como un hombre extraordinariamente virtuoso y bueno. A él había acudido tantas veces, tristes y gozosas, para impetrar el favor de Dios. Muy pronto se había comenzado a propagar la noticia de sus milagros, en vida y después de su muerte. La devoción de los vecinos de la comarca y de la ciudad de Madrid al sencillo labrador no dejaría de acompañar nunca hasta nuestros días la historia humana y espiritual de sus habitantes y de sus familias. Historia que conviene renovar hoy con tanta o mayor urgencia que en cualquier época del pasado. Con la XXIV Jornada Mundial de la Juventud y con la Misión Madrid, hemos querido responder a esa urgencia con el testimonio vivo de la Buena Noticia de Jesucristo resucitado, es decir, del Evangelio de la misericordia, de la gracia, del amor y de la vida que nunca perece, ni perecerá.

La historia del Madrid de las ciencias, el arte, las letras, el deporte, la economía y la política, del servicio a la sociedad… está poblada de nombres señeros, admirados en España y en todo el mundo, pero ninguno tan popularmente famoso como el del sencillo labrador Isidro, nacido en Madrid sobre 1082, de familia mozárabe, criado de los Vargas, casado con María de la Cabeza, doncella igualmente humilde, de la localidad próxima de Torrelaguna. Más aún, la fama de san Isidro entre los madrileños crece extraordinariamente cuando Madrid, convertida en la capital de España, abre el capítulo de la historia moderna de España y de Europa. La devoción popular a san Isidro llega a su momento más álgido el 12 de marzo de 1622, al ser proclamado santo por el Papa Gregorio XV, junto con otros tres grandes santos españoles universales, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, figuras claves en la apertura de los caminos de la renovación moderna de la Iglesia; junto con el italiano Felipe Neri. ¿Cómo se puede explicar lo que habría de ser considerado como una gran y llamativa paradoja a juicio de cualquier intérprete de la Historia? La respuesta no parece admitir ninguna duda. Los madrileños apreciaron —y aprecian— la santidad de aquel humilde labrador, devoto de Dios y amigo de los hombres, por encima de cualquier otro mérito de sus conciudadanos del pasado y del presente, reconocidos con toda razón en su valor social y humano.

Isidro era un hombre profundamente piadoso. Visitaba todas las mañanas, antes de acudir a su trabajo, las iglesias de aquel primer Madrid, que acababa de recobrar la libertad de la fe cristiana. Era un buen y generoso vecino, siempre dispuesto a cumplir con sus deberes de labrador, más allá de lo estrictamente debido. Con sentimientos de una amistad nacida del amor gratuito al prójimo, que se vertería sin límites en los más pobres. ¿Cómo no recordar su delicada comprensión, sin rencor, con sus compañeros de labranza que, envidiosos, le acusan al amo de las tierras, y su determinación de mantener permanentemente abierta la puerta de su casa, con el plato puesto a diario a la mesa para el pobre que pasase por delante de ella y llamase? Amor compartido con su esposa María de La Cabeza. En la fe y amor a Jesucristo resucitado, cultivado y alimentado diariamente por la oración y la piedad eucarística, se encuentra la raíz de ese amor. San Isidro era un santo porque había llegado a la perfección de la caridad. Reconocido y venerado por el pueblo madrileño como su Patrono por ser santo. ¡Santidad y patronazgo de san Isidro, inseparables!

Madrid sigue necesitando santos.

Necesita santos la Iglesia diocesana, para ser fecunda en la evangelización de tantos ciudadanos madrileños que, o no han llegado al conocimiento primero de la fe en Jesucristo, o no han permanecido en Él. Necesita santos para que se pueda mantener firme en la fe, que justifica y salva al hombre; en la esperanza de que la vida ha triunfado sobre el pecado y sobre la muerte en la resurrección de Jesucristo; y en la caridad, en el testimonio efectivo de ese amor más grande del Redentor, que cura todos sus males, espirituales y temporales. Sin la conversión moral y espiritualmente honda al mandamiento divino del Amor, salir de la crisis —económica-social, laboral, familiar, cultural y ética—, sólida y establemente, se antoja poco menos que imposible.

La sociedad madrileña necesita santos, y la primera responsabilidad de la Iglesia diocesana, ante el Señor que nos ha de juzgar, es la de ofrecerle un campo pastoral fértil y rico en auténticos y abundantes frutos de santidad. Sí, necesitamos a san Isidro, nuestro Patrono, como un modelo de santidad, de máxima actualidad, que reclama urgentemente la situación crítica por la que atraviesan la cultura y la sociedad europea, española y madrileña. Los rasgos franciscanos que se adivinan en su vida y en la historia ulterior de su influencia espiritual sobre los fieles de la Iglesia en Madrid, han motivado que algunos de sus biógrafos hablen de él y de su tiempo como un preludio de san Francisco y del franciscanismo. Venerarlo equivale a sentirse llamado a imitarle y a invocarle como intercesor. San Isidro oró con frecuencia en la iglesia de Santa María situada en la almudena -alcázar y ciudadela- de aquel Madrid urbano, heredado de la cultura del Islam. Vivió y murió como un hijo y fervoroso devoto de la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra. ¡Que Él interceda para que los católicos de Madrid sepamos vivir y morir, imitándole a él en su sencillez evangélica, como hijos y devotos fervientes de Nuestra Señora, la Virgen de La Almudena!