El cura abuelo al que Dios ensanchó la espalda - Alfa y Omega

El cura abuelo al que Dios ensanchó la espalda

La Primera Comunión de un niño es siempre un momento muy especial. Pero para Lucas, además, su Primera Comunión ha tenido un componente aún más emocionante: el sacerdote que le dio a Jesús Eucaristía por primera vez, el pasado 10 de mayo, era su abuelo Gerardo, que ya había bautizado a otros tres nietos, dado la Primera Comunión a otros dos, e incluso casado a uno de sus hijos. Una historia tan inusual como impactante

José Antonio Méndez
Lucas y su abuelo don Gerardo, después de haber recibido su Primera Comunión

Cada niño que, en este mes de mayo, reciba por primera vez la Eucaristía, podría contar un relato especial y emocionante de ese día. A fin de cuentas, Dios escribe su historia irrepetible en cada uno… Sin embargo, la Primera Comunión de Lucas ha contado con ingredientes excepcionales y atípicos. Porque, cuando, el pasado 10 de mayo, recibió por primera vez el Sacramento, en la parroquia Virgen del Camino, de Collado Villalba, el sacerdote que le llevó hasta Jesús Eucaristía fue su propio abuelo, don Gerardo Nieto. Que, por cierto, ya ha bautizado a tres nietos, dado la Comunión a otros tres, e incluso ha casado a uno de sus cinco hijos.

A sus 70 años, la vida de este cura abuelo es digna de ser contada, y él lo hace encantado durante casi dos horas, «porque Alfa y Omega es un medio serio y los lectores van a saber entender estas cosas». Por estas cosas, claro, se refiere a «las cosas del Señor, que sólo Él sabe por qué las hace y por qué elige los caminos que elige».

Un error providencial

Don Gerardo se educó con los Hermanos de La Salle y, «con 12 años, me di cuenta de que quería ser como ellos». Por eso pidió ingresar en el noviciado que tenían entre Griñón y Granda, donde pasó 5 años. Cuando sólo le faltaban dos meses para profesar los votos temporales, un cuadro de arritmias llevó a los médicos a diagnosticar erroneamente una cardiopatía. «Entonces, los religiosos pensaron que la consagración no era para mí, porque no iba a poder soportar la vida sacrificada que, en esos tiempos, ellos querían vivir. Así que, cuando vi que, con 17 años y sin ni siquiera el Bachillerato, me mandaban a casa, yo me quería morir». El tiempo mostró hasta qué punto aquel diagnóstico equivocado iba a ser providencial.

Gerardo se puso a trabajar en una oficina, «pero el ambiente no era cristiano, así que me puse a estudiar Bachillerato nocturno para hacer la carrera de Derecho». Eran los años del Concilio, cuyos progresos seguía con interés. «En cuanto pude, me hice animador de liturgia en mi parroquia, porque para mí era lo más importante: leer la Palabra de Dios, cuidar la celebración, cantar los salmos…». También empezó a tener contacto con nuevas realidades como la Legión de María y el Opus Dei, y terminó por recalar en Acción Católica, desde donde iba a visitar enfermos. Como los chicos y las chicas realizaban las actividades por separado, su grupo de amigos y amigas constituyó una asociación «para rezar juntos y seguir visitando enfermos…, y también para hacer guateques y capeas». Fue allí donde conoció a Carmen, con quien se casó años después.

A esas alturas ya era abogado, y aunque su familia le hacía feliz y vivía la fe con su mujer, «notaba que, poco a poco, me estaba alejándo de Dios».

1992 fue un año clave: en primavera conoció la Obra de la Iglesia, la familia eclesial fundada por la Madre Trinidad, «y vi que este era el sitio donde volver a enriquecer mi vida con Cristo, que era para mí un signo del Espíritu». Pero pocos meses más tarde, a Carmen, que sólo tenía 47 años, le diagnosticaron Alzheimer. El camino del calvario acababa de empezar para ambos. «El Alzheimer es una enfermedad durísima y con mil caras. Y ver sufrir a tu mujer es…». La voz quebrada hace innecesario acabar la frase.

De la turbulencia, a la paz

En medio de las turbulencias, que incluía la lucha contra los cambios de humor, la incomprensión y, más tarde, contra las escaras y otras penalidades («le he limpiado más cacas a mi mujer que ella a nuestros cinco hijos», dice con ternura), Gerardo contaba con la ayuda de sus hijos y sus nueras, y sobre todo, «con la de Dios que, cuando te permite cargar su cruz, te ensancha las espaldas para que puedas llevarla». Gerardo cuidaba de Carmen y trabajaba, pero también sacaba tiempo para, cada día, ir a Misa y dedicar media hora a la oración. Incluso él mismo superó un cáncer de próstata. En uno de esos ratos con el Señor, en 2001, sintió un profundo deseo, «que era imposible, y tan raro como si me pidieran vestirme de payaso: Dios quería que me formase para ser sacerdote». Tras un tiempo de lucha interna y discreto acompañamiento espiritual, optó por estudiar teología, sin dejar de trabajar, ni de cuidar a su mujer. 6 años después, en 2007, a 15 días de sus exámenes finales, Carmen llegaba a la Casa del Padre. El lógico dolor dio paso «a una paz profunda» y, un año después, recibía la ordenación como sacerdote de la Obra de la Iglesia.

Su caso, él lo sabe, es excepcional. Pero gracias a su recorrido vital, ahora, «puedo ayudar a otras personas a encontrar paz; además, antes era abogado de pago y ahora soy abogado ante Dios, y gratuito, para todas las almas; y mi familia, que me quiere y está feliz con mi vocación, siento que se ha ampliado, porque hay más almas a mi cuidado». Además, «celebrar los sacramentos de mis hijos y de los hijos de mis hijos, como la Primera Comunión de Lucas, que es el más especial y espiritual de mis nietos, es una alegría, aunque para mí tampoco es tan importante: mi vida, ahora, es llevar a Dios a los demás, para darle gloria a Él y dar vida a las almas».