«Misericordia y conversión» - Alfa y Omega

«Misericordia y conversión»

III Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
El viñador y la higuera. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York

Nos adentramos en el corazón de la Cuaresma de un ciclo litúrgico, el de Lucas, dominado por la llamada a la conversión del hombre, como respuesta a la misericordia del Señor. Durante los dos primeros domingos de este tiempo, los Evangelios de todos los años nos sitúan ante las tentaciones del Señor en el desierto, el primer domingo, y frente a Jesús transfigurado en el monte Tabor, en el segundo. A partir de este domingo cada ciclo sigue su propio itinerario. En concreto, Lucas quiere presentar a Jesús como quien mejor refleja el rostro misericordioso de Dios. Y esto no sucede únicamente en los pasajes de la vida pública, como los que escuchamos durante la Cuaresma, sino ya desde la misma infancia del Señor: la misma Encarnación del Hijo de Dios aparece como muestra de la «entrañable misericordia de nuestro Dios», conforme descubrimos en el canto del benedictus o según se nos ha transmitido, con palabras de María, en el magníficat.

«He visto la opresión de mi pueblo…»

La historia de la salvación, que durante estos días nos es mostrada en sus puntos centrales, se detiene este domingo en Moisés subiendo a Horeb, la montaña de Dios. En la célebre escena de la zarza ardiente, que no se consumía, el Señor se manifiesta como «el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el dios de Isaac, el Dios de Jacob». La alusión a los patriarcas no pretende solo poder reconocer a Yahvé como el mismo Dios al que habían adorado sus mayores, sino, sobre todo, poner de relieve que estamos ante un Dios personal, que establece relación con el hombre. Frente a la imagen deísta de un Dios desentendido de los problemas humanos, la Biblia ofrece la visión del Señor ligado a un pueblo concreto. Este vínculo, además, no es abstracto, sino que quiere aliviar los sufrimientos y la opresión, eliminando todo aquello que impide esta finalidad.

La situación que le exponen al Señor en el Evangelio no difiere demasiado de la opresión que se vivía en Egipto antes de la liberación de manos del faraón. Aunque las circunstancias han cambiado, Israel se halla ahora a merced del ejército romano. Sin embargo, no todo el sufrimiento es provocado directamente por la maldad humana. Este es el caso de los que perecen aplastados por la torre de Siloé. Con todo, el Evangelio no pretende, en primer término, desvelar el origen del sufrimiento humano, sino fomentar la conversión del hombre. La parábola con la que concluye el pasaje evangélico de este domingo condensa la llamada a un cambio de vida. No se trata solo de hacer obras de misericordia, respondiendo a lo que Dios hace por nosotros. No se pretende únicamente que observemos, en particular durante la Cuaresma, el ayuno, la oración y la limosna. Para dar realmente frutos hace falta un cambio radical en la persona, que nace del reconocimiento del propio pecado, pues quien no se considera pecador difícilmente podrá abrirse a Dios y a su misericordia.

El tiempo de Dios y nuestro tiempo

La parábola de la higuera puede causar la impresión de que aborda la cuestión de la paciencia de Dios. Con la petición «Señor, déjala todavía este año», parece que se coloca el foco de atención en el momento en el que Dios va a intervenir, una vez que su aguante haya finalizado. Sin embargo, no escuchamos aquí la respuesta del Señor a la solicitud del viñador. Porque Jesús no pretende fijar unos límites a la paciencia de Dios, sino hacernos conscientes de que Dios nos otorga un tiempo para dar unos frutos determinados. Ese es el tiempo de nuestra vida; un camino que tiene un comienzo y un fin. Ojalá aprovechemos también estos días concretos de Cuaresma para considerarlos como un período de gracia y de paso del Señor por nuestra vida, donde tenemos la oportunidad de responder a la misericordia de Dios con una conversión profunda, es decir, con un verdadero cambio de vida.

Evangelio / Lucas 13, 1-9

En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos 18 sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».

Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».