«La paz del Resucitado» - Alfa y Omega

«La paz del Resucitado»

II Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo
La incredulidad de santo Tomás. Mosaico de la iglesia de la Natividad de Belén. Foto: CNS

Sin duda alguna, el hecho de que Jesucristo resucitó verdaderamente ha determinado la historia del hombre. Durante estos días toda la celebración litúrgica, y especialmente la Palabra de Dios, relata la presencia del Señor vivo entre ellos, tras haber padecido y haber sido sepultado. En concreto, hoy se nos narra el pasaje en el que, por dos veces, Jesús se aparece en el Cenáculo a sus discípulos: al anochecer del primer día de la semana y una semana después. Como sabemos, las alusiones al primer día de la semana constituyen la nota típica temporal de las reuniones de las primeras comunidades cristianas, debido a que el domingo fue el día del encuentro con el Señor resucitado. De hecho, a pesar de la gran importancia que la piedad popular da en nuestra tierra a los misterios de la Pasión y Muerte del Señor, en infinidad de lugares se celebran las llamadas procesiones del encuentro con el Señor resucitado. Así pues, desde los albores del cristianismo, se quiso insistir en el comienzo de un culto nuevo y distinto de las costumbres judías. Desde el punto de vista del estudio histórico, esta es una prueba firme de la Resurrección del Señor, porque solo un acontecimiento realmente relevante y extraordinario podía inducir a los primeros discípulos a desplazar el culto del sábado por el del domingo.

«Paz a vosotros»

Con estas palabras, el Señor se presenta y se dirige a quienes estaban congregados en el Cenáculo al anochecer del primer día de la semana. La paz es uno de los conceptos que pueden ser utilizados para referirse a múltiples realidades. La acepción más común es la que indica una situación de ausencia de lucha armada o bien la relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos. Ciertamente, el deseo del Señor al saludar a sus discípulos tras resucitar no se opone a estos significados comunes. Sin embargo, hay algo que distingue la paz que Jesucristo ofrece de la meramente humana: la paz es un don de Dios y, más en concreto, del Señor resucitado. Ciertamente, las menciones navideñas a la paz no ignoran que Jesucristo, Rey de la Paz, viene a traer la paz a los hombres. Sin embargo, se olvida a menudo que la paz es también el gran don del Señor resucitado. Jesús ha vencido al mal y a la muerte y, como consecuencia, la paz que ofrece es consecuencia de una victoria. Dicho de otra manera, con el saludo «paz a vosotros» Jesús va más allá de la cordialidad, cortesía o la sincera expresión de unos buenos deseos hacia sus discípulos. Con esta fórmula está revelando que su triunfo tiene también como beneficiarios a los hombres. No será la única gracia del Resucitado. El Evangelio alude a otro fruto: la alegría de los discípulos al ver al Señor. Y el Espíritu Santo es igualmente señalado como consecuencia de la Pascua del Señor.

La confirmación de una identidad

Si el domingo pasado el principal indicio de la Resurrección del Señor era la imagen del sepulcro vacío, este domingo tenemos otro signo: a Jesús se le reconoce por las huellas de su pasión. De no ser porque el Evangelio lo refleja, nadie hubiera pensado en Jesucristo triunfante con signos de sufrimiento y debilidad. Sin duda, el Señor quiere insistir en que la Resurrección no ha borrado la Pasión y la Muerte, sino que estas adquieren ahora su verdadero significado. Las llagas confirman que están viendo de nuevo al mismo que padeció y murió: no se trata ni de un fantasma ni de una alucinación colectiva de los apóstoles. En el cuerpo ahora glorioso del Señor resucitado se muestra que se ha culminado lo que comenzó en la Encarnación y que el Jesús no se ha ahorrado ningún paso ni ha fingido absolutamente nada.

Evangelio / Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:

«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.