El cuerpo de Cristo - Alfa y Omega

La celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús nos ha llegado, como siempre, en este mes de abril dubitativo. Este es el mes de abril que T. S. Eliot convirtió en metáfora de la memoria y el deseo, de la avidez por el cambio y el temor a la consumación, de la sustancia del tiempo y la intuición de la eternidad. El mejor de los poetas de lengua inglesa del siglo XX contempló la brutalidad de la transformación de la tierra cuando la primavera rompe sus entrañas, cuando el aire se llena del olor a vegetación húmeda y del gesto de la luz aún imprecisa, aún entornada, como si recordara sus tonos afligidos en invierno. Y arrancó uno de los libros fundamentales de la lírica de nuestro tiempo afirmando: «Abril es el mes más cruel».

Esta calidad de tránsito, de perfeccionamiento, de travesía vital hacia la plenitud, es lo que sentimos al conmemorar los días terribles y esperanzados en que Jesús emprendió el camino de su sacrificio ejemplar y necesario. Escogió el sendero de una muerte espantosa porque era el que conducía a la redención de los hombres. Eligió asumir el dolor de una penitencia que sanaba nuestra alma envilecida por el pecado, renovando la alianza nueva y eterna entre el Padre y sus criaturas. Eligió con libertad y con angustia, con sentido de la obediencia y con una profunda responsabilidad hacia nosotros, hacia nuestra posibilidad de salvación. Sufrió una devastadora agonía para que la cruz fuera el testimonio de su compromiso permanente con los hombres . Tal abrumadora muestra de abnegada compasión por nuestro destino, tan dolorosa manifestación de amor, había de levantar un grito de emancipación que no han podido silenciar las persecuciones totalitarias, la indiferencia del relativismo o la sectaria arrogancia de los laicistas posmodernos.

En efecto, 20 siglos después, la buena gente renueva su fe ante las imágenes de la Pasión. Quizás haya quedado al margen, oscurecida por las atroces representaciones del martirio o la gloria de la Resurrección, aquella cena de Jesús con sus discípulos en la que se nos proporcionaron las palabras y el sentido del sacramento de la Eucaristía. Es el que ocupa, entre todos, una perspectiva más rotunda de la continua presencia de Dios en nuestra vida, y el que exige una fe más atenta a ese momento final de la existencia de Jesús, cuando hizo de su cuerpo y de su sangre el espacio de integración del Padre y sus criaturas.

Para algunas confesiones cristianas, la Eucaristía es solo una conmemoración ritual que recuerda con la máxima solemnidad un episodio de la vida de Jesús. Los teólogos debatieron durante siglos sobre el carácter profundo de esta celebración, llegando a negar que Dios volviera a estar presente en la sagrada forma, y considerando que la liturgia únicamente representaba lo sucedido hace 2.000 años. Los católicos creemos que, en verdad, Dios está en la celebración del sacramento, que lo contempla y lo acoge. Pero también creemos que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Creemos que en cada lugar y momento en que se realice, la Eucaristía supone la transubstanciación: la conversión de la materia, la acción transformadora del Espíritu, la plenitud de la presencia del Señor en nuestras manos.

No existe modo alguno de dar pruebas físicas de ello, ni habremos de argumentar sobre una base puramente racionalista. Nuestra fe no lo pretende. Es un misterio abrumador que exige la entrega absoluta de nuestro amor a Dios para recibir la manifestación perfecta de su amor por nosotros. Porque recibimos hace más de 20 siglos la entrega absoluta de su Hijo, su martirio supremo, su agonía en la cruz y sus palabras últimas, lanzadas con su voz desgarrada hacia la historia de la humanidad. Aquel acontecimiento que rompió en dos la experiencia de los hombres en el mundo no existió para ser objeto de argumentación, sino para vivir para siempre en el espacio personal y trascendente de la fe.

Y allí sigue, exacta y permanente, esa Última Cena de Jesús y sus discípulos. Sabemos que no somos dignos, pero que una sola palabra bastará para salvarnos. Tomamos en nuestra boca la hostia consagrada, nos recogemos cerrando los ojos para sentir una vez más el milagro y el misterio, la abrumadora constancia de nuestro compromiso y la sensación casi orgánica de nuestra plenitud. Una impresión de bienestar, de serenidad y de profunda compasión nos repliega sobre nosotros mismos. Como si la obra entera de la Creación nos asignara un lugar, como si el aliento de Dios respirara en nuestros labios y se dispersara en nuestro cuerpo. Como si nuestro corazón se derramase y tendiera el pulso de nuestra sangre hacia esa totalidad que nos envuelve, santificada y perfecta por la presencia del Señor. Como si nuestro espíritu se elevara y emprendiera el rumbo de un sueño infinito, tratando de fundirse en la mirada del Padre. Cuando alzamos de nuevo la nuestra, acabada la celebración, sabemos que Jesús ha estado con nosotros, que ha entrado en nuestra humilde morada, que ha vuelto para darnos conciencia de la eternidad prometida, de la vida constante más allá de la existencia. La vida obtenida a través de su muerte. De la resurrección posible a través de su Resurrección.