El Buen Pastor - Alfa y Omega

El Buen Pastor

IV Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo
El Buen Pastor (detalle). James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York (Estados Unidos)

No solo el Evangelio, sino también las oraciones de la Misa de este domingo se centran en Jesucristo como Buen Pastor. A pesar de la brevedad del pasaje evangélico que la liturgia nos ofrece en este cuarto domingo de Pascua, nos encontramos ante un texto de una enorme densidad y profundidad. De las distintas imágenes que se emplean en la Biblia para hablar de Jesús, tales como Cordero, Señor, Rey, Piedra Angular, Hijo del hombre o Siervo, probablemente sea la de Pastor la que mejor expresa la relación entre Jesucristo y los hombres. Se trata de una figura central en la cultura semítica, y, si bien durante los últimos años ha perdido relevancia por el cierto declive de la cultura agrícola y ganadera en nuestra sociedad, todavía hoy se reconoce la imagen del pastor que guía a las ovejas.

Para el pueblo judío, en los tiempos mesiánicos un descendiente de David, que era pastor, sería el pastor y guía de Israel. Además, el Evangelio emplea el calificativo de «bueno» para referirse a este pastor. De este modo, san Juan utiliza el mismo término que para referirse al vino «bueno» de las bodas de Caná; un adjetivo únicamente empleado en el cuarto Evangelio para aludir a Jesús y a su misión en los tiempos mesiánicos.

El Pastor que da la vida eterna

Si de algo tuvieron conciencia las primeras comunidades de cristianos tras la Muerte y Resurrección del Señor es de que Jesucristo estaba vivo y que, por lo tanto, la muerte había sido vencida definitivamente por Él. En ese momento cobraron especial relevancia las palabras pronunciadas tiempos antes por el Señor referidas a nosotros como sus ovejas: «yo les doy la vida eterna». La vida eterna es la vida verdadera, la vida sin ocaso y llena de sentido que el Señor ofrece a quienes escuchan su voz. El ofrecimiento de la propia vida es una de las ideas que mayor fuerza tienen en la misión del Señor; un concepto que vincula de modo privilegiado la existencia de Jesús con su sacerdocio: es sacerdote el que ofrece un sacrificio y, por eso precisamente, la Sagrada Escritura y la liturgia de la Iglesia han subrayado siempre la dimensión sacerdotal de Jesucristo, quien ofrece, entrega y dona su vida para que nosotros tengamos vida. Por tanto, la función pastoral, de cuidado de las ovejas, y la sacerdotal, de entrega de la propia vida, no aparecen confrontadas, sino unidas en la persona del Señor.

«Yo las conozco y ellas me siguen»

San Juan concluye este pasaje con la afirmación «yo y el Padre somos uno», indicando, de este modo, la intimidad que existe entre ellos. Puesto que donde hay unidad existe conocimiento y amor, el Señor propone la relación entre él y sus seguidores como un vínculo con este carácter. Se supera, incluso, con ello otra relación habitual en el Evangelio: la del maestro y los discípulos. No se trata ya solo de una familiaridad en el trato, ni siquiera únicamente de convivencia externa prolongada en el tiempo. Lo que el Señor propone incide en el plano más íntimo de la persona. Se propone una vinculación fundamentada en la confianza y amor recíproco, y posibilitada únicamente por el don de Dios, que atrae a todos hacia Él.

La escucha y el seguimiento

Ciertamente, la participación en esa vida eterna propuesta por Jesucristo no se realiza por el solo ofrecimiento del Señor. Para disfrutar del nuevo modo de existencia se requiere la puesta en juego de la voluntad: la escucha y el seguimiento. Los Hechos de los Apóstoles, en efecto, nos presentan este domingo un pasaje en el que los judíos de Antioquía de Pisidia rechazan la vida eterna predicada por Pablo y Bernabé, mientras que los gentiles la aceptan. Así pues, la vida eterna es una propuesta universal que tiene como destinatarios a personas «de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas», siendo necesaria la docilidad a la acción de Dios y la respuesta con decisión a los dones de fe, esperanza y caridad.

Evangelio / Juan 10, 27-30

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».