Mi encuentro con Vanier - Alfa y Omega

Mi amigo periodista me animó a echar un vistazo sobre el montón de libros recibidos en la redacción. Entre ellos había uno que no era una novedad editorial, Los signos de los tiempos. Siete palabras para la esperanza de Jean Vanier, pero lo tomé solo por su título. El autor era el fundador de la Federación Internacional de las Comunidades de El Arca, que atienden a personas con discapacidad intelectual. Caí entonces en una suposición preconcebida: un libro de testimonios sobre la labor de la organización, una relación de actividades caritativas. Me equivoqué, porque pocos cristianos están libres de la tajante separación entre vida activa y contemplativa. Sin embargo, quien cultiva la vida interior, quien trata habitualmente al Maestro en el Pan y la Palabra, se siente llamado a ir al encuentro de los otros. No se queda en esa visión aplanada de la vida cristiana: la de un conjunto de devociones, mezcla de afectos y agobios, que nos aísla en un cenáculo de ensueños en el que Dios termina por no estar presente, como en todo lugar en el que las puertas están cerradas por el miedo.

El Papa Francisco elogiaba a Jean Vanier tras conocer la noticia de su fallecimiento, por haber sabido acoger a los despreciados y descartados por el mundo. En efecto, Vanier promovió toda su vida esa cultura del encuentro que tanto gusta al Pontífice.

Al leer su libro caí en la cuenta de que no sabemos comprender qué es el encuentro, otro de los signos de los tiempos que debemos asimilar. Vanier rechaza que sea un ejercicio de poder o una demostración de generosidad en la que se busca hacer bien a otro. Tiene razón porque eso es un concepto muy pobre, como dar unas migajas de nuestra bien nutrida mesa, material o intelectual, para a lo mejor ensimismarnos en una satisfacción efímera. Antes bien, «un encuentro requiere una humildad real y una pobreza profunda. Estar presente ante el otro, escucharlo y mirarlo con respeto y atención, hace posible recibir algo a cambio».

Todo auténtico encuentro lleva a una comunión entre los corazones. Es asumir que nosotros también somos débiles. El cristiano no es un filántropo autosuficiente. Es una persona capaz de sonreír o de llorar. Al admitir sus debilidades, reconoce que necesita de los demás y eso le lleva a salir a su encuentro. Vanier hablaba del «sacramento del encuentro», algo que me recuerda a «la liturgia del prójimo» del beato Vladimir Ghika. El verdadero encuentro lleva a la amistad, y quien lo practica con los más necesitados, física o espiritualmente, es, sin duda, amigo de Dios.