Una nueva etapa evangelizadora - Alfa y Omega

Esta semana tuve una conferencia en el Club Siglo XXI sobre Retos y propuestas del Papa Francisco. No voy a repetir lo que allí dije, pero sí quiero profundizar en esta nueva etapa de la historia de la Iglesia, que, como lo hizo en todas las épocas de la historia, sigue las huellas de Jesucristo y se encarna en las diversas situaciones de los hombres, dando respuesta y luz. No podemos ignorar esta etapa que se inicia en el Concilio Vaticano II y que los Papas, san Juan XXIII, san Pablo VI, Juan Pablo I, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, impulsan con todas sus fuerzas desde su ministerio. En Madrid estamos preparando un nuevo plan de pastoral que llamamos Plan Diocesano Misionero, que enlaza con el Plan Diocesano de Evangelización, en el que todos los que quisisteis, después de reflexionar y orar en los grupos, compartisteis las prioridades pastorales en estos momentos que vive la Iglesia que camina en Madrid. Mayoritariamente surgieron tres retos: familia, jóvenes y presencia social de los cristianos en el mundo.

Durante este año pastoral hemos vivido un tiempo de cercanía a la Virgen María. Prediqué 24 catequesis en las vicarías territoriales, tres en cada una de ellas, y miles de personas visitaron a la Virgen de la Almudena en la catedral. Todas las vicarías territoriales hicieron una peregrinación al templo, por el que también han pasado movimientos apostólicos, asociaciones de laicos de las diversas congregaciones religiosas, cofradías, colegios con sus alumnos y profesores, y otras instituciones que han querido tener un encuentro con la Virgen María. En estos momentos, estamos viviendo los últimos días del Año Jubilar Mariano, que ha sido una gracia y que hemos vivido pidiendo a la Santísima Virgen de Almudena que nos diese luz, para aprender de Ella cómo ser auténticos discípulos misioneros. Puedo decir que ha sido un año de mucho trabajo e intenso, pero lleno de gracia.

En los tres años del Plan Diocesano Misionero que estamos programando se tratarán y se tomarán decisiones sobre los tres temas planteados por el Pueblo de Dios. Este tiene la fuerza que le da el Espíritu Santo para ver y acometer la misión. Me agrada recordar unas palabras del Papa san Juan XXIII en la constitución apostólica de convocatoria del Concilio Vaticano II: «La Iglesia ve en nuestros días que la convivencia de los hombres, gravemente perturbada, tiende a un gran cambio. Y cuando la comunidad de hombres es llevada a un nuevo orden, la Iglesia tiene ante sí una tarea inmensa, tal como hemos aprendido que sucedió en las épocas trágicas de la historia. Hoy exige a la Iglesia que inyecte la virtud perenne, vital, divina del Evangelio en las venas de esta comunidad humana que se gloría de los descubrimientos recientemente realizados en los campos técnico y científico, pero que sufre los daños de un ordenamiento social que algunos han intentado restablecer prescindiendo de Dios». Y luego, con motivo de la cuarta y última sesión del Concilio, san Pablo VI decía así: «La Iglesia de nuestro Concilio amaba –así se dirá–; amaba con corazón misionero. A nadie se le oculta que este Sínodo sacrosanto ha ordenado, a todo hijo de la Iglesia católica recto y probo, ser apóstol y cómo le ha ensanchado el corazón el afán apostólico para abrazar a todos los hombres de cualquier raza, a todas las naciones, a todo género de ciudadanos».

Siguiendo las huellas de sus predecesores, el Papa Francisco nos ha entregado un programa que podría resumir así:

1-. Hemos sido invitados a ser protagonistas de una nueva etapa evangelizadora: Vivimos un giro histórico, un cambio de época generado por enormes cambios cualitativos y cuantitativos acelerados. Si el Señor nos ha dado su Vida, nosotros como Él la acrecentamos dándola, no guardándola. Precisamente por eso, todos los discípulos de Cristo tenemos una llamada a la misión, hemos de realizar una salida misionera. Es una salida que hemos de hacer todo el Pueblo de Dios que tiene muchos rostros, pero en el que todos hemos de asumir hasta las últimas consecuencias que somos misioneros. Pero hemos de hacerlo como los primeros cristianos, que, como hemos visto esta Pascua en la lectura continua de los Hechos de los Apóstoles, se involucraron, acompañaron, dieron frutos y celebraron cada pequeña victoria. ¡Qué belleza tiene el descubrir cómo Jesucristo nos hace una llamada hacia una perenne reforma, a vivir una acción misionera de conversión personal y de las estructuras en las que vivimos y desde las que anunciamos! Tenemos el deber de entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma. Esto pertenece al corazón del Evangelio. Para la misión hemos de concentrarnos en lo que es esencial. No nos entretengamos en cuestiones secundarias, asumamos el espíritu que la exhortación apostólica Evangelii gaudium nos presenta. No es un tratado de evangelización ni lo pretende, sino que nos ofrece unas líneas de aliento y orientación. Nos invita a confesar la fe con un compromiso social y desde cuatro principios: el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea, y el todo es superior a la parte.

2-. Tomemos las riendas de un desafío urgente como es proteger la casa común. El Papa Francisco asume con todas las consecuencias que con la cuestión ecológica cobra vigor. Como señalaba con gran acierto el Papa Benedicto XVI en Caritas in veritate, «hoy la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (n. 75). Si pretende un enfoque integral, lo ecológico precisa ser contemplado desde lo antropológico. De ahí la importancia que adquiere una concepción del ser humano adecuada que evite unilateralismos. La «conversión ecológica» requiere «salvaguardar las condiciones morales de una auténtica ecología humana». En términos del Papa Francisco, «no habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología. Cuando la persona humana es considerada solo un ser más entre otros, que procede de los juegos del azar o de un determinismo físico, “se corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de responsabilidad”» (LS 118). Volvamos a poner en el centro al ser humano, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Se hace cultura del descarte cuando olvidamos quién, qué y para quién está el ser humano en la Tierra.

3-. Construyamos la cultura del encuentro y ocupémonos de la santidad, la familia y los jóvenes. Dios es el fundamento de la cultura del encuentro, nosotros somos un pálido reflejo del amor de Dios. Y para hacer y construir esta cultura que Dios quiere que hagamos los hombres, es necesario que acojamos este amor, hemos de entender que «Deus caritas est» (1 Jn 4, 16). Y Dios es Dios siendo Amor que sale a nuestro encuentro. Como nos dice el Papa Francisco, «solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de nuestro ser más verdadero» (EG 8). ¡Qué fuerza tiene el amor de Dios! Es universal, centrífuga, expansiva, desbordante y abierta. Y solamente quien cree que Dios es Amor es capaz de amar al prójimo, sea quien sea, bueno o malo, amigo o enemigo, y descubrir en él el rostro de Cristo: «Amaos como yo os he amado». Pero también es necesario el amor con uno mismo, «como a ti mismo» (Mt 22, 39 y ss). Lo que quiere decir el Señor es que necesitamos querernos, aceptarnos como somos y también tenemos que cuidarnos; sabernos anclar en la experiencia de Dios para, de este modo, ser diligentes y cuidadosos con los demás. También hay una caridad política, lo expresa muy bien Benedicto XVI cuando dice que «la Iglesia no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia», porque «el amor –caritas– siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa».

El Papa Francisco nos ha mostrado las grandes ocupaciones que debe vivir la Iglesia y cada uno de nosotros. Nos invita en estos momentos de la historia a ser santos, es decir, hombres y mujeres que asumimos un carnet de identidad en el que, por una cara nos identificamos viviendo las bienaventuranzas con el rostro de Jesús y, por la otra cara, encontramos el capítulo 25 de san Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y en la cárcel y me visitasteis». También nos invita a ocuparnos de la familia, que parte de una premisa: el matrimonio es una realidad de amor y el amor crece, se consolida y se profundiza; es una realidad dinámica cuyo crecimiento acompaña la gracia sacramental. En esa entrega nacen los hijos fruto de un amor dinámico que engendra vida. Pero también desea que nos ocupemos de los jóvenes regalándoles un anuncio de Cristo claro y sin glosas: Dios es amor, Cristo te salva, Él vive y por eso puede estar presente en tu vida siempre y darte luz y vida. Y el Espíritu te da vida y te hace entrar más y más en el corazón de Cristo. Mantén dos líneas al lado de los jóvenes: la búsqueda, y fiarte de su protagonismo y del crecimiento que suscitan en ellos grandes experiencias, acompañándolos en el camino de maduración.