El envío misionero - Alfa y Omega

Siempre es emocionante salir del espacio de confort, de lo conocido, de la gente que forma parte de la familia de fe. Como le dijo el Señor a Abrahán: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición» (Gn 12,1-2). En esta ocasión tuve el gran regalo de poder ir a Málaga.

Me enviaron a dar charlas pascuales. Me hizo ilusión, porque estoy acostumbrado a las charlas cuaresmales. Y es verdad que la Cuaresma es un tiempo que destinamos a preparar el corazón para la conversión. Pero la gran novedad de la misión en Málaga era vivir la predicación para aprender a vivir resucitados. Tenemos que dedicar la misma intensidad para reconocer el pecado que nos habita que para mirar cómo disponer los talentos para que la buena noticia de la Resurrección alcance más espacios de nuestra vida.

Una cosa que se pone en evidencia es que nos es más fácil mirar lo negativo de nosotros mismos y de los demás que el caudal de virtudes y talentos para compartir. Nos regodeamos en la culpabilidad, pero nos da mucha más pereza levantarnos de nuestra postración y salir alegres al encuentro de los demás. Eso pone en evidencia lo peligrosa que puede ser la espiritualidad cuando no se pone al servicio de los demás. Jesús le dice a Magdalena: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).

Es peligrosa la tendencia a refugiarnos frente al Señor, el quererlo atrapar y retener afectivamente en tantas oraciones y huir del compromiso y de la comunidad. La fe no puede servir para alejarnos del contacto con los hermanos. En Málaga experimenté cómo el Señor caminaba conmigo, me explicaba las Escrituras y partía para nosotros el pan. Y el resultado es el de siempre: un corazón ardiente que llamea al ver las vidas que se unen.

El envío duró apenas 24 horas, fue ir y volver, pero transformado. Ya hay una lista enorme de nombres escritos en mi corazón por los que orar, a los que agradecer la alegría de sentirnos familia de Dios.