Tejedores de la unidad en la Iglesia - Alfa y Omega

En este mes de junio en el que toda la Iglesia vive y mira de un modo especial a Jesucristo en su Sagrado Corazón, tiene una hondura especial el ser tejedores de la unidad y compartir el deseo del Corazón del Señor. Lo confirmé el lunes, cuando visité el Centro Ecuménico impulsado por don Julián García Hernando y pude compartir la vida y acción de las Misioneras de la Unidad.

En mi recorrido por el centro, recordé los diversos encuentros que ha habido de los cristianos, unos más lejanos y otros cercanos a nosotros. Con este tipo de encuentros, san Pablo VI, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco, todos sucesores de Pedro, nos han invitado a dejarnos interpelar, como ellos mismos lo hicieron en primera persona, para ser promotores de la causa del ecumenismo. Siguen así las huellas que nos marcó tan bellamente el Concilio Vaticano II, que tenía entre sus «propósitos principales» el de «promover la reconstrucción de la unidad entre todos los cristianos». Los últimos Papas se han dirigido a todos los cristianos con un saludo cordial en Cristo, único Señor de todos.

Para el Papa Francisco, los encuentros son particularmente significativos, pues le permiten decir a todos con sencillez, desde una reflexión profunda, con palabras, obras y gestos: «Sigamos adelante con esperanza». Quiere reafirmar el compromiso irreversible que asumió el Concilio Vaticano II. Desea con todas sus fuerzas que se cumpla y se recorra ese camino hacia la comunión plena, querido por Jesús para todos sus discípulos, y que se haga siendo verdaderamente dóciles a lo que el Espíritu dice a las Iglesias con valentía, dulzura, firmeza y esperanza. Qué bueno es descubrir todos nosotros, en lo más profundo del corazón, que esto implica vivir en un diálogo profundo con el Señor, es decir, siendo orantes y con un mismo corazón, con ese deseo de Cristo de unidad.

Siempre me han impactado las primeras palabras del decreto sobre ecumenismo, cuando nos dice que, «con ser una y única la Iglesia fundada por Cristo Señor, son muchas, sin embargo, las comuniones cristianas que se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Cristo; ciertamente, todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido» (UR 1). Esta visita al Centro Ecuménico me reafirma en la llamada que el Señor nos hace a los discípulos a construir la unidad en la caridad y en la verdad. Todos los cristianos tenemos que reedificar, conscientes de que la división disminuye la eficacia de la evangelización y sabiendo, al mismo tiempo, que la unidad que perseguimos no es la absorción ni fusión, sino buscar juntos la voluntad de Cristo que quiso que la Iglesia fuese una, santa, católica y apostólica.

En el Centro Ecuménico se cultiva un diálogo que es mucho más que un intercambio de ideas, más que una empresa académica: es un intercambio de dones (cfr. Ut unum sint, 28), en el que la Iglesias y las comunidades eclesiales pueden poner a disposición su propio tesoro. Qué bien nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en Colonia en agosto de 2005, cuando nos decía que «la mejor forma de ecumenismo consiste en vivir según el Evangelio». Nosotros, como cristianos católicos, alentados y sostenidos por la Eucaristía, hemos de sentirnos siempre impulsados a la plena unidad que Nuestro Señor Jesucristo deseó con un ardor único en el Cenáculo.

He visto en este centro como una llamada providencial a vivir el diálogo teológico entre hermanos junto al diálogo pastoral. El diálogo teológico nos hace descubrir que estamos en la casa de Cristo aunque esta tenga diversas y diferentes estancias, y así entender que la misión de la Iglesia es común a todos. Por eso también hemos de vivir el diálogo pastoral, que significa que, sin olvidar el diálogo teológico, creamos y fomentamos encuentro de comunión viva, apostando por crear un corazón cristiano común, que solo puede ser obra del Espíritu Santo. En un mundo tremendamente dividido, afirmemos, prediquemos y vivamos juntos aquello que más se necesita: justicia, paz, un modo de entender a la persona, de estar en medio del mundo significativamente… Ese modo que aprendemos en, con, por y desde Jesucristo.

1-. Crezcamos juntos en la vida teologal, es decir, en la fe, la esperanza y la caridad. Estamos viendo que, en este mundo que nos toca vivir, la gente pide testimonio, lo cual requiere una fe más viva, una esperanza más firme y una caridad que alimente nuestras relaciones desde el amor mismo del Señor.

2-. Vivamos el reto mayor que es el del amor. Hemos logrado mucho en el campo ecuménico, pero siempre hay algo más: muchos hombres hoy, en todas las partes de la Tierra, esperan el don del amor, quieren ayuda ya sea espiritual o material. Como decía Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est y nos recuerda el Papa Francisco tantas veces, «el amor al prójimo snraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas las dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor» (n. 20).

Tenemos que provocar y alcanzar el corazón de los hombres que suspiran de amor, haciendo con nuestra vida lo que hizo Jesús cuando le llevaron aquel endemoniado mudo. Una vez que salió el demonio, quedó curado y habló: el amor recuperó a aquel hombre (cfr. Mt 9, 32-36). Entre el pueblo, deseoso de amor y de que este se manifieste en obras, se oía sencillamente: «Nunca he visto en Israel cosa igual». Mientras, los fariseos, llenos de soberbia y vanidad, señalaban: «Este echa demonios con el poder del jefe de los demonios». Sintamos el gozo de recorrer los caminos que Dios nos tenga a bien pisar y hacerlo como Jesús, proclamando con obras y palabras su amor que dan curación.

3-. Asumamos el compromiso de vivir escuchando la Palabra de Dios. No somos nosotros quienes hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. Hemos de vivir con esa claridad que tan bellamente nos dice Nuestro Señor desde el inicio mismo de la misión de la Iglesia en el mundo: la Iglesia no se hace a sí misma y tampoco vive de sí misma, sino de esa Palabra creadora que sale de la boca de Dios. ¿Cómo no escuchar juntos la Palabra? ¿Cómo no practicar la lectio divina, esa lectura unida a la oración? ¿Cómo no dejarnos sorprender por la Palabra de Dios que siempre es joven, que nos dice siempre algo nuevo, que traduce nuestra vida en obras y gestos, en cercanía a Dios y a los hombres? ¿Cómo no recurrir a esa Palabra que nos eleva a la altura de Dios para ver y escuchar, dejando prejuicios y dejando de vivir de nuestras opiniones?

Juntos escuchemos, contemplemos y acojamos en nuestro corazón la Palabra del Señor, que no nos tenga que decir Jesús a sus discípulos aquellas palabras con las que se lamentaba por la generación presente: «¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras» (cfr. Mt 11, 16-29). Urge que todos los cristianos escuchemos esa Palabra y formulemos nuestro caminar con la dirección que el Señor nos propone; hará que nos encontremos en la comunión.