«¡Renueva la faz de esta tierra!» - Alfa y Omega

«¡Renueva la faz de esta tierra!»

En junio de 1979, Juan Pablo II, que había sido elegido Papa unos meses antes, volvió a su tierra natal. No se trataba de hacer llamamientos a la sublevación, sino de revigorizar espiritualmente a una nación desanimada por varias décadas de comunismo. El Santo Padre cumplió su misión con creces: desde aquel viaje ya nada fue lo mismo en Polonia primero, ni en Europa del Este, después

José María Ballester Esquivias
El Papa Juan Pablo II durante su visita al monasterio de Jasna Góra, en Czestochowa (Polonia), en junio de 1979. Foto: CNS

Juan Pablo II quiso viajar a Polonia desde los inicios de su pontificado. Así se lo hizo saber a sus colaboradores, a los que dio instrucciones para que negociasen los términos de la visita con las autoridades polacas. Por parte vaticana, la intención era que el Papa pudiese clausurar el sínodo de Cracovia –que había inaugurado en su condición de titular de aquella diócesis– y también celebrar los 900 años del martirio de san Estanislao. La fecha idónea era, pues, mayo de 1979. Dos días eran suficientes para el Santo Padre. Por parte del Gobierno comunista polaco, había más que reticencias, si bien era consciente de la imposibilidad de frustrar la presencia del Papa en su propio país.

La oposición más firme al viaje procedía de Moscú. Tras unos cuantos tiras y aflojas, Leonidas Brezhnev, a la sazón primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, dijo a su homólogo polaco, Edward Gierek: «Bien, haz como quieras, pero cuídate de no tener que lamentarlo después». Intimidado por esta amenaza velada, Gierek elevó ante Roma el listón de sus exigencias siendo la principal de ellas que el viaje no se produjese en mayo, para no tener que honrar en público a san Estanislao. Comprensible: había sido martirizado por defender la libertad de la Iglesia, por lo que era crucial evitar cualquier tipo de indirectas. La Santa Sede aceptó trasladar el viaje a junio –aprovechó para hacer lo propio con la fiesta de san Estanislao– a cambio de alargar su duración de dos a nueve días. Craso error táctico del régimen comunista.

Donde los de la hoz y el martillo no fallaron fue en el dispositivo de inteligencia: según refiere George Weigel en El final y el principio, la Stasi creó un grupo especial de trabajo en Fráncfort del Óder mientras que el SB –la policía política polaca– dispuso líneas telefónicas en Varsovia y en Cracovia para que sus colegas de Alemania Oriental pudieran conectar directamente con Berlín Este. Asimismo, los polacos infiltraron masivamente los grupos de peregrinos para intentar deslucir los acontecimientos. Juan Pablo II sabía todo esto cuando aterrizó en Varsovia el 2 de junio de 1979. Pero lo que realmente le importaba era aplicar una hoja de ruta cuyos ejes eran, tal y como recuerda el suizo Philippe Chenaux en L’Église catholique et le communisme en Europe, la unidad espiritual de Europa y la dignidad de la persona humana.

Y los polacos perdieron el miedo

Sin embargo, según puntualiza Frédéric Le Moal en Les Divisions du Pape, Juan Pablo II evitó cuidadosamente incitar a la sublevación y «nunca tuvo la intención de lanzar una cruzada contra el comunismo». No es el rol de un Papa –ni como sucesor de Pedro ni como jefe de Estado– ni encaja en los parámetros de la diplomacia vaticana de los últimos 150 años. Estas autolimitaciones no fueron óbices para que el Papa emitiera mensajes contundentes a lo largo de los nueve días que pasó en su país natal. Sobre todo uno, el mismo día de su llegada, mediante el cual dio un vuelco a la historia.

La fecha fue la del mismo día de su llegada y el escenario, la plaza de la Victoria en Varsovia. Durante su homilía, centrada, como indicaba el calendario litúrgico, en Pentecostés, Juan Pablo II, en la línea que era de prever, proclamó: «Descienda tu espíritu / descienda tu espíritu / ¡Y renueve la faz de la Tierra!». Pero a continuación añadió: «¡De esta tierra!». No hizo falta más para que la multitud entendiese la intención: unas palabras papales habían bastado para que perdiesen el miedo. El camino era aún era largo, pero se había abierto el primer boquete. El resto del viaje, de Gniezno –cuna del catolicismo polaco– a Czestochowa –corazón mariano del país– fue una consolidación de las bases sentadas en Varsovia. Que, obviamente, trascendieron poco a poco el marco polaco: diez años después caía el Muro de Berlín. La homilía de Varsovia tuvo mucho que ver.

Las lágrimas de Reagan

El libro El presidente, el Papa y la primera ministra, de John O’Sullivan, es una obra de referencia para conocer y entender los entresijos estratégicos que precedieron a la caída del Muro de Berlín. Pero también trae a colación anécdotas insólitas: en junio de 1979, durante el viaje de Juan Pablo II a Polonia, Ronald Reagan, precandidato republicano a los comicios presidenciales del siguiente año, estaba reunido con varios asesores cuando uno de ellos le interrumpió, invitándole a situarse delante de la pequeña pantalla.  «El futuro presidente estaba fascinado ante las escenas que veía por televisión. Las observaba fijamente, sin hablar. Y mientras lo hacía, los ojos se le llenaban de lágrimas. Allen [asesor diplomático  de Reagan y católico practicante] se marchó de la reunión convencido de que Reagan, igual que él, había visto la visita papal como una primera y enorme grieta en la imponente fachada del poder soviético», asegura el autor.