Mi Iglesia - Alfa y Omega

En el ángelus de la fiesta de san Pedro y san Pablo el Papa insistió en uno de los temas nucleares de su magisterio de los últimos meses: el amor a la Iglesia, santa aunque compuesta de pecadores. Su deseo es que cada uno de los bautizados pueda entender y sentir a la Iglesia como suya, no con un sentido de pertenencia exclusiva, ni porque responda a nuestras pretensiones, sino como expresión de un amor dispuesto a sostenerla, porque de ella hemos recibido el tesoro de nuestra vida, Cristo presente. Pedro y Pablo, tan diferentes por historia y temperamento, vivieron así su relación con la Iglesia. Entre ellos hubo choques memorables, pero lo que les unía era infinitamente más grande: una imagen imponente frente a quienes hoy se muerden y devoran para someter a la Iglesia a sus imágenes, por usar la poderosa imagen de la Carta a los Gálatas.

Si hay una figura que condensa ese amor lúcido y apasionado a la Iglesia, es la del cardenal John Henry Newman, cuya canonización se celebrará en Roma el próximo 13 de octubre. Para decir públicamente mi Iglesia, tal como pide Francisco, Newman tuvo que arriesgarlo todo: fama, honra, seguridad y amistades. Y no lo hizo porque le cautivaran las principales figuras eclesiales de su tiempo (algunas le hicieron sufrir hasta el final) ni porque ignorase las debilidades que afligían al cuerpo eclesial, del papado en adelante. Lo hizo, como él mismo confesó a su hermana, «por estricta necesidad», consciente de que solo en la Iglesia católica presidida por el Sucesor de Pedro podía vivir de manera íntegra, segura y estable, la misma fe de los apóstoles.

Ahora va a ser inscrito en el Libro de los Santos, pero el suyo no fue un camino de rosas. Y no me refiero solo a la envidia y la maledicencia que se vertieron contra él, sino al hecho de que hasta el final hubo de atravesar todo tipo de obstáculos humanos para adherirse como un niño al corazón de la Iglesia, a la que supo contemplar con inteligencia suprema en el devenir de los siglos, a través de sus tormentas y fracasos, pero también en su misterioso y continuo resurgir.

De Newman podemos aprender el modo de afrontar las legítimas discrepancias en el debate eclesial, que indican simplemente que la Iglesia está viva. Ni los hombres podemos impedir que existan esas diferencias ni Dios quiere hacerlo, por tanto hay que procurar que sean ejercicio de caridad. Y también su conciencia de que la Iglesia solo puede conservarse explicitando sus riquezas y abandonando ciertas fórmulas superadas, debe reformarse sin cesar para guardar su identidad en el tiempo. Por todo ello su canonización de un inmenso regalo en el momento en que más lo necesitamos.