El deber de desobedecer - Alfa y Omega

El deber de desobedecer

Moisés Mato
Foto: REUTERS/Guglielmo Mangiapane

Cuando la capitana del Sea-Watch, Carola Rackete, es detenida en Lampedusa por desobedecer la ley, asistimos a un acto de dignidad que, más que a la admiración, debe impulsarnos a la imitación. No solo a los que como el Opem Arms, tienen barcos, sino a todas las personas que nos atrevamos a mirar el tema migratorio con un mínimo de objetividad, desde los hechos y desde las causas. Las leyes están hechas a medida de los intereses de los que las hacen, eso no es ningún misterio. Europa no va a legislar contra los intereses económicos de sus empresas por más evidente que resulte su insaciable expolio a África. Sin ese robo permanente, el continente más rico del mundo en materias primas, posiblemente no empujaría a sus hijos a los salvajes caminos de las rutas migratorias. Si sacamos nuestra bota del continente negro, este podría aportar el mundo mucha de su riqueza cultural. Tal como explica la activista Maliense Aminata Traoré, «África no es pobre y tiene su dignidad. Los occidentales saben que pueden saquear, acusar y ridiculizar a los africanos. No les cuesta nada. Tienen medios de comunicación poderosos que difunden la imagen de una África decrépita que no sale adelante (…) Cuando vemos los desastres de hoy, las proezas tecnológicas, pero también los daños que producen las tecnologías, nos damos cuenta, una vez más, de que África posee unos valores sociales y culturales que pueden salvar el mundo. Pero con la condición de que dejen de machacarnos, de humillarnos».

La realidad es que África se empobrece en la medida que Europa se enriquece. Esa perversa dinámica provoca hambre en los países de salida de las personas migrantes, muerte y opresión en el tránsito a Europa y explotación y persecución en el destino. Naturalmente estos hechos provocan indignación en muchas personas. Pero es necesario un paso más, es necesario entender que detrás de toda esa tragedia hay decisiones políticas y enrevesados marcos jurídicos que amparan el crimen. El escándalo no es sólo la existencia de esas realidades atroces sino el hecho de que de alguna forma hayan sido planificadas. Y lo ha sido de tal manera que nadie se sentará en un tribunal para pagar por ellas. Por una sencilla razón: Esas muertes están amparadas por la ley.

El escándalo que no activa la conciencia hasta el punto de la desobediencia se vuelve paralizante y a la postre se convierte en una suerte de catarsis colectiva que se desahoga en las redes sociales.

Antígona, en la versión de Sófocles, ya en el año 442 a de C. desafía a Creonte, su tío, rey de Tebas. Su planteamiento es muy sencillo: Aunque seas rey debes entender que hay leyes divinas que están por encima de las leyes humanas. Antígona quería dar un entierro digno a su hermano y el rey lo impedía por considerarlo un traidor. Ya en el famoso siglo de Pericles, el gran Sófocles lanzaba un aviso a la incipiente democracia ateniense: La ley no tiene la última palabra. La muerte de Antígona, el símbolo de la dignidad, sella poéticamente la importancia de la advertencia.

Gandhi, ya en el siglo XX advertía de que «la ley de la mayoría no tiene nada que decir cuando le toca hablar a la conciencia». Hoy le recordamos junto a Rosa Parks, a Luther King y a tantos otros a los que citamos profusamente, sin caer en la cuenta de que la esencia de su propuesta no se expande por twitter o Instagram. Las frases que publicamos se traducen en actos de desobediencia o pierden su sentido más profundo.

La capitana Rackete hace buena la sentencia de H. D. Thoureu cuando afirma que «bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar del hombre justo es la prisión». Ante la injusticia no es posible la neutralidad, parece sugerir el autor de Desobediencia civil. Tomar posición, por contra, lleva implícito colocarse lo más cerca posible de quién sufre la injusticia. Si el que padece esa injusticia va a la cárcel, mi acción solidaria ha de ser de tal forma que, en las últimas consecuencias, me lleve a compartir su celda.

Podemos afirmar que la desobediencia es un acto de amor cuando esencialmente supone una obediencia a la conciencia, a leyes superiores, a principios universales… Es un acto desnudo de fe en la humanidad y a la vez un acto revolucionario que hace avanzar la humanidad. Erich Fromm nos recuerda en su ensayo Sobre la desobediencia que esta ha sido la fuerza que ha hecho avanzar a la humanidad. Posiblemente la obediencia sea la que acabe con la humanidad, aventura el reconocido psicoanalista y filósofo alemán.

Desmarcándose de la tradición de la noviolencia y del pensamiento filosófico más sólido, cierta literatura sobreabunda en una visión de la desobediencia entendida como una simple técnica para conseguir determinados objetivos, o como una rebeldía natural que tiene su fuente en el propio subjetivismo. Esto permite que bajo el paraguas de la desobediencia se hayan acomodado con frecuencia, intereses egoístas o caprichosos, que desvirtúan el sentido de la verdadera desobediencia. Esta experiencia unida a la mentalidad conservadora dominante propicia una visión de que la obediencia es una virtud y la desobediencia un vicio. De alguna forma muchos hemos sido educados y educamos así, consciente o inconscientemente. Las reacciones juveniles a esa tendencia son naturales pero no son el modelo de la desobediencia. La desobediencia apela a la conciencia porque dedica tiempo y medios a formar la conciencia, está dispuesta a pagar las consecuencias porque se ha preparado para ello, se implica en la acción porque tiene una visión profunda de la justicia. La desobediencia es un acto de madurez, de entrega adulta y consciente. Un acto de amor político, porque busca el bien común.

En los últimos siglos hemos ido aceptando las teorías del contrato social que suponían de alguna forma una cesión de nuestra soberanía particular al estado en el que todos nos integramos. Básicamente se trata de que todos aceptamos someternos a unas normas para que sea posible un marco de convivencia común. En una democracia representativa son los parlamentos los encargados de gestionar esa convivencia y para ello, entre otras cosas, impulsan leyes. Cuando las leyes de los estados son insuficientes o desatienden los deberes del bien común, las personas debemos proponer cambios. Cuando estos no son atendidos tenemos el deber de desobedecer. La desobediencia amplia la democracia, la hace crecer y desarrollarse como tal. En realidad el desobediente es el que construye la democracia cargando sobre si las consecuencias que pueda suponerle su acción. Los desobedientes son los imprescindibles que hacen avanzar a la humanidad.

La forma en que Europa ha manejado los asuntos migratorios en la última década invita a que desde diferentes ámbitos nos planteemos la desobediencia. Una democracia basada en muros, políticas racistas, persecución de la solidaridad y promoción de la indiferencia se degrada en su propia identidad. Cuando Dostoyevski afirma que todos somos responsables de todo y ante todo concluye con una sentencia rotunda: y yo más que nadie. Esto último es lo realmente importante. Sin esa perífrasis final el todo se convierte en un disolvente en el que esconder nuestra responsabilidad personal. Muchos tienen barcos pero solo algunos descubren el potencial desobediente de un barco. Todos tenemos profesiones, ideas, amigos, cualidades, sensibilidades…, y la capacidad de descubrir su potencial desobediente.