Catedrático emérito de Álgebra en la UCM: «Las matemáticas no se hacen para nada…» - Alfa y Omega

Catedrático emérito de Álgebra en la UCM: «Las matemáticas no se hacen para nada…»

A sus alumnos de la Facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense, Ignacio Sols Lucía (Valencia, 1949) les insiste en que recuerden siempre que esta ciencia «no se hace para nada». «Pero sirve para todo», añade enseguida. El entusiasmo por la belleza de su campo le impide permanecer quieto mientras habla y, a veces, lo lleva a expresarla mediante la poesía (su poetisa favorita es Emily Dickinson)

María Martínez López
Foto: María Martínez López

Usted fundó el grupo de investigación GESTA, que ha aunado el trabajo de matemáticos de la universidad y del Consejo, y ha formado a jóvenes científicos, entre los que se cuentan algunos premios de investigación.
Fundé el grupo de Geometría Simpléctica con Técnicas Algebraicas (GESTA) en el año 2000, junto con Alberto Ibort, en una reunión con jóvenes científicos en Lisboa. Aunque no es ese mi campo actual de investigación, me alegra ver que prosigue con sus actividades y sus reuniones anuales, una de las cuales fue satélite del Congreso Internacional de Matemáticas, el año en que este evento tetranual tuvo lugar en España. Con todo, mi interés de siempre ha sido más bien la geometría algebraica y es ahora su aplicación a la teoría de números. Lo que pasa es que, como todos los matemáticos, he hecho escarceos en otros campos, como el mío inicial de la lógica matemática (en mi tesis doctoral), o un trabajo reciente en teoría de cuerdas.

Su tío, Alberto Sols, ganó el primer Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica. ¿No quiso seguir sus pasos en bioquímica?
A eso me animaba él, pero luego pensé más en la Física, y al final me di cuenta de que lo mío eran las matemáticas. Galileo decía que el libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos. Yo siempre he sentido más cercanía intelectual por lo teórico.

Gran parte de las cosas que se hacen en matemáticas parecen más bien elucubraciones, divertimentos.
¡Claro! Lo hacemos porque nos interesa, no buscando una aplicación. Cuando un estudiante preguntó a Euclides (lo cuenta Eudemo) para qué servía la geometría que les enseñaba, hizo que le dieran una moneda de oro y lo expulsaran de la Academia, porque «solo quería saber para ganar dinero». Las matemáticas no se hacen para nada… pero sirven para todo. Hay muchísimos ejemplos. David Hilbert puso la pregunta –absolutamente teórica– de si la teoría de conjuntos, ¡es decir las matemáticas!, es una teoría decidible, o sea si hay un algoritmo para decidir si una proposición dada se deduce o no de sus axiomas. Ambos Alan Turing y Alonzo Church dieron respuesta negativa esta pregunta. Para ello, Turing creo un concepto matemático, totalmente teórico, de máquina. Luego, en la II Guerra Mundial, Turing trabajó en el descifrado del Código Enigma, comenzado por matemáticos polacos, y Von Neumann lo hizo en el perfeccionamiento de armas, lo que acercó a ambos al mundo de la ingeniería o de las aplicaciones. Y así, al terminar la guerra, pudieron ambos impulsar y asesorar la implementación electrónica de esas máquinas meramente matemáticas, lo que dio lugar a los dos primeros ordenadores EDVAC y ACE, de los cuales todos los demás han sido sus sucesores: había nacido la era informática.

¿Esto ha ocurrido más veces?
Ha ocurrido siempre. Una teoría matemática bella y profunda, al final tendrá una aplicación, aunque no se haya hecho pensando en ella. La teoría de cónicas (elipses, parábolas, hipérbolas) no servía para nada, la desarrollaron los griegos Menecmo y Apolonio por su pura belleza. Pero cuando Kepler estudió la órbita de Marte, exclamó «¡Ridiculus mei! (¡Ridículo de mí!)» porque no se había dado cuenta antes –la humanidad no se había dado cuenta en tantos siglos– de que la trayectoria que describe no es una circunferencia sino una elipse. Nacen entonces las leyes de Kepler, para cuya explicación, por encargo de Halley, desarrolla Newton su mecánica ¿Cómo pudo darse cuenta Kepler de que era una elipse? Porque ya existía ese concepto, aunque no sirviera para nada.

Todo el cálculo diferencial, las derivadas e integrales, sin el cual no se podrían haber hecho ni las matemáticas ni la física actuales, viene de que Papus (probablemente el primer matemático cristiano) se dedicó en el siglo IV a calcular cómo dividir una longitud o un área en dos partes de tal manera que su producto fuera el menor posible. ¿Para qué sirve eso? ¡Para nada! Hasta que Fermat, al leerlo en el siglo XVII, se dio cuenta de que Papus siempre hacía lo mismo: [f (a+e)-f(a)]/e. Si e lo hacemos tender a 0, lo que sale es lo que ahora llamamos derivada. Cuando ese valor era cero, se producía un máximo o un mínimo (no vio que también puede producirse una inflexión, ¡pero se lo perdonamos!)

¿Filosofía?

Amor a la sabiduría. ¡Si el conocimiento lo quieres para algo, lo que amas es ese algo, no la sabiduría misma! No llames entonces a tu doctorado científico Ph.D., doctorado en filosofía, como se hace en los países anglosajones. Yo recito a menudo a mis alumnos un poema de Emily Dickinson, mi poetisa preferida: «By homely gift and hindered words / the human heart is told / of Nothing. / “Nothing” is the force / that renovates the world». «Por un don hecho a domicilio y mediante palabras impedidas (tanto que nadie las oye y todos te piden aplicaciones), el corazón humano es informado de la nada. La nada es la fuerza que renueva el mundo». Y es que las matemáticas no se hacen para nada. Pero sirven para todo.

Sin embargo, muchos padres desaniman a estudiar ciencia básica, diciendo a sus hijos que la ingeniería es de más utilidad.
Un país no será potente en ciencia si al detectar jóvenes muy inteligentes, les dice la sociedad y les dicen sus padres «dedícate a lo que tiene utilidad» sino «tú, al motor del coche», a lo fundamental, pues eso es la ciencia básica, el motor del desarrollo. Esto es como poner a Messi de camillero en un campo de fútbol. Lo haría bien, sin duda, pero cometeríamos un error en no ponerlo a jugar, que sea el delantero centro.

La mentalidad de los hombres que han hecho ciencia no ha buscado inmediatamente lo aplicado. Es la diferencia entre Roma y Grecia. Los romanos fueron grandes ingenieros. Pero no formularon ni un solo teorema nuevo, ni un solo avance en matemáticas. Pensaban que la ciencia ya la habían hecho los griegos y que ya solo quedaba aplicarla. En cambio, los griegos… ¿ha visto grandes obras de ingeniería griega? No, los griegos hicieron escultura de gran belleza… e hicieron ciencia. Hay en el pitagorismo, inspirador de la gesta matemática griega, un elemento órfico. Pitágoras trajo a Grecia la sabiduría oriental. Sabemos que fue hecho preso por Cambises en su campaña de Egipto y que fue llevado luego a Babilonia, y hasta se especula que desde allí viajó a la India. En todo caso, la ciencia tiene algo de contemplación, algo de oriental. Es amor a la sabiduría y amor a la belleza.

¿No se parece esto mucho a inventarse una lengua y luego descubrir que alguien la ha utilizado ya?
Es una pregunta muy interesante, pero se sitúa ya en el terreno filosófico. Por qué tantos conceptos que la mente humana estudia por su propia belleza, por su propio interés, corresponden después a formas, o leyes, que se dan en la naturaleza. Kepler escribió que «Dios quiso que las reconociéramos al crearnos según su propia imagen, de manera que pudiéramos participar en sus mismos pensamientos». Y Einstein decía que nunca nos maravillaremos lo suficiente de que la ciencia tenga éxito, es decir, de que el orden de nuestra mente se corresponda con el orden natural.

A medida que se avanza en matemáticas, parece que las letras y los símbolos sustituyen totalmente a los números. ¿Qué sentido tiene tanta abstracción?
Se refiere al álgebra de las letras, a lo que su inventor, Vieta, a finales del siglo XVI, llamaba la logica speciosa. Impresiona a veces al lego ver al científico operar con tantas letras. Pero la matemática trata de los números. Y también de los formas: aritmética (ampliada en el cálculo o análisis) y geometría. Eso que usted dice, el álgebra, como todo lo demás en matemática, es instrumento para el estudio de los números y de las formas. No conviene confundir el solfeo –mero instrumento– con la música. Lo que ocurre es que el instrumento creado para ello, sirve luego para modelar otras realidades, y así hay quienes dicen ahora que el objeto de las matemáticas es crear modelos, pero no es esa su concepción original y multisecular.

¿Entonces, solo son objeto de las matemáticas, los números?
Sí, y como le he dicho, también las formas. Aritmética (ampliada en el análisis) y geometría. Los pitagóricos creían que todas las formas geométricas se reducen a números, pero ellos mismos descubrieron que no es así: fue cuando descubrieron que la diagonal de un cuadrado que tiene como lado un número entero jamás podrá ser un número entero (ni un número racional). Prohibieron que esto se dijera fuera de su secta. Cuando un pitagórico, a principios del siglo V a. C., desobedeció esta prohibición, los dioses lo castigaron: hicieron naufragar su barco y se ahogó (quizá otros pitagóricos ayudaron a los dioses). Tras este descubrimiento de que no es lo mismo aritmética y geometría, los matemáticas griegas optaron decididamente por la geometría. Su aritmética es muy elemental –la de Nicómaco de Gerasa– y solo Diofanto de Alejandría, ya en el siglo III o IV d. C. (se desconoce con exactitud, precisamente por ser un caso aislado), hizo aritmética de profundidad. Esta inspiraría, luego en el siglo XVII, la profundísima aritmética de Pierre de Fermat, cuyas conjeturas no se han terminado de demostrar hasta muy recientemente.

Y fue precisamente en este siglo XVII, cuando él y Descartes (en el mismo año de 1637), lograron con la introducción de las coordenadas reducir las formas geométricas a números reales: cada punto del plano tiene así asignados dos números, y se consideran entonces las formas geométricas constituidas por los puntos cuyas coordenadas cumplen una ecuación determinada. Ejemplo son las rectas, las elipses, las parábolas, las hipérbolas, y otras curvas llamadas algebraicas porque poseen ecuación algebraica, y lo mismo sucede en el espacio tridimensional o de más dimensiones. Desde entonces podemos hacer geometría con técnicas algebraicas, y volvemos a entender la matemática como una unidad. La mayor profundidad se da en la unidad de geometría y aritmética: el estudio de los puntos de coordenadas enteras (o números racionales) que están en esas curvas o superficies algebraicas. Una teoría, de nuevo, que se hizo para nada, y es ahora la base de nuestra actual encriptación.

Uno de esos símbolos que se usan es el de infinito. ¿Qué relación tiene con el concepto trascendente de infinito?
Yo diría que ninguna. Es casi una coincidencia de nombre, no se nos ocurre mezclarlo con la transcendencia como idea filosófica. No existe un solo concepto matemático de infinito. En geometría se añaden al plano los puntos del infinito como puntos en que se cortan las rectas paralelas. Y así, dos rectas del plano se cortan siempre en un punto, aunque sean paralelas. Al principio, Kepler introdujo estos puntos de forma intuitiva, y hubo luego, en 1639, una formalización por Desargues en lo que hoy llamamos plano proyectivo (es decir, ampliado con esos puntos). Esto fue ignorado y redescubierto dos siglos después por Poncelet, en la década 1820. Esos puntos del infinito (se llaman puntos de fuga en pintura) no son algo real sino un instrumento matemático.

Ha dicho que las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza… pero encontramos la geometría en más de tres dimensiones, o los números imaginarios, que representan algo que no existe (la raíz cuadrada de un número negativo). ¿No se diluye así esta relación de las matemáticas con la realidad?
Cuando Bombelli descubrió los números imaginarios en torno a 1560, los llamó «la idea loca». Decía que no existen, pero se puede operar con ellos como si existiesen, obteniendo entonces resultados que son relevantes para los números reales, de modo que son instrumento para el estudio de estos. Es un ejemplo más de algo que no se hizo buscando utilidad alguna, sino por puro interés matemático… y un interés enorme: gran parte del análisis del siglo XIX es esa rama de las matemáticas a la que llamamos análisis complejo. La unidad imaginaria, a la que Euler llamó i (raíz cuadrada de menos uno) fue introducida por su propio interés, sí, pero luego ha permitido formular la mecánica cuántica, en 1925-1927, más allá de una teoría cuántica, que, desde 1900, tan solo postulaba la cuantización de ciertas magnitudes físicas, pero no la deducía de una mecánica.

¿Y por qué llamaban la atención esos números complejos, tanto como para ser protagonistas de una rama de las matemáticas, en el siglo XIX?
¡Por su extremada belleza! La geometría compleja es como un tubo repleto de dentífrico: aprietas y salen teoremas, sale pasta a rebosar… ¡Ahí hay mucha tela que cortar! Por ejemplo, ¿en cuántos puntos del plano se cortan un círculo y una recta? En ninguno, en uno, o en dos… depende. ¡Pues no! Siempre es en dos puntos, solo que pueden ser los dos reales, quizá confundidos en uno (cuando círculo y recta son tangentes) o ser los dos imaginarios. Es decir que, al admitir soluciones complejas, la geometría arroja un número, en este caso el número dos. Esto acerca la geometría al número (la llamada geometría enumerativa).

¿Y qué me dice de los cálculos en múltiples dimensiones?
Hacer la geometría diferencial de superficies, por ejemplo, en dimensión mayor que dos, es otro ejemplo de algo que se ha hecho para nada (Bernard Riemann) y luego ha servido para todo (Albert Einstein). Cuando Einstein formula la teoría de la relatividad general, reduce la gravedad a curvatura en el espacio-tiempo. Es como si hacemos un agujero en el suelo, y al mirarlo desde arriba con un solo ojo no lo vemos, pues no vemos una dimensión, la altura, no vemos el relieve. Pero si se lanzan hacia él unas bolitas, unas siguen una trayectoria con forma de hipérbola, otras quedan atrapadas en el agujero y hacen elipses, otras parábolas… son las mismas formas descritas por un cuerpo que entra en la órbita gravitatoria del sol: los planetas describen órbitas elípticas y los cometas órbitas parabólicas (en realidad, elípticas de gran excentricidad). Todos esos cuerpos van en línea recta, decimos que van por su geodésica. Einstein se dio cuenta de que la gravedad del sol no es sino curvatura del espacio tiempo. Nosotros no vemos esa curvatura porque sucede en ese relieve que es el espacio-tiempo, pero no vemos una dimensión de él, no vemos el tiempo. Pero vemos los efectos de esa curvatura, que es el torcimiento de las líneas rectas como líneas geodésicas, y en eso consiste la gravedad. Una vez más, una teoría geométrica de curvatura en varias dimensiones que se hizo para nada, ha servido luego, en dimensión cuatro, para formular la teoría de la relatividad general. Aparte de su maravillosa aplicación teórica en la cosmología, tiene ya hoy una importante aplicación práctica: para la precisión requerida en los gps se ha hecho necesaria la relatividad general de Einstein.

Dado que la mente humana ha podido formular muchas cosas meramente convencionales o instrumentales que luego se han logrado conectar con la realidad, ¿se podría concebir que bajo determinadas condiciones se llegará a conclusiones incompatibles con la realidad que conocemos, como que 2+2=5?
La imposibilidad de llegar a conclusiones contradictorias en matemáticas, de la que todos tenemos una certeza moral, se llama consistencia. Una esperanza de los logicistas era que se pudiese demostrar la consistencia de las matemáticas. Los matemáticos de principios del siglo XX estaban divididos en su interpretación de lo que son las matemáticas. Por una parte estaban los logicistas o formalistas, encabezados por David Hilbert , con su colaborador, matemático y filósofo, Paul Bernays. Defendían que las matemáticas son una mera construcción lógica, reduciéndose a unos axiomas y a lo que de ellos se pueda derivar según las reglas de la lógica. Las matemáticas serían pues nuestra propia invención, el «universo hecho por el hombre» como a veces se las ha llamado.

Y estaban los platonizantes, como Kurt Gödel, quienes afirmaban que las matemáticas son una realidad dada (como las ideas eternas de Platón), algo que nosotros no inventamos, sino que nos corresponde descubrir. Otra esperanza logicista era que la teoría de conjuntos (o sea ¡las matemáticas!) es una teoría completa: dada una proposición en el lenguaje de la teoría, o bien pertenece ella a la teoría, es decir que se deduce de sus axiomas, o bien pertenece su negación. Ambas esperanzas fueron demostradas falsas por Kurt Gödel en 1931. Desde entonces, y con una honestidad intelectual que solo he visto en la filosofía de las matemáticas, la balanza logicista se ha inclinado hacia el platonismo, comenzando por el principal, Paul Bernays, algo así como la voz filosófica de David Hilbert. Nos encontramos ahora, pues, en filosofía matemática, en una situación de bastante consenso.

Como en física, los últimos descubrimientos inciden pues en la incertidumbre.
Yo diría que más bien en la humildad. Durante un tiempo existió la idea de que la física era un conocimiento absoluto. Pero la teoría cuántica, relatividad especial y relatividad general han sido tres revoluciones tan traumáticas, para quienes esto creían, que la epistemología ha vuelto a una posición de comedimiento. Como dice Heisenberg en su ensayo La imagen del mundo en la física actual, al principio esta ciencia comenzó con humildad, llamando a sus principios postulados (postulare significa pedir. Pides al lector que lo admita, para comenzar así tus razonamientos). Pero tuvo tal éxito que se llegó a olvidar que se basaba en postulados y se tomó como un saber absoluto. Ahora, en cambio, la filosofía de la ciencia actual reconoce mayoritariamente que los postulados, postulados son. Se deduce de ellos una teoría que explica la realidad observada hasta el momento, pero nuevos fenómenos exigirán una ampliación de la teoría poniendo unos nuevos postulados (decimos que la teoría anterior queda como límite clásico de la nueva). Así la mecánica cuántica explicando la radiación de cuerpo negro, y la mecánica relativista explicando la experiencia de Mikelson-Morley (igualdad de la velocidad de la luz en la dirección de avance y retroceso de la tierra). Ambas mecánicas tienen a la anterior mecánica newtoniana como su límite clásico.

Nos guía pues, siempre, la observación de la naturaleza. Gauss, el llamado príncipe de as matemáticas, decía: «Tú, naturaleza, eres mi musa. A tu servicio he consagrado mis esfuerzos». Entendía que las matemáticas son conocimiento de la naturaleza, no nuestra arbitraria creación. Si las matemáticas fueran solo la derivación de los axiomas de la teoría de conjuntos ¿no fueron matemáticos Eudoxo, Euclides, Arquimedes, Apolonio, Diofante, Papus, Descartes, Fermat, Euler, Gauss, quienes vivieron cuando aún no se habían formulado siquiera esos axiomas? Es más humilde, y más razonable, a mi entender, la postura platónica: la matemática como un universo ideal que está ahí y que nosotros descubrimos, no lo inventamos, no es nuestra propia creación.

Volvemos a lo mismo. Si no es creación nuestra…
Entiendo lo que sugiere, pero respondiéndole ahora como científico, no entro en la cuestión de si el universo es creado, pues se trata de una cuestión filosófica. El concepto de creación no es matemático, ni es físico, sino filosófico o religioso. El sacerdote Georges Lemaître fue el primero en darse cuenta, y en publicar, que el universo está en expansión (en 1927 , antes que Hubble en 1929, como recientemente ha recordado Mario Livi en un artículo histórico de la revista Science) A partir de ese dato, fue Lemaitre quien propuso la teoría del Big Bang. Y con todo, se negaba a llamarlo creación. Por supuesto que, siendo un sacerdote, cree en ella, pero no deja que interfiera ese concepto filosófico en su profesión de físico. Como tampoco la idea de Dios es científica, ni lo es el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la idea de justicia, ni de injusticia. Son ideas filosóficas, no por ellos menos importantes. Son de hecho las cuestiones más profundas que interpelan al científico, pero no ya como científico, sino como a todo hombre.