Descubrir en el forastero el rostro mismo de Cristo - Alfa y Omega

En estos momentos de la historia, la realidad de la movilidad humana nos está pidiendo a los discípulos de Cristo que acojamos su mandato en nuestro corazón: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Quiero plantearos tres preguntas muy sencillas que nos pueden ayudar a dar vida, a vivir y hacer vivir, que es lo que Nuestro Señor Jesucristo nos enseña y quiere de nosotros. Las preguntas, que salen de los labios del propio Jesús, de la Palabra de Dios y de la Doctrina Social de la Iglesia, quiero compartirlas con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. He sentido urgencia en hacerlas ante la invitación que el domingo pasado nos hacía Jesucristo en el Evangelio: «¡Poneos en camino!». Y hay un camino en el que debemos y tenemos que entrar necesariamente, el de la movilidad humana que a todos nos afecta por situaciones diferentes.

¿Estamos dispuestos a promover el ideal de la fraternidad universal? El cristianismo, con su ideal de la fraternidad universal, su capacidad de diálogo con otras religiones (alejado tanto del fundamentalismo como del relativismo ecléctico) y el universalismo inherente a la dimensión de lo católico como universal, constituye un facilitador para una aldea global con listones morales más elevados y con capacidad de cuidar la diferencia combatiendo lo que desiguala. En una cultura globalizada, el cristianismo ofrece una oferta de sentido religioso sugerente, una llamada a la responsabilidad para mejorar el mundo (justicia social planetaria, bien común global, justicia intergeneracional…), para inyectar valores fuertes y utopía en todas sus esferas y para dejar a las generaciones futuras un mundo mejor.

La enseñanza social de la Iglesia señala que el primer principio que ha de regir la globalización «es el valor inalienable de la persona humana», fuente de todos los derechos humanos y de todo orden social. El ser humano debe ser siempre un fin y nunca un medio, un sujeto y no un objeto. Su trabajo es superior al capital y no es un factor de producción más. Además, el bien común de la entera familia humana, el destino universal de los bienes de la tierra, la justicia global y la responsabilidad intergeneracional constituyen principios ineludibles (cf. CDSI 367).

En este sentido, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella… Debe estar al servicio de la persona humana, de la solidaridad y del bien común». Por ello, se precisa una globalización al servicio de toda la persona y de todas las personas (cf. CDSI 361, 362 y 363). La Iglesia no dispone de una propia palabra técnica sobre la globalización: su competencia se manifiesta en lo antropológico, lo ético y lo religioso. «Hemos caído en la globalización de la indiferencia. Nos hemos olvidado de llorar por el sufrimiento de los demás» (Papa Francisco en Lampedusa, 8 de julio de 2013). Se trata de que «la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad en vez del de la marginación» (CV 53). En ello, la Iglesia ejerce su papel de «abogada de la justicia y de los pobres» (san Juan Pablo II, Discurso de inauguración de Aparecida).

¿Acogemos lo que la Palabra de Dios nos dice sobre la movilidad humana? Como dice el Papa, «la emigración no está separada de la historia de la salvación; es más, forma parte de ella. Está conectada a un mandamiento de Dios: “No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto” (Ex 22, 20); “Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto” (Dt 10, 19). Este fenómeno es un signo de los tiempos, un signo que habla de la acción providencial de Dios en la historia y en la comunidad humana con vistas a la comunión universal». Nuestra tradición cristiana nos enseña que somos «hijos de un arameo errante» (Dt 26, 5). Abraham, padre de las tres grandes religiones monoteístas, agasajó a los tres forasteros (cf. Gn 18, 2-7) que en realidad eran una manifestación del Señor, generosidad que se convirtió en paradigma de respuesta ante todo forastero para los descendientes de Abraham. La gracia de Dios irrumpió hasta en situaciones de pecado: durante la migración forzada de los hijos de Jacob, José, vendido como esclavo, se convirtió eventualmente en el salvador de su familia (Gn 37, 45).

En la Sagrada Escritura y, sobre todo, en los textos con más sensibilidad, hay una sacralización del migrante que culmina en la encarnación: en Cristo, somos hermanos-prójimos y no extranjeros. No maltratar a los extranjeros es una exigencia contemplada en múltiples textos (Ex 22, 20-23; Dt 16, 11-12; 24, 14-15; 27, 19) e incluso en algunos se invita a amar a los extranjeros (Lev 19, 33-34; Dt 10, 17-19). La actitud hacia el extranjero constituye tanto una imitación del Señor como una manifestación primordial y específica del gran mandamiento de amar al prójimo.

Con la hospitalidad se hace memoria de «que extranjeros fuisteis en el país de Egipto» (Ex 22, 20; 23, 9; Dt 10, 17-19). Ello explica las leyes del espigueo y del diezmo (Lv 19, 9-10; Dt 14, 28-29) y un imperativo sin igual en las culturas limítrofes: «Amarás al extranjero como a ti mismo» (Lv 19, 34), bajo la misma ley y derechos (cf. Lv 24, 22). Mateo recuerda que la Sagrada Familia fue obligada a desplazamientos forzosos (cf. Mt 2, 15) y que Jesús, María y José fueron refugiados: «De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 15). Desde entonces, la Sagrada Familia es una figura con la que se pueden identificar migrantes y refugiados de todos los tiempos, dándoles esperanza y valor en momentos difíciles. En el Juicio Final se llega a la identificación sacramental de Jesucristo con los migrantes (cf. Mt 25, 35-36). El Resucitado envío a los discípulos a todos los pueblos y la fuerza del Espíritu une a todos en la única familia de Dios (cf. Hch 10, 35-36; Ef 2, 17-20; Gal 3, 28; Col 3, 11). Cristo Resucitado selló este mandato al enviar al Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-21). El triunfo de la gracia de la Resurrección de Cristo siembra así la esperanza en el corazón de todo creyente. Es el Espíritu Santo quien actúa en la Iglesia para unir a todos los pueblos, de toda raza y cultura, en la única familia de Dios (cf. Ef 2, 17-20).

El Espíritu ha estado presente a lo largo de la historia de la Iglesia para actuar ante la injusticia, la división y la opresión, y para lograr el respeto de los derechos humanos, la unidad de las razas y las culturas, y la incorporación de los pobres y marginados en la vida plena de la Iglesia. No debe extrañarnos que, pasado el tiempo, «las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgieran junto a los monasterios» (DCE 40). Hoy seguimos recibiendo de buen grado la invitación de Dios a no olvidar la hospitalidad «porque algunos, sin saberlo, acogieron ángeles» (Hebr 13, 2).

Jóvenes migrantes que viven en la casa de los frailes franciscanos capuchinos de Medinaceli, a su llegada a la basílica del Cristo de Medinaceli, en Madrid, el 2 de marzo de 2018. Foto: Archimadrid/José Luis Bonaño

¿Qué nos dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre la movilidad humana? Nos aporta importantes criterios de juicio que, a su vez, marcan líneas de acción a todos los actores sociales:

a) El primer derecho es el derecho a no emigrar. Como dicen conjuntamente los obispos mexicanos y norteamericanos: «Toda persona tiene el derecho de encontrar en su propio país oportunidades económicas, políticas y sociales, que le permitan alcanzar una vida digna y plena mediante el uso de sus dones. Es en este contexto cuando un trabajo que proporcione un salario justo, suficiente para vivir, constituye una necesidad básica de todo ser humano» (Carta pastoral conjunta Juntos en el camino de la esperanza. Ya no somos extranjeros, 34).

b) Por otra parte, existe el derecho a emigrar y a desplazarse: el titular de este derecho natural (PT 106) es la persona e incluye el deber de salvaguardar a su familia. Hay que proteger este derecho para que no deje de ser tal en el imaginario colectivo. Debe ser respetado en la práctica y recogido en la legislación nacional e internacional como derecho (cf. PT 25 y 106; OA 17). La Iglesia reconoce que todos los bienes de la tierra pertenecen a todos los pueblos. Quiero mencionar en este punto las siguientes palabras del Papa Francisco: «Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa alguna. Lamentablemente, hay una general indiferencia ante estas tragedias, que suceden ahora mismo en distintas partes del mundo. La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil» (LS 25).

c) El deber de cooperación internacional «clarividente» (CV 42) precisa una «moral de renovada solidaridad» en todos los órdenes.

d) El deber de hospitalidad (PP 67) por razones humanitarias, de asilo y refugio nos evita repetir aquel triste: «…y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). Es la respuesta al «no os olvidéis de la hospitalidad» (Hebr 13, 2). A la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la globalización de la caridad y de la cooperación. Se trata de ejercer «la cercanía que nos hace amigos». Por eso, nuestros hermanos y hermanas de otros países deber ser recibidos «en cuanto personas» y «ayudados junto con sus familias a integrarse en la vida social» (CDSI 298; GS 66; OA 17; FC 77). Incluso el Papa Francisco plantea cuestiones como que «los cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de tradición islámica» (EG 253). Los medios de comunicación tienen una especial responsabilidad en fomentar una cultura del encuentro, frente a la cultura de rechazo, desenmascarando estereotipos y ofreciendo información objetiva que facilite el paso de una actitud recelosa hacia otra facilitadora de la acogida (cfr. Papa Francisco, Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor, 2014).

e) La regulación de los flujos de personas y sus límites. En general, «las autoridades deben admitir a los extranjeros», pero no es un deber absoluto: puede ser limitado por el país de acogida (PT 106), pero siempre desde el bien común de la entera familia humana. Su finalidad no es preservar un bienestar elitista de la sociedad de acogida, al modo del rico Epulón frente al pobre Lázaro (Lc 16, 19-31; RH 16; SRS 16-19), ni legitimar la sima planetaria entre el Norte y el Sur, expresión del «imperialismo del dinero» (QA 109).

f) Finalmente, el principio orientador general vinculante es que: «Todo migrante posee derechos inalienables en cualquier situación» (CV 62). «El primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad» (CV 26, cf. GS 63). Especial atención merecen los «sin papeles», «irregulares», etc., que residen en el país de acogida sin contar con toda la documentación para su residencia y trabajo. Existe el riesgo de la invisibilización, la precarización de sus derechos y la explotación: urge el reconocimiento de sus derechos y deberes iguales a los del resto de conciudadanos y la salvaguarda de su dignidad personal (EA 65, Cf. Mensaje de Juan Pablo II, Día Mundial del Migrante 1995). Lo reclama su dignidad humana. Lo mismo se puede decir de quienes reclaman asilo y refugio por venir huyendo de conflagraciones bélicas o persecuciones políticas.

El Papa san Juan Pablo II, en su mensaje para la Jornada Mundial del Migrante de 1996, afirmaba que «en la Iglesia nadie es extranjero, y la Iglesia no es extranjera para ningún hombre y en ningún lugar. Como sacramento de unidad y por tanto, como signo y fuerza de agregación de todo el género humano, la Iglesia es el lugar donde también los emigrantes ilegales son reconocidos y acogidos como hermanos». No puede ser de otro modo. Humanizar y dignificar la aldea global en un momento de fuertes desplazamientos forzados de personas, empuja a la Iglesia a asumir el reto de descubrir en el forastero el rostro mismo de Cristo Crucificado y Resucitado. Será la forma de no hurtar el rostro al Señor, cuando desde su gloria nos pregunte si fuimos guardianes de nuestros hermanos migrantes y custodios de sus derechos inalienables.