«Padre Chus, ayúdame» - Alfa y Omega

«Padre Chus, ayúdame»

Si no llego, celebre usted la Misa, padre Chus, le dijo monseñor Romero a su secretario personal el día de su asesinato. 15 pasos después, se dio la vuelta y rectificó, allanando el camino a su martirio: No, mejor voy yo a celebrar. «Él sabía que Dios lo quería a él», cuenta el padre Jesús Delgado días antes de la celebración de la beatificación de Romero –el próximo 23 de mayo–. Emocionado y nervioso ante la que se avecina, el sacerdote repasa las anécdotas de sus años junto al futuro Beato

Cristina Sánchez Aguilar

Era el 3 de febrero de 1977. Los sacerdotes salvadoreños amanecían con la noticia de que Óscar Romero iba a ser su nuevo arzobispo. «Fue una patada en ayunas para todo el clero, porque aquí no lo querían para nada, decían que era muy tradicionalista», cuenta el padre Jesús Delgado. Después de su presentación en el Arzobispado, «nadie le aplaudió. Los curas se decían unos a otros: Tomemos un cafecito, que no soportamos este nombramiento». El padre Delgado no fue a tomar café. Se quedó en el edificio, a trabajar en su próxima clase de Biblia. «Alguien me tocó por la espalda. Era él. Me dijo: Padre Chus, ayúdame, porque este clero no me quiere. En aquellos tiempos, yo tenía influencia en los sacerdotes. Les daba clases, retiros espirituales, y era el confesor de muchos. Le dije: Con gusto, usted es mi jefe desde hace media hora, soy su servidor».

El padre Chus, como le llaman cariñosamente en San Salvador, recuerda emocionado el tiempo que pasó junto a monseñor Romero. «A los tres días de nombrarme su secretario, estaba tranquilamente durmiendo en mi casa a las dos de la mañana y alguien golpeó mi puerta. Me sobresalté, claro, porque a esa hora sólo pasa gente que le quiere hacer mal a uno. Pero no…, era don Óscar, que sufría de insomnio y estaba pensando en revisar un documento que al día siguiente salía en valija diplomática al Vaticano. Allí estuvimos, en la mesita, sentados toda la noche. Él estaba disponible para la Iglesia en cualquier momento».

La conversación con Alfa y Omega deriva al trágico día del asesinato del arzobispo. Ese día, lunes 24 de marzo de 1980, a las 10 de la mañana, secretario y pastor mantuvieron una conversación premonitoria. «Le dije que sería bueno que ese día se fuese a descansar, que estuviera retirado, ya que la homilía del día anterior –en la catedral, el Domingo de Ramos, en la que dijo a los miembros del ejército que estaban matando a sus propios hermanos– había sido muy fuerte y la prensa iba a estar todo el día persiguiéndole». Monseñor Romero aceptó revisar con el padre Chus la agenda, y en lo que fuera necesario, ser sustituido por su secretario.

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«Ese día tenía que visitar a su confesor, ahí yo no podía sustituirle. Ni en la cita con el odontólogo, ni en la visita al psicólogo. Don Óscar iba a una consulta, ya que por aquella época era un hombre público, visitado y abrumado por todas las clases sociales, y tenía que estar calmado para dar buen servicio a la Iglesia», afirma Delgado. Pero sí había una cosa en la que su secretario le podía sustituir. A las 18 horas, tenía la celebración de la Misa en la capilla del hospital de La Divina Providencia. Si no llego, celebre usted, padre Chus, le dijo. «Se retiró 15 pasos…, paró y regresó hacia mí. Y me dijo: Mejor no, mejor voy yo a celebrar esa Misa. No quiero comprometer a nadie en esto. Él sabía que Dios lo quería a él», recuerda el sacerdote. Poco antes de la consagración, murió asesinado por un francotirador. «Durante unos instantes de mi vida, compartió conmigo su martirio», cuenta emocionado monseñor Jesús Delgado.

Para Delgado, la beatificación –de la que es co-Postulador– es «la victoria de la Verdad. Monseñor Romero estaba en contra de lo que no fuera la Palabra de Dios y la justicia social. Por eso le mataron, y por eso los periódicos, al servicio de las altas autoridades, deformaron su persona diciendo que era comunista y marxista. Ahora, poco a poco, la gente va entrando en razón, aunque todavía hay alguna oposición fuerte».

La noticia de su asesinato le pilló dando clase en la universidad. Eran las 6,25 horas de la tarde. Ese día se le congeló el reloj. «Yo podría haberlo salvado. En aquel momento pensé que ojalá estuviera vivo, que siguiera predicando. Ahora sé que su sangre derramada como la de Cristo era necesaria para redimir esta América Latina de injusticias y poca fraternidad».