Testigo de Cristo - Alfa y Omega

Testigo de Cristo

Alfa y Omega

¡Cuántos hogares destruidos! ¡Cuántos refugiados, exiliados! ¡Cuántos niños huérfanos! ¡Cuántas vidas nobles, inocentes, tronchadas cruel y brutalmente! También de sacerdotes, religiosos, religiosas, de fieles servidores de la Iglesia, e incluso de un pastor celoso y venerado, arzobispo de esta grey, monseñor Óscar Arnulfo Romero, quien trató, así como los otros hermanos en el episcopado, de que cesara la violencia y se restableciera la paz. Al recordarlo, pido que su memoria sea siempre respetada y que ningún interés ideológico pretenda instrumentalizar su sacrificio de pastor entregado a su grey»: así dijo san Juan Pablo II, el 6 de marzo de 1983, en su primera visita a El Salvador. En 1980 había estallado la guerra civil, y en sus albores era asesinado ante el altar el arzobispo Romero, «un gran testigo de la fe –como lo llamó Benedicto XVI en 2007, tras presidir en Brasil la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano–, un hombre de gran virtud cristiana, que se comprometió en favor de la paz y contra la dictadura, y que fue asesinado durante la celebración de la Misa. Por tanto, una muerte verdaderamente creíble, de testimonio de la fe».

Nada más llegar, en aquel primer viaje de 1983, Juan Pablo II les abrió el corazón a los salvadoreños: «Desde hace tiempo estaba deseando que llegara este día, para testimoniar con mi presencia algo que ya sabíais de cierto: que el Papa está cerca de vosotros y comparte con dolor vuestros sufrimientos»; les aseguró su constante oración y recordó cómo El Salvador había estado presente «en mis insistentes llamadas a la paz, de palabra y por escrito», y «ojalá –añadió– que esta visita bajo la enseña de la paz ayude a detener el conflicto y a reunir de nuevo a esta querida familia salvadoreña en un lugar sereno, donde todos os sintáis hermanos de verdad». A continuación, el santo Papa visitó la catedral de San Salvador, y allí, donde «reposan los restos mortales de monseñor Óscar Arnulfo Romero», ya lo describió como «celoso pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida de manera violenta, mientras celebraba el Sacrificio del perdón y la reconciliación».

En la Misa celebrada después, donde pedía que «ningún interés ideológico pretenda instrumentalizar» el sacrificio de monseñor Romero, Juan Pablo II recordó su Mensaje para la Jornada de la Paz de ese mismo año 1983: «Hay que mencionar la mentira táctica y deliberada que recurre a las formas más sofisticadas de propaganda, enrarece el diálogo y exaspera la agresividad», y cuando algunas partes se alimentan «con ideologías que, a pesar de sus declaraciones, se oponen a la dignidad de la persona humana…, el diálogo resulta difícil y estéril». Y el Santo Padre se despedía con el amor cristiano, único camino del verdadero diálogo, de la reconciliación y de la paz, el Camino, ¡Cristo mismo!, que en todo momento siguió e indicó para todos el arzobispo Romero: «He contemplado el rostro dolorido de este querido pueblo fiel. Quiera Dios que se hayan abierto en muchos espíritus esos anhelados brotes de perdón mutuo. Mi visita ha querido ser una llamada a la reconciliación y al amor que vienen de arriba, del Dios Padre común de todos».

El 23 de marzo de 1980, víspera de su asesinato, monseñor Romero miraba igualmente a lo Alto. Dijo así en su homilía: «Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios: ¡Cese la represión…! La Iglesia predica una liberación que tiene, por encima de todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza».

En 1996, ya finalizada la guerra, volvía Juan Pablo II a El Salvador, y pudo despedirse con palabras de esperanza: «He sentido gran alegría al constatar que se ha pasado de la guerra al diálogo». Y, en la Misa celebrada en la explanada Siglo XXI, había expresado su inmenso gozo de estar «de nuevo en medio de vosotros para anunciaros a Cristo, el Salvador del mundo», subrayando que «este título divino de Jesús, que nos habla de perdón, de redención y de vida, es el nombre de vuestra nación y de su capital; un nombre que os honra y os compromete». Luego, en la catedral, evocó su oración ante la tumba de monseñor Romero en su visita de 1983 (en la foto que ilustra este comentario), «y ahora –añadió– voy a rezar de nuevo, complacido de que su recuerdo siga vivo entre vosotros». Y sigue vivo en toda la Iglesia. El Papa Francisco lo manifestó el pasado agosto, regresando de Corea, al ser preguntado por los periodistas: «El Proceso ya no está bloqueado. Sigue el camino normal», pero «es muy importante que los Postuladores se muevan con rapidez, y me gustaría que se esclarezca si se da martirio in odium fidei, por haber confesado a Cristo… Para mí, Romero es un hombre de Dios». Pronto se cumplió su deseo: el 9 de enero se esclareció el martirio y el 3 de febrero firmó el Decreto de beatificación, que tendrá lugar este sábado. Para la Iglesia, sí, Romero es un hombre de Dios, mártir, ¡testigo de Cristo!