La religión auténtica - Alfa y Omega

La religión auténtica

Alfa y Omega
En la parroquia San Juan Bautista (diócesis de Getafe) de Fuenlabrada, Madrid…

«He tenido la conversación más hermosa con el Presidente de Asuntos Religiosos y su equipo», dijo el Papa Francisco, el pasado noviembre, durante el vuelo de regreso a Roma tras su visita a Turquía, respondiendo a la cuestión del diálogo entre cristianos y musulmanes. «Tenemos que dar un salto cualitativo, tenemos que dialogar entre personas religiosas –dijeron ellos–. Y esto –continuó el Papa– es hermoso, porque son el hombre y la mujer que se encuentran con un hombre y una mujer e intercambian sus experiencias: se habla de experiencia religiosa. Esto sí sería un buen paso adelante».

No faltan hoy en la vieja Europa de antigua cristiandad, con una presencia musulmana cada día más creciente –en Francia está llegando al 6 % de la población, y en España ronda ya el 4 %–, ejemplos de este hermoso intercambio de experiencia religiosa, y especialmente en nuestro país, como testimonia este número de Alfa y Omega. Es el camino a seguir. Hay, sin embargo, un enorme obstáculo que superar: el terrible equívoco acerca de la auténtica religión, y es preciso reivindicarla. Bajo el título Fe, frente a fundamentalismo, lo hacíamos en esta misma página editorial de nuestro semanario, hace ya algo más de 16 años. Vale la pena reproducirlo. No ha perdido ni un ápice de actualidad. Decíamos así el 18 de febrero de 1999:

«Un sacerdote, con un grupo de cristianos, en viaje por Medio Oriente, celebraba al anochecer la Eucaristía, al aire libre y con frío, en las cercanías de un hotel. No iban a pernoctar en él, sino en sus sacos de dormir. Se les acercó un musulmán alto y corpulento, y les preguntó qué hacían. Estamos rezando, respondieron. El musulmán se detuvo mirando a todo el grupo y se marchó. Poco después, ya concluida la Misa, apareció con tazas de té caliente para todos en una bandeja. Se las ofreció diciéndoles: Gente que reza a Dios no puede ser mala, y les facilitó un cobijo, al resguardo del frío, para pasar la noche.

Esta anécdota pone de manifiesto algo elemental, pero una cultura que ha dejado de reconocer que sólo Dios es Dios se ha incapacitado para verlo: la auténtica fe en Dios nunca es causa de enfrentamiento entre los hombres. La mentalidad común, por el contrario, ha llegado a pensar que la religión es fuente de conflictos, hasta el punto de confundir al hombre religioso con el fanático. ¿No están ahí para demostrarlo –dicen muchos– las guerras de religión? Se les ha dado ese nombre, pero lo que en realidad evidencian es una debilidad, una enfermedad de la fe. El recurso a la fuerza no prueba la fortaleza de una religión, sino precisamente su debilidad.

El fundamentalismo suele presentarse como un incremento excesivo de la religiosidad –que habría que combatir, por tanto, moderando lo religioso–, pero en realidad es su negación. No es casual que el personaje más emblemático del fundamentalismo contemporáneo se haya formado en Occidente. No fue en el mundo islámico, sino en París, dentro de una cultura en la que sólo cuenta el poder del propio hombre, donde Jomeini se preparó a utilizarlo en favor –aparentemente– de su religión islámica. En la raíz del fundamentalismo no está la fe en Dios, sino la ruptura entre esa fe y la vida real, producida en los comienzos de la Edad Moderna.

Esta ruptura ha traído, en el mundo occidental, la competitividad inmisericorde y el consumismo obsesivo –con sus terribles secuelas: depresiones, drogas, galopante deshumanización…–, y en el mundo islámico los excesos que todos los días nos cuentan los medios. Son diferentes los decorados y el vestuario, pero el guión es el mismo: un mundo en el que sólo cuentan las fuerzas humanas, y regido por la ley del más fuerte. Ni en el mundo islámico, ni en ningún otro, se está defendiendo la religión cuando el reconocimiento de Dios y de su Ley se trata de imponer por la fuerza. Sencillamente, porque está perdida la confianza en la propia fuerza de Dios. Una verdad por la fuerza es una verdad sin confianza en sí misma.

La persecución, hasta el martirio, de muchos cristianos en países islámicos no evidencia la fortaleza del Islam, sino más bien su radical debilidad. ¿Qué clase de Dios es el que tiene que supeditarse a las fuerzas de los hombres? ¿Y qué clase de fuerzas son las que se conciben al margen de Dios, única fuente de toda vida y de toda fuerza? La fortaleza aparece en los mártires –testigos de un poder mayor que el de los hombres–. Sólo Dios es Dios, y la fe consiste en reconocerlo, y en testimoniarlo. La ausencia de la fe –o, lo que es lo mismo, una fe disminuida, divorciada de la vida real– deja a los hombres solos consigo mismos, y enfrentados, vayan en vaqueros o lleven turbante. En cambio, gente que reza a Dios no puede ser mala».

Este año se cumplen 50 de la Declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas», y a ella remitió, como autorizada expresión de la religión auténtica, al igual que hoy el Papa Francisco, su antecesor Benedicto XVI, en su viaje a Turquía de 2006, y ya en 1985 Juan Pablo II, hablando a los jóvenes musulmanes en Casablanca: la Iglesia quiere colaborar con los creyentes de todas las religiones, y en especial con los musulmanes, en «defender y promover juntos la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres». Justamente, los frutos de la religión auténtica.