Lumen Fidei: creer es dejarse transformar por Cristo - Alfa y Omega

Lumen Fidei: creer es dejarse transformar por Cristo

La primera encíclica del Papa Francisco es un luminoso documento sobre el sentido de creer en Jesucristo y con Jesucristo, dejándonos transformar por Él, para ver la realidad con sus mismos ojos, en un proceso gradual y ascendente. Lumen Fidei, la Luz de la Fe, explica también cómo la fe permite al hombre, aquí y ahora, construir sobre cimientos sólidos y relaciones humanas estables y duraderas. «¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común!», afirma el documento Éste es un amplio resumen:

Ricardo Benjumea

Se ha presentado la primera encíclica del Papa Francisco, un texto —afirma el Pontífice— que Benedicto XVI «ya había completado prácticamente una primera redacción». Francisco ha llevado a término su proyecto, un documento magisterial de gran belleza y profundidad, con el que se culmina la trilogía sobre las virtudes teologales de su predecesor. El Pontífice resalta además que esto ocurre precisamente en el Año de la Fe, «un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para conversarla en su unidad e integridad».

No es la primera vez que un Papa termina una encíclica iniciada por su predecesor; la novedad, en esta ocasión, es que Benedicto XVI es ahora Papa emérito. En todo caso, como escribe Francisco en las primeras líneas del documento, «el Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a confirmar a sus hermanos en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre».

El Pontífice firma simplemente Francisco. La encíclica está fechada el 29 de junio, solemnidad de san Pedro y san Pablo, y su gran objetivo es «recuperar el carácter luminoso propio de la fe». De ahí el título, Luz de la fe, frente a la tendencia actual de asociar la fe «a la oscuridad», y reservarla a espacios «donde la luz de la razón no pudiera llegar», tal vez «capaz de enardecer el corazón, de dar consuelo privado», pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino».

La Iglesia, sin embargo, afirma que «la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre». La fe —añade el texto— proviene «del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoya para estar seguros y construir la vida».

El camino de los hombres creyentes

El primer capítulo repasa «el camino de los hombres creyentes» a lo largo de la historia, desde Abrahán, a quien le «sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra». Se nos revela ahí un rasgo esencial de la fe: su «carácter personal», o el hecho de que «la fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre».

Esa Palabra, «aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia» humana, y por eso, Abrahán reconoce la voz, «inscrita desde siempre en su corazón». Al Patriarca se le pide que se fíe de Dios, que acoja su Palabra «para construir sobe ella con sólido fundamento». Se le hace «una llamada a salir de su tierra», «una invitación a abrirse a una vida nueva», «un futuro inesperado», pero todo ello, alentado por una promesa: «tu descendencia será numerosa», el pueblo de Israel.

En la historia de ese pueblo de Israel, se verá después «cómo el pueblo ha caído tantas veces en la incredulidad». Esto es la idolatría: «En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo», con el que «no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades», aunque el precio es alto: «perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos», «se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es siembre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto».

Pasa de ahí la encíclica a la figura de «Moisés, el mediador». Esto abre una gran reflexión de fondo, que aparecerá varias veces a lo largo del documento: «el acto de fe individual se inserta en una comunidad, en el nosotros común del pueblo que, en la fe, es como un solo hombre». Se cita una frase de Rousseau: «¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a Jean Jacques Rousseau?», lo que parece una objeción más que razonable «desde una concepción individualista y limitada del conocimiento». En varios puntos, se explicará que esta forma de conocer, fiándose del testimonio de otro, no es distinta a otras formas de conocimiento humano.

Se llega así a «la plenitud de la fe cristiana», Cristo, en quien convergen «toda las líneas del Antiguo Testimonio», porque «él es el sí definitivo a todas las promesas». En particular, el Papa destaca «la hora de la cruz», presentado por los evangelistas como «momento culminante de la mirada de la fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y dimensión». «En este año, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia».

Pero Jesús no es sólo pasado. Él ha «podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo? Pensamos que Dios se encuentra más allá, en otro nivel de realidad». «Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo».

Se extrae de ahí una conclusión esencial: «Cristo no es sólo aquel en quien creemos», sino «también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos». Así, «el que cree es transformado en una creatura nueva»; «el creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe», y «su existencia se dilata más allá de sí mismo». «El yo del creyente se enseñanza para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu».

Pero nada de esto es un proceso meramente individual. Al entrar en comunión con Cristo, en quien «todos los creyentes forman un solo cuerpo», la «existencia del creyente se convierte en existencia eclesial».

La fe y la verdad

No es posible disociar fe y verdad, se dice en el segundo capítulo, ya que, sin verdad, la fe «se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad». «Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aún más necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos», dice la encíclica.

El problema es que «se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la vedad tecnológica», y sólo sobre ella se entiende que es posible «debatir y comprometerse junto». Estarían después «las verdades del individuo», reducidas a «la autenticidad con que cada uno siente dentro de sí», que sólo valen «para uno mismo y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha», como si eso fuera lo que hubiera originado «los grandes totalitarismos del siglo pasado». «Así queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa».

¿Pero qué es creer? San Pablo dice que «con el corazón se cree», y éste, en la Biblia, es «el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad». Pero «si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos a la vedad y al amor», que no pueden disociarse. «La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor».

Tampoco le resulta fácil al hombre moderno aceptar que el amor tiene que ver con la verdad. «El amor se percibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles». Pero «el amor —dice el Papa— tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, puede perdurar en el tiempo».

Y «también la verdad tiene necesidad del amor», porque «sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva». «Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo», con «una lógica nueva».

No hay que temer a una verdad que va de la mano del amor. «Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros», se ve claro «que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la fe le hace humilde, sabiendo que más que poseerla él, es ella la que le abraza y el posee».

En cuanto a la relación entre la fe y a razón, la encíclica afirma que «la fe puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo». Incluso «la mirada de la ciencia se beneficia» de la fe, que «invita al científico a estar abierto a la realidad» y despierta su «sentido crítico». Además, «invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo».

¿Pero es posible conocer a Dios? Lumen Fidei habla de un Dios que se preocupa» del hombre «y que no es inaccesible. ¿Qué mejor recompensa podría dar Dios a los que lo buscan que dejarse encontrar?», afirma el Papa.

«Dios es luminoso y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón». También es paciente «con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor». Pero además, el Papa destaca que, «cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor». En repetidas ocasiones, se aborda este punto: con la fe, somos introducidos en una realidad más amplia, que, sin embargo, no anula la individualidad de la persona.

El mismo Dios guía al hombre que le busca «con corazón sincero», también a aquel que no cree, pero intenta «vivir como si Dios existiese». «Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor».

Un último apartado de este capítulo está dedicado a la teología, que «es imposible sin la fe», porque «no consiste sólo en un esfuerzo de la razón» por acercase a Dios, sino que el propio Dios «se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona». Además, se afirma, «la teología está al servicio de la fe de los cristianos», y debe, en particular custodiar la fe «de los sencillos».

Debe ser también humilde y «no puede considerar el Magisterio del Papa y de los obispos» como «un límite a su libertad, sino al contrario, como un momento interno, constitutivo, en cuanto el Magisterio asegura el contacto con la fuente originaria y ofrece, por tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad».

La transmisión de la fe

La fe «es una luz que se refleja de rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios después de haber hablado con él». Y así, «la luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz».

Esa es la dinámica de la fe, que se explica en el tercer capítulo de la encíclica, que habla de «una cadena interrumpida de testimonios», a través de los cuales «llega a nosotros el rostro de Jesús».

Pero ¿podemos estar seguros con esta forma de conocimiento? Lumen Fidei expone que ésta es una forma habitual de conocimiento en el hombre. «Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional, y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar, nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad», nos es dado. «Lo mismo sucede con la fe», que aprendemos de la Iglesia, «una Madre que nos enseña a hablar el lengua de la fe».

No es posible «creer cada uno por su cuenta», se añade. «La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente». Podemos decir creo, «porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos».

Ésa es la dinámica: «Quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su yo se ensanchan enriquecen la vida».

Al niño que se bautiza, le es dada su fe como don. «Nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados». Es niño «no es capaz de un acto libre para reciir la fe», pero por él, «la confiesan sus padres y padrinos». Es así como empieza a vivirse la fe «dentro de la comunidad de la Iglesia, se inscribe en un nosotros comunitario».

«La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo». «En la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria», en particular mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir que en el Credo el creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse transformar por lo que profesa». Dios es «comunión», y nos introduce en «su dinamismo de comunión». Así, «quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza».

El capítulo concluye con unas reflexiones sobre cómo la unidad de la Iglesia está ligada a la unidad de la fe. Porque «la fe es una», y «debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente por que todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe», se lee, «para que se insista en todos los aspectos de la confesión de la fe. En efecto, puesto que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la comunión».

Para ello, «el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica», que garantiza «la continuidad de la memoria de la Iglesia» permite «beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la fe».

Edificar la ciudad de Dios

«La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás», afirma el Papa, al comienzo del cuarto capítulo. La fe da solidez a los vínculos humanos, «porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios». Y así, «el Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable».

«La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas» y fortalecerlas, comenzando por el matrimonio, la «unión estable de un hombre y una mujer», en la, a partir «del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual», permite engendrar nueva vida.

Fundados en el amor de Dios, los esposos se prometen un amor para siempre, «posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos» y «nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona humana». La fe está después «presente en todas las etapas de la vida» de la familia, y «asimilada y profundizada» allí, ilumina después «todas las relaciones sociales».

Es preciso hoy proclamarlo. «En la modernidad se ha intentado construir la fraternidad universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad».

Esa fraternidad nos permite descubrir que «cada hombre es una bendición para mí», con innumerables consecuencias. «¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo». La fe «nos enseña a identificar formas de gobierno justas» al servicio del bien común, y afirma «la posibilidad del perdón», que es «posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal». E incluso «desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad».

Por todo ello, «cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debilitan». «Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida».

Concluye el capítulo con una reflexión sobre las «pruebas dolorosas». «El cristiano —dice el Papa— sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios», y de este modo, hacer de él «una etapa de crecimiento en la fe y en el amor».

Pero hay que fiarse. «La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña».