El cuerpo y la sangre - Alfa y Omega

El cuerpo y la sangre

Solemnidad del Corpus Christi

Juan Antonio Martínez Camino
Procesión del Corpus Christi, el pasado año 2014, en Valencia

El próximo domingo las custodias, hermosos expositores ambulantes, más ricos o más pobres, saldrán un año más a las calles de las ciudades y de los pueblos. La procesión del Corpus es una muestra excelente de la fe de la Iglesia en la Eucaristía, el santísimo Sacramento del altar. Estas manifestaciones de fe estuvieron a punto de perderse en algunos lugares. Gracias a Dios, han vuelto con fuerza por todas partes. Es cierto que las procesiones eucarísticas no son absolutamente necesarias para la vida de la Iglesia, como sí lo es, en cambio, la celebración de la Santa Misa. Sin embargo, son una grandísima ayuda para la comprensión y la vivencia del misterio eucarístico que constituye el corazón mismo de la vida cristiana.

No habría Iglesia sin Eucaristía. Sabemos muy bien que la Iglesia se hace celebrando la Memoria del Señor. Una celebración que no es un puro recuerdo de un acontecimiento del pasado. Se trata más bien de un memorial en el que se da cumplimiento al mandato del Señor de repetir su mismo gesto, por el cual se hace real su presencia en nuestros días, igual que en el pan y el vino de la Última Cena se hizo presente por anticipado el cuerpo entregado y la sangre derramada del Cordero divino que iba a ser inmolado en la Cruz. Es esa presencia del Señor, en su sacrificio redentor, la que hace que la Iglesia sea constituida ella misma en Cuerpo de Cristo resucitado, presente en cada altar por todo el mundo.

El cuerpo y la sangre del Señor, presentes en el Sacramento del altar, unen a los fieles en un mismo cuerpo, porque los transforman cada vez más en el único Cristo glorioso. Así, los hermanos que participamos del único Pan del cielo nos unimos entre nosotros en la caridad, porque todos hemos sido hechos partícipes de la Nueva Alianza sellada en la sangre de Cristo: una alianza de Amor eterno.

Pero todo ese admirable intercambio del amor divino, que se entrega para mendigar el nuestro, siendo una realidad hondamente espiritual es, al mismo tiempo, también verdaderamente corporal. El espíritu de Cristo se da en su cuerpo, lo invisible en lo visible. La alianza Nueva y eterna es la sellada en la sangre del Hijo eterno: ¡en la sangre y en el cuerpo! No en una intención o voluntad sólo espiritual.

Ver el sacramento del Cuerpo de Cristo en nuestras calles, allí donde nosotros nos movemos a diario para ir al trabajo o para encontrarnos con los amigos o los demás, es una grandísima ayuda para entender y vivir a fondo la Nueva Alianza, la vida cristiana. Lo vemos en la custodia, y creemos que no estamos solos en nuestros caminos, en nuestras luchas, en nuestras debilidades, en definitiva, en nuestra vida en el cuerpo y en la Historia. Él está con nosotros. Él sigue asumiendo nuestra historia personal y social, para librarla de su peso de pecado y de muerte, y para transformarla y glorificarla en su cuerpo glorioso.

El altar del Sacramento es el de nuestras iglesias, pero es también el de nuestras casas y el de nuestras calles. Allí viene el Señor a visitarnos; allí lo vemos, lo alabamos y le damos gracias el día del Corpus.

Evangelio / Marcos 14, 12-16. 22-26

El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:

«¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?».

Él envió a dos discípulos diciéndoles:

«Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: El maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en la que voy a comer la Pascua con mis discípulos? Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena».

Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.

Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:

«Tomad, esto es mi cuerpo».

Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo:

«Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».

Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.