Cuando un amigo se va... - Alfa y Omega

Cuando un amigo se va...

Miguel Ángel Velasco

Ésta es la página que jamás hubiera querido escribir: lo hago con lágrimas en los ojos y en el corazón. Juan Pablo II ha muerto; mejor dicho, ha llegado a la plenitud de la vida en las manos misericordiosas de Dios, nuestro Padre. A las 21:37 del primer sábado pascual de abril, su grandioso y resistente corazón ha dejado de latir. Ha emprendido el viaje más importante y definitivo, no sólo de su pontificado, sino de su vida: el viaje gozoso y confiado hacia la Casa del Padre. El querido Juan Pablo II, que forma parte de nosotros, de nuestra vida, ya se ha encontrado, Totus tuus, con nuestra Madre y Señora, la Virgen María. La humanísima e irreprimible tristeza por el adiós temporal a este maravilloso padre y amigo que se ha ido, pero que queda para siempre en la Iglesia, cede el paso, en este momento, a la más sincera y rendida acción de gracias a Dios por el regalo insuperable que ha sido para todos su vida, su persona, su altísimo magisterio espiritual, su inexhaurible capacidad de querer y de darse a los demás, de ser tan grande y a la vez tan cercano a todos cada día.

Lúcido, consciente, sereno, fuerte hasta el último aliento, Juan Pablo II ha combatido ejemplarmente su última batalla, que naturalmente, providencialmente, ha ganado también, y ya, para siempre. Bien puede decir con san Pablo: «He combatido la batalla, he concluido la carrera, he mantenido la fe». Su alma prodigiosa ha llegado ya a las manos del Creador y a la caricia y al regazo acogedor de la Virgen. A la vez que un indescriptible sentimiento de orfandad invade los corazones de los seres humanos de toda raza, religión, edad y condición en todos los rincones de este mundo que tanto amó, una sensación confortadora de serena y firme esperanza consuela también a todo hombre de buena voluntad.

No puedo menos de recordar, en este momento, la última vez que, personalmente, pude mirarle a los ojos y besar sus manos: recibía al equipo de Alfa y Omega, con ocasión de nuestro décimo aniversario. Hubiera querido decirle, tantas cosas, pero sólo pude articular, profundamente conmovido, estas palabras: «Santo Padre, gracias por su vida…». No pude decir más. Son palabras que espontáneamente resurgen ahora más sentidas que nunca, en este día, en el que el mundo ha perdido sin duda a la persona de mayor autoridad moral universal. El mundo de hoy es mucho más indigente y menesteroso que el de ayer. Decía un muchacho que rezaba, a las 4 de la mañana, en la Plaza de San Pedro, mirando hacia arriba: «No sé siquiera cuál es su ventana, pero he sentido la necesidad ineludible de venir aquí, a rezar, a estar cerca de él. Sin él, nuestro mundo va a estar mucho más necesitado…» Un gran faro se ha apagado.

Juan Pablo II, el Magno, amó a la Iglesia y al mundo. Vivió con la misma ejemplar dignidad su fortaleza y su debilidad. Engrandeció y enriqueció al mundo y a la Iglesia, a la que puso en hora conciliar verdadera. Recuerdo la muerte de Juan XXIII, de Pablo VI, de Juan Pablo I. La de Juan Pablo II —¡cómo supo ser, a la vez, Juan y Pablo!— crea una inmensa expectación: todos los continentes, todas las culturas certifican la grandeza del privilegiado, inconmensurable espíritu de este gigante de nuestro tiempo que ha afrontado tres grandes desafíos planetarios: el abatimiento del Muro (hubiera querido abatir todo muro, convencido de que lo que hace falta son puentes, no muros); la reducción de la brecha Norte-Sur (No hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón); y el logro de evitar una lucha de civilizaciones. Sin Juan Pablo II la historia del siglo XX y XXI hubiera sido otra: y la Iglesia católica, también. En aquel trágico 11S de Nueva York fue el único que alzó la voz para evitar que se confundiera a todo el Islam con el terrorismo, y en la guerra de Irak, el único que hizo saber al mundo islámico que aquella no era una guerra de Occidente contra el Islam.

El Papa del ¡No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo!, el Papa del esplendor de la Verdad, el Papa del hombre, el Papa de la mujer, el Papa de la familia, el Papa del trabajo y de la doctrina social, el Papa de la fe y de la razón, el Papa que jamás rechazó un reto, el Papa de María, el que quiso y no pudo estar en Pekín y en Moscú, pero estuvo en el resto del mundo, el Papa mediático, el Papa líder natural de los jóvenes, el Papa de la civilización del amor y de la nueva evangelización, el atleta inmovilizado, el políglota enmudecido, el Papa de los derechos humanos, el Papa de la vida y de la libertad, el Papa para quien España era su madre espiritual, el Papa de los niños, el Papa de los ancianos («La vejez no es un tiempo para encerrarse en sí mismo»), el Papa del diálogo, el Papa del sufrimiento, el Papa de todos que se entregó incondicionalmente sin reservas al servicio de todos, se nos ha ido en esta inolvidable Pascua florida del 2005. Jamás nunca ser humano alguno dio la mano, a tantos seres humanos como él. Jamás Papa alguno fue tan andariego, tan testigo y tan maestro a la vez. ¡Qué ridículos aparecen, en esta hora, los escuálidos clichés conservador-progresista! Su grandeza ridiculiza tantas mezquidandes miserables sobre él y contra él.

Desde que la temida noticia de su muerte sacudió como un latigazo de emoción contenida la columna vertebral de la Iglesia y del mundo, una riada humana afluye minuto a minuto a la Plaza Mayor de la cristiandad; es como un goteo incesante y agradecido de lágrimas: hay matrimonios ancianos cogidos de la mano, jóvenes que se abrazan llorando, religiosas, cardenales, sacerdotes, niños con sus padres y abuelos, la Iglesia universal en sintonía formidable con su padre y maestro; y también judíos, musulmanes, budistas, no creyentes. Hay una oleada incontenible de gratitud a este ser humano excepcional, que, hasta su último día, quiso concelebrar la Eucaristía, rezar el vía crucis, santiguándose a cada estación y abrazándose a su Cruz salvadora. En su lenta y conmovedora agonía, nos ha dicho: «Os he buscado. Ahora vosotros habéis llegado hasta mí. ¡Gracias! y amén». Es maravilloso que su última palabra, en la víspera del Domingo de la Divina Misericordia, haya sido gracias. La nuestra hacia él no puede ser otra por haber sido un batallador montañero que ha luchado y nos ha enseñado a luchar con el arma menos convencional y más poderosa de la tierra: el amor.

Morir, querido Juan Pablo II, sólo es morir. Morir se acaba. Ya se ha acabado. El Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, que tanto le gustaba a este Papa escuchar en Sevilla o en Roma, se convierte para siempre en Algo renace en el alma cuando un amigo se va. ¡What a wonderful day!, le han cantado los negros en sus spirituals. Que la paz del descanso eterno en Cristo inunde a este Papa del «Jamás la guerra será santa; sólo la paz es santa». Y que la luz perpetua de la Pascua brille siempre para él. El Papa ha muerto. Cristo ha resucitado, y también Karol Wojtyla resucitará con él. Ante el estupor del misterio sólo cabe el silencio y la plegaria. Es lo que, conmovido, en esta hora histórica para la Iglesia, hace un mundo que, como él decía, «necesita el dolor del Papa». Siento, en esta hora inolvidable, la misma serena tristeza, y la misma esperanzada ternura que cuando murió mi padre. ¡Gracias, querido Juan Pablo II, por haberme confirmado en la fe y en la esperanza! Gracias por habernos dicho con tu palabra y con tu vida, al cruzar el umbral de la esperanza y llegar al esplendor de la verdad, «¡No tengáis miedo!».