De la Eucaristía, a la Trinidad - Alfa y Omega

De la Eucaristía, a la Trinidad

Escribe sobre Juan Pablo II ante el misterio de Dios el director del Secretariado de la Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe, de la Conferencia Episcopal Española

José Rico Pavés
La primera Comunión de María y los apóstoles. Beato Angélico. Fresco del convento de San Marcos, Florencia

El título del conocido libro de M. V. Bernadot bien puede describir el itinerario pastoral del Papa Juan Pablo II visto con la hondura que sólo la fe puede ofrecer. La fe no inventa la realidad, sino que la desvela en su sentido último. A la pincelada rápida de las pocas palabras necesario es unir el óleo multicolor de una fe que dibuje los trazos maestros de un pontificado cuya misión no es otra que servir a la unidad de fe y de comunión. La muerte hace de la fe visión, de la esperanza encuentro, del amor posesión.

Al querer abrazar en mirada unitaria la figura del Santo Padre, bueno es no olvidar en Quién ha creído, a Quién ha esperado, en Quién sigue amando. Confirmar en la fe a los hermanos no es posible sin la contemplación del verdadero rostro de Dios, revelado por Jesucristo con el don del Espíritu Santo. En el ejercicio del ministerio recibido como sucesor de Pedro, tres encíclicas de Juan Pablo II han ocupado un lugar singular: Redemptor hominis, sobre Jesucristo redentor del hombre, Dives in misericordia, sobre la misericordia divina, y Dominum et vivificantem, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y el mundo. Decir unas palabras sobre cada una de ellas nos permitirá asomarnos al corazón de un Papa que nos ha enseñado a vivir en Dios.

No se habían cumplido cinco meses de pontificado, cuando el Papa publicó su primera encíclica, Redemptor hominis. En ella señala «la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse», a saber, ¿qué hay que hacer para que la Iglesia nos acerque al Padre sempiterno? Y él mismo ofrece la respuesta: «La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, redentor del hombre; hacia Cristo, redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación». Mostraba así la orientación principal de un pontificado, que él mismo quiso abrir con las palabras: «No tengáis miedo. Abrid de par en par las puertas a Cristo». La preocupación por el hombre, la defensa continua de su dignidad, resultan incomprensibles en Juan Pablo II sin esta mirada dirigida a Cristo, el único que revela plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. Se comprende entonces que el programa trazado por el Santo Padre a la Iglesia al entrar en un nuevo milenio no sea otro que contemplar, con María, el rostro de Cristo.

La segunda encíclica, Dives in misericordia, concebida en continuidad con la primera, como «el segundo cuadro de un único díptico», tuvo como objetivo «recordar el amor del Padre, revelado en toda la misión mesiánica de Cristo, comenzando desde la venida al mundo hasta el misterio pascual de su cruz y de la resurrección» (ángelus, 30-11-1980). La misma exigencia que le llevó a proclamar que todo hombre es, en cierto sentido, el camino de la Iglesia le impulsa ahora a «descubrir en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es misericordioso y Dios de todo consuelo», pues «el hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amor». La vida del Papa es memoria para el mundo del amor del Padre, fuente y meta de todo corazón humano.

La encíclica Dominum et vivificantem, quinta del Pontífice, completa la trilogía trinitaria. Con ella, deseaba el Papa «suscitar en los fieles una devoción cada vez más viva a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a la que Cristo, antes de subir al cielo, encomendó la tarea de guiar a su Iglesia hacia la verdad completa». Al Espíritu Santo se dirige la Iglesia, «corazón de la Humanidad, para pedir para todos, y dispensar a todos, aquellos dones del amor que, por su medio, ha sido derramado en nuestros corazones». El Papa, entregado a la Iglesia hasta el último aliento, nos ha enseñado que el empeño de todos los creyentes se ha de poner en conformar su pensamiento y su acción a la voluntad del Espíritu Santo.

Padre, Hijo y Espíritu Santo. Verdad de Dios y verdad del hombre. Fe proclamada y transmitida. Fe celebrada. La Eucaristía nos introduce en el misterio de Dios. El Cuerpo entregado y la Sangre derramada nos hablan de un Amor que se ha hecho don. De ahí que el Papa no dude al señalarnos el camino a seguir: «Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?».

La orientación de la mirada del Papa Juan Pablo II ha sido Cristo, la memoria para el mundo de su vida ha sido el Amor del Padre, el aliento de sus empeños el Espíritu Santo, la compañía en su caminar la Virgen María, el solaz de sus trabajos la Eucaristía. Quien así ha vivido, dice verdad cuando promete: «Os llevo a todos en el corazón», tal como dijo el Santo Padre al despedirse de España en su último viaje. ¡No dejes de llevarnos ahora que pasas de la Eucaristía a la Trinidad!