El Papa os quiere - Alfa y Omega

El Papa os quiere

Han pasado ya algunos días desde que oyéramos al apóstol Pedro hablar por boca del apóstol Juan Pablo. ¿Qué más da el tiempo? La memoria de Cristo es vida para quien habla el lenguaje del corazón. Fue a las orillas del lago Ontario -quizá remedo del lago de Tiberíades-, aquella cálida tarde de verano de finales del mes de julio, en la que los ecos de la palabra del Evangelio más puro resonaron en el corazón de los jóvenes convocados para celebrar la XVII Jornada Mundial de la Juventud

José Francisco Serrano Oceja
Bienvenida de los jóvenes a Juan Pablo II a su entrada en el papamóvil en el Exhibition Place, lugar del primer encuentro de la Jornada Mundial de la Juventud de Toronto
Bienvenida de los jóvenes a Juan Pablo II a su entrada en el papamóvil en el Exhibition Place, lugar del primer encuentro de la Jornada Mundial de la Juventud de Toronto.

Juan Pablo II, «un Papa anciano, con muchos años, pero aún joven de corazón», quiso hablar «de corazón a corazón» a los jóvenes de los cinco continentes, allí congregados, para recordarles la conversación que un día, hace ya muchos siglos, mantuvo el Maestro con un joven rico, después de mirarle fijamente a los ojos, y de escuchar de éste una pregunta que, hoy en día, aún se hace todo aquel que despierta a la vida en plenitud: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?, ¿para ser feliz?». Una vez más, la respuesta a esta pregunta estaba ratificada por la vida de un Papa, anciano, que nada más llegar confesó: «He venido desde lejos para escuchar nuevamente con vosotros las palabras de Jesús, que como sucedió con sus discípulos en aquel día, hace mucho tiempo, pueden encender una llama en el corazón de un joven y dar sentido a toda su vida». En Toronto sólo se habló una lengua, un lenguaje: el de la felicidad del corazón.

Juan Pablo II siempre sorprende. En Toronto, también. Desde los inicios de su pontificado entendió que su ministerio consistía —eco, sin duda, de la vida de Jesucristo, el Maestro— en señalar el camino, no tanto en hacer programas. Y con los jóvenes, el futuro, la esperanza de la Iglesia y de la Humanidad, inició una conversación, que aún perdura, con la instauración de las Jornadas Mundiales de la Juventud, un camino de indiscutible éxito pastoral. Las Jornadas son, más que un programa de pedagogías juveniles de laboratorio, un itinerario de fe y de esperanza para la transformación de la vida en Cristo. En esta ocasión tuvimos que cruzar el charco. Era un símbolo más de la catolicidad, de la universalidad de la Iglesia que no conoce fronteras geográficas, temporales, ni circunstanciales. La catolicidad de la comunión con Pedro se palpaba hasta en el rostro de los jóvenes que allí, en la cosmopolita Toronto, se iban congregando. Se ha hablado mucho en los últimos años de los éxitos de los Parade, de las multitudinarias concentraciones de jóvenes en torno a un programa musical o a un idea un tanto torticera del amor. Toronto fue el gran Parade de los jóvenes que no se conforman con los efectos narcóticos de la cultura del bienestar, con la justicia de los grandes de este mundo, con la riqueza de unos pocos, con la satisfacciones de unos pocos y la insatisfacción de unos muchos, con el relativismo ambiente y con el conformismo social. Toronto fue el gran Parade de los jóvenes que peregrinaron buscando la auténtica felicidad para encontrarse con quien ponía voz y vida al único programa de verdadera y libre felicidad: Juan Pablo II.

Fueron las intervenciones del Papa diálogos con los jóvenes en los que se llamó a las cosas por su nombre. De fondo, una invitación a tener como compañeros de camino —que no sólo de programa— a dos santos claves en la tradición dela Iglesia: san Pablo, apóstol de los gentiles, y san Agustín, el santo más contemporáneo de entre nuestros contemporáneos. Juan Pablo II hoy nos habla, con su palabra entrecuzada por su anciana mirada joven y su gesto nada convencional, de la fuerza en la debilidad, escándalo para un mundo que gira en torno a las estrellas siempre resplandecientes de celofán.

En la tarde del jueves 25 de julio, a su llegada al Exhibition Place, entre aclamaciones, que eran más piropos robados a la espontaneidad juvenil, Juan Pablo II quiso poner las cartas sobre la mesa. Eran unos 400.000 jóvenes auspiciados por la sombra de los rascacielos de la ciudad humana de Toronto, pero que miraban a un escenario abrazado por el horizonte del mar, invitación al duc in altum.

Oímos sin respirar: «¡Queridos jóvenes! Acabamos de escuchar la Carta Magna del cristianismo: las Bienaventuranzas. Hemos visto una vez más, con los ojos del corazón, lo que sucedió en ese momento: una multitud de personas se reúne alrededor de Jesús en la montaña, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, venidos de Galilea, pero también de Jerusalén, de Judea, de las ciudades de Decápolis, de Tiro y Sidón. Todos esperaban una palabra, un gesto que les diera consuelo y esperanza. Nosotros también nos hemos reunido aquí, esta tarde, para escuchar con atención al Señor. Él os mira con mucho cariño: venís de diferentes regiones de Canadá, de los Estados Unidos, de América Central y de América del Sur, de Europa, de África, de Asia, de Oceanía. He oído vuestras voces alegres, vuestros gritos, vuestras canciones, y he sentido el profundo anhelo que late en vuestros corazones: ¡queréis ser felices!

Queridos jóvenes, muchas y tentadoras son las voces que os llaman de todas las partes: muchas de estas voces os proponen una alegría que puede obtenerse con el dinero, con el éxito, con el poder. Principalmente, proponen una alegría que procede del placer superficial y efímero de los sentidos. Queridos jóvenes, ante vuestro deseo joven de felicidad, el Papa anciano, con muchos años, pero aún joven de corazón, responde con palabras que no son suyas. Son palabras que resonaron hace dos mil años. Palabras que hemos escuchado nuevamente esta tarde: Bienaventurados… La palabra clave en la enseñanza de Jesús es un anuncio de alegría: Bienaventurados… El hombre ha sido creado para la felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero Él os pide que confiéis en Él. La verdadera alegría es una victoria, algo que no puede obtenerse sin una larga y difícil lucha. Cristo tiene el secreto de la victoria».

Hubo quien, en la prensa siempre atenta a ciertas nada ciertas interpretaciones, dijo que el Papa les había pedido a los jóvenes que fueran Beatos.

Más adelante, Juan Pablo II, que constantemente saca fuerzas de la debilidad, las fuerzas de la predicación a tiempo y a destiempo, miró fijamente a los jóvenes y les dijo: «¡Jóvenes de Canadá, de América y del mundo entero!: Al mirar a Jesús, aprenderéis lo que significa ser pobres de espíritu, mansos y misericordiosos; lo que significa buscar la justicia, ser limpios de corazón, trabajadores por la paz. Con vuestra mirada fija en Él, vosotros descubriréis el sendero del perdón y la reconciliación en un mundo a menudo devastado por la violencia y el terror. El año pasado, vimos con una claridad dramática el rostro trágico de la malicia humana. Vimos lo que sucede cuando el odio, el pecado y la muerte toman control. Pero hoy, la voz de Jesús resuena en medio de nosotros. Su voz es una voz de vida, de esperanza, de perdón; una voz de justicia y de paz. ¡Escuchémosla!

Jóvenes de todo el mundo esperan al Papa en el Exhibition Place
Jóvenes de todo el mundo esperan al Papa en el Exhibition Place

Gente de Bienaventuranza

Queridos amigos, la Iglesia os mira hoy con confianza y espera que vosotros seáis gente de las Bienaventuranzas. Bienaventurados vosotros si, como Jesús, sois pobres de espíritu, buenos y misericordiosos; si realmente buscáis lo que es justo y recto; si sois puros de corazón, si trabajáis por la paz, si amáis a los pobres y les servís. ¡Bienaventurados!

Sólo Jesús es el verdadero Maestro, sólo Jesús habla del mensaje inalterable que responde a los anhelos más profundos del corazón humano, porque solamente Él conoce qué es lo que hay en cada persona. Hoy os llama para ser sal y luz del mundo, para escoger el bien, vivir en la justicia, para convertiros en instrumentos de amor y paz. Su llamada siempre ha exigido una elección entre lo bueno y lo malo, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte. Hoy os presenta la misma invitación a vosotros, reunidos aquí en las orillas del lago Ontario. ¿Qué llamada seguirán los centinelas del mañana? Creer en Jesús es aceptar lo que Él dice, aunque esté en contra de lo que otros digan. Significa rechazar las solicitudes del pecado, por más atractivas que parezcan, siguiendo la exigente senda de las virtudes del Evangelio.

Jóvenes que me escucháis: ¡contestad al Señor con corazones fuertes y generosos! Él cuenta con vosotros. Nunca lo olvidéis: ¡Cristo os necesita para llevar a cabo su plan de salvación! Cristo tienen necesidad de vuestra juventud y de vuestro generoso entusiasmo para hacer resonar su proclamación de alegría en el nuevo milenio. ¡Responded a su llamada poniendo vuestras vidas al servicio de vuestros hermanos y hermanas! Confiad en Cristo, porque Él confía en vosotros».

Pasó un día, pasó una mañana. Y llegó la Vigilia con el cambio del lugar y del escenario. Un viejo aeropuerto, hoy convertido en parque: Downsview Park, en las afueras de Toronto. La cita estaba marcada en la agenda de las ilusiones de los casi ya 800.000 jóvenes que se agolpaban en derredor de una cruz de acero entrelazado con grandes lienzos. El rezo de la litúrgica oración de vísperas marcaba los ritmos de la celebración. Teníamos la sensación de estar asistiendo a una manifestación plástica de la armonía de la fe. El Papa animaba con sus gestos, con su mirada y sus silencios el lento discurrir de las acciones y de las intervenciones. Y llegaron sus palabras. La multitud, que ahora se convertía en presencia activa —más que multitud suma de individualidades—, se hacía oír, sentir y palpar después de cada pausa, de cada silencio.

Juan Pablo presentó una certera fotografía de nuestro tiempo: «El nuevo milenio se abrió con dos acontecimientos contrastantes: por una parte, la imagen de multitudes de peregrinos que fueron a Roma durante el gran Jubileo para pasar a través de la Puerta Santa que es Cristo, nuestro Salvador y Redentor; por otra, el terrible ataque terrorista en Nueva York, imagen de un mundo en el que la hostilidad y el odio parecen prevalecer. La pregunta que surge es dramática: ¿sobre qué cimientos debemos construir la nueva era de la Historia que está emergiendo de las grandes transformaciones del siglo veinte? ¿Es suficiente depender solamente de la revolución tecnológica que ahora está teniendo lugar, que parece responder únicamente a los criterios de productividad y eficiencia, sin referencia alguna a la dimensión espiritual del individuo, o a los valores éticos compartidos universalmente? ¿Es correcto contentarse con respuestas provisorias para las preguntas fundamentales, y abandonar la vida a la merced de los impulsos de los instintos, de las sensaciones efímeras o modas pasajeras?

La pregunta sigue en pie: ¿sobré qué cimientos, sobre qué certezas deberíamos construir nuestras vidas y la vida de la comunidad a la que pertenecemos? Queridos amigos: de manera espontánea en vuestros corazones, en el entusiasmo de vuestros años jóvenes, conocéis la respuesta, y la estáis dando por medio de vuestra presencia aquí esta noche: Cristo sólo es la piedra angular sobre la que es posible construir de manera sólida nuestra existencia. Solamente Cristo —conocido, contemplado y amado— es el amigo fiel que nunca nos defrauda, que se convierte en nuestro compañero de viaje y que con sus palabras hace que arda nuestro corazón.

El siglo XX trató a menudo de prescindir de esa piedra angular, y trató de construir la civilización humana sin referencia a Dios. ¡En realidad terminó construyendo la civilización contra el hombre! Los cristianos son conscientes de que no es posible rechazar o ignorar a Dios sin correr el riesgo de degradar al hombre. La aspiración que alimenta la Humanidad, entre incontables injusticias y sufrimientos, es la esperanza de una nueva civilización caracterizada por la libertad y la paz. Pero para afrontar este desafío, se necesita una nueva generación de constructores. Movidos no por el temor ni la violencia, sino por la urgencia de un amor genuino, tienen que aprender a construir, ladrillo a ladrillo, la civilización de Dios dentro de la civilización del hombre.

Queridos jóvenes, permitidme que os confíe mi esperanza: ¡tenéis que ser esos constructores! Vosotros sois los hombres y las mujeres del mañana. El futuro está en vuestros corazones y en vuestras manos. Dios os confía la tarea, difícil y entusiasmante, de trabajar con Él en la construcción de la civilización del amor».

Juan Pablo II rodeado de jóvenes durante la ceremonia de bienvenida del 25 de julio

¡Humanizad el mundo!

La radiografía que mostró Juan Pablo II, a modo de pregunta, sólo tiene una respuesta: la santidad personal, el seguimiento ilusionado, consciente de Cristo, muerto y resucitado. «Esta tarde, el Papa —declaró en su discurso—, junto con todos vosotros, jóvenes de todos los continentes, reafirma ante el mundo la fe que sostiene la vida de la Iglesia. Cristo es la Luz de las naciones. Murió y resucitó para devolver a los hombres, que caminan por la Historia, la esperanza de la eternidad. Su Evangelio no aliena al hombre: todo valor auténtico, independientemente de la cultura en que se manifieste, es aceptado y elevado por Cristo. Consciente de esta realidad, los cristianos no pueden dejar de sentir en sus corazones el orgullo y la responsabilidad de su llamada a ser testigos de la luz del Evangelio.

Precisamente por este motivo, os digo esta tarde: ¡que la luz de Cristo brille en vuestras vidas! ¡No esperéis a tener más años para adentraros en el camino de la santidad! La santidad siempre es juvenil, de la misma manera que la juventud de Dios es eterna. Comunicad a todas las personas la belleza del encuentro con Dios que da sentido a vuestra vida. Que nadie os aventaje en la búsqueda de la justicia, en la promoción de la paz, en vuestro compromiso de hermandad y solidaridad».

Palabras que ayudaron a pasar una fría y lluviosa noche en el Downsview Park de Toronto. Pero la cita merecía la pena. Iba a ser la última oportunidad de estar juntos, al calor del amor, de la fe y de la esperanza que emana de la Palabra de Vida. Fueron los únicos medios para contrarrestar el gélido ambiente. Llegó la hora de la celebración eucarística. El protagonismo de la intensa lluvia, del viento, en los primeros momentos de la celebración, no restaron un ápice de atención sobre los misterios fundamentales de la fe que allí se estaban celebrando. Y, una vez más, la historia de salvación se repitió. Las primeras palabras del Vicario de Cristo, del nuevo Pedro, parecieron conjugar el tiempo y el espacio. Una tramoya no preparada. Cesó el viento y la lluvia, después de un brusco movimiento metereológico en una sinfonía de inclemencias. Era el momento en que Juan Pablo II se dirigía a los jóvenes en español. Y, no pudo ser menos, la espontaneidad de este Papa afloró como el sol: «Viento, lluvia y sol. Demos gracias a Dios… (inmenso clamor de aplausos y gritos)…; sigamos con la sal». Porque en ese momento estaba invitando a los jóvenes cristianos a ser sal de la tierra y luz del mundo: «El espíritu del mundo ofrece muchas ilusiones, muchas parodias de la felicidad. Sin duda las tinieblas más espesas son las que se insinúan en el espíritu de los jóvenes, cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, el manantial más grande de la infelicidad, es la ilusión de encontrar la vida prescindiendo de Dios, alcanzar la libertad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal. El Señor nos invita a escoger entre dos caminos, que están en competencia, para apoderarse de vuestra alma. Esta opción constituye la esencia y el desafío de la Jornada Mundial de la Juventud. ¿Por qué os habéis reunido aquí procedentes de todas las partes del mundo? Para decir juntos a Cristo: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Jesús, amigo íntimo de cada joven, tiene palabras de vida. El mundo que heredáis es un mundo que tiene desesperadamente necesidad de un sentido renovado de la fraternidad y de la solidaridad humana. Es un mundo que necesita ser tocado y curado por la bondad y por la riqueza del amor de Dios. El mundo actual tiene necesidad de testigos de este amor. Necesita que vosotros seáis la sal de la tierra y la luz del mundo.

La sal se usa para conservar y mantener sanos los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio os corresponde a vosotros conservar y mantener viva la conciencia de la presencia de Jesucristo, nuestro Salvador, de modo especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte redentora y de su gloriosa resurrección. Debéis mantener vivo el recuerdo de las palabras de vida que pronunció, de las espléndidas obras de misericordia y de bondad que realizó. ¡Debéis constantemente recordar al mundo que el Evangelio es fuerza de Dios que salva! La sal condimenta y da sabor a la comida. Siguiendo a Cristo, debéis cambiar y mejorar el sabor de la historia humana. Con vuestra fe, esperanza y amor, con vuestra inteligencia, fortaleza y perseverancia, debéis humanizar el mundo en que vivimos. El modo para alcanzarlo lo indicaba ya el profeta Isaías en la primera lectura de hoy: Suelta las cadenas injustas… parte tu pan con el hambriento… Cuando destierres de ti el gesto amenazador y la maledicencia… brillará tu luz en las tinieblas».

La invitación estaba cursada: ser santos para ser sal y luz de la tierra, en una Iglesia santa, en una misión concreta, tan concreta como la vida de cada uno. Era la hora de la Iglesia. En este momento de la homilía, cuando el Papa se refirió a los recientes escándalos de algunos miembros de la Iglesia, no sólo se levantaron las voces, sino que se levantaron los cuerpos. Más de medio millar de sacerdotes prorrumpieron en aplausos y gritos de Viva el Papa, en agradecimiento a ese gesto paternal de aliento por sus vidas entregadas sin reservas. Quien esto escribe, lo vio y lo vivió, y da testimonio de ello. En ese momento de la celebración me encontraba entre los sacerdotes. El que tenía a mi derecha, canadiense de la zona francófona, espontáneamente me dio un abrazo al oír a Juan Pablo II decir: «Aquí hay hoy muchos sacerdotes, seminaristas y personas consagradas: ¡estad a su lado y apoyadles!» Cosas que nos pasan a los periodistas por estar donde no debemos.

Las palabras del Papa, en ese momento, aún resuenan en nuestro corazón: «Incluso una pequeña llama aclara el pesado manto de la noche. ¡Cuánta luz podréis transmitir todos juntos si os unís en la comunión de la Iglesia! ¡Si amáis a Jesús, amad a la Iglesia! No os desalentéis por las culpas y las faltas de algunos de sus hijos. El daño provocado por algunos sacerdotes y religiosos a personas jóvenes o frágiles nos llena a todos de un profundo sentido de tristeza y vergüenza. ¡Pero pensad en la gran mayoría de sacerdotes y religiosos generosamente comprometidos, con el único deseo de servir y hacer el bien! Aquí hay hoy muchos sacerdotes, seminaristas y personas consagradas: ¡estad a su lado y apoyadles! Y, si en lo profundo de vuestro corazón sentís resonar la misma llamada al sacerdocio o a la vida consagrada, no tengáis miedo de seguir a Cristo en el camino de la Cruz. En los momentos difíciles de la historia de la Iglesia, el deber de la santidad se hace todavía más urgente. Y la santidad no es una cuestión de edad. La santidad es vivir en el Espíritu Santo, como hicieron Kateri Tekakwitha y muchos otros jóvenes. Vosotros sois jóvenes, y el Papa está viejo y algo cansado. Pero todavía se identifica con vuestras expectativas y con vuestras esperanzas. Si bien he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente como para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para poder sofocar completamente la esperanza que palpita siempre en el corazón de los jóvenes. ¡No dejéis que muera esa esperanza! ¡Arriesgad vuestra vida por ella! Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; por el contrario, somos la suma del amor del Padre por nosotros y de nuestra real capacidad para convertirnos en imagen de su Hijo».

Lo dijo el Santo Padre. Y lo dijo con palabras de san Agustín, el más contemporáneo de entre nuestros santos contemporáneos, al final de la misa, en aquella despedida eterna, mal que le pesara a alguno de sus cercanos colaboradores: «Hemos sido felices juntos en la luz compartida. Realmente hemos disfrutado estando juntos. Nos hemos regocijado. Pero mientras nos separamos, no nos separemos de Él».

Fuimos buscando la palabra de felicidad y encontramos a un testigo de un nuevo mundo, del verdadero mundo feliz en Cristo. Pero el camino no concluye aquí. Hay ya una nueva cita: la alemana ciudad de Colonia en el 2005. Si Dios quiere, allí estaremos.