«Te cambiará la vida, ya verás...» - Alfa y Omega

«Te cambiará la vida, ya verás...»

Anabel Llamas Palacios
Las velas de los jóvenes iluminaron al anochecer la Vigilia de oración con el Papa en Downsview Park, el 27 de julio

Aunque en el momento en el que escribo esta crónica estamos a principios de agosto, en Asturias no hace sol. Dicen los lugareños que tanta nube no es normal, que menudo verano, que así no hay quien salga de casa.

Desde mi ventana el cielo aparece completamente blanco, pero como me he criado aquí, no alcanzo a ver la novedad. La lluvia se escapa en un fino orballo, como dicen en estas tierras, que viene a ser el perpetuo rocío que cubre el aire, y le proporciona a Asturias ese color único, y también ese olor especial. Si cada sitio tiene un olor, Asturias huele a belleza, a historia y a buena comida. A hospitalidad y a tranquilidad. A nobleza y a trabajo.

Sigo mirando por mi ventana. Y no puedo evitar un recuerdo. El recuerdo de otra ventana, esta vez la de un autobús que recorría las calles de Nueva York. Con la misma curiosidad he mirado a través de ambas ventanas, la de mi casa en Asturias y la del autobús que, llevándome junto con otros cuarenta jóvenes peregrinos de la diócesis de Madrid, intentaba recorrer la capital del mundo para depositarnos a salvo, después de un largo viaje en avión, en la parroquia donde dormiríamos. Era el comienzo de un viaje. Miles de jóvenes salían desde España hacia el continente americano. Se iba a celebrar otra Jornada Mundial de la Juventud y el Papa Juan Pablo II había convocado a todos los jóvenes del mundo en Toronto, Canadá.

Ésta es la crónica de un viaje inolvidable. Un viaje que nació, para mí, periodista, a mediados de mayo, aunque la mayor parte de los jóvenes llevaban dos años esperándolo. Muchos incluso compaginando estudios y trabajo para costeárselo. No era un viaje cualquiera. El destino era Toronto, pero se trataba de peregrinar, de vivir y sentir a fondo cada paso que dábamos, porque se daba con un sentido. Íbamos a tener un encuentro con Cristo, con el Papa y con miles de jóvenes que profesaban nuestra misma fe, aunque procedieran de países impronunciables, desconocidos, lejanos, o vecinos.

Antes de partir, las palabras de los veteranos eran siempre las mismas: «Te cambiará la vida, ya verás…».

El viaje en autobús desde el aeropuerto nos llevaría hasta uptown de Manhattan, la parte alta de Manhattan, en Nueva York. El tráfico era bastante intenso, y la gente comentaba que estábamos recorriendo una especie de M-40 neoyorquina. Eso parecía, a juzgar por el trazado de la carretera.

Tardaríamos una hora y media aproximadamente en llegar a nuestro destino desde el aeropuerto JFK en el que, hacía tan sólo un rato, acabábamos de aterrizar.

Cuando supimos que nos esperaba un buen viaje en autobús, nos acomodamos en nuestros asientos. Sería una travesía amena, al fin y al cabo, Nueva York no se ve todos los días. No nos equivocamos. La ventanilla del autobús nos proporcionó un aperitivo de lo que más tarde veríamos en nuestra visita a Nueva York, antes de viajar a Toronto y presenciar el esperado encuentro mundial de la Juventud.

En nuestro autobús viajaba el grupo de los independientes, un grupo heterogéneo, compuesto por jóvenes que habían decidido viajar a Toronto sin formar parte de ningún grupo organizado, y de algunas parroquias de Madrid. Sabíamos que la peregrinación de la archidiócesis madrileña estaba integrada por unos 700 jóvenes, y que haríamos el viaje siempre unidos. Éramos tantos que una gran parte ya se encontraba en Nueva York, mientras que otros llegarían más tarde. En las instrucciones que nos habían dado en reuniones previas a la partida, comprobamos que la Delegación de Juventud de la archidiócesis había preparado toda una obra de ingeniería para lograr que todos los grupos tuvieran asignados un lugar para dormir, tickets del Mc Donalds para comer en diferentes puntos de la ciudad, y todos los autobuses necesarios para, una vez terminada la estancia en Nueva York, viajar hacia Toronto y unirnos al Encuentro con jóvenes de todo el mundo.

Nos encontrábamos, pues, en la primera fase de nuestro viaje, en la que visitaríamos Nueva York, podríamos conocernos, prepararnos para el Encuentro, visitar la ciudad y conocer un poco la realidad de la Iglesia católica hispana en Estados Unidos.

Ceremonia de bienvenida del Papa a los jóvenes, en el Exhibition Place. 25 de julio

Al servicio de Cristo

La periferia de la ciudad de Nueva York no defraudó a nadie. Recorrimos durante un buen rato lo que sería un barrio residencial de clase media. Casas de madera pintadas de colores suaves, y, a cada paso, una bandera americana: en los porches, en los jardines…

La guía nos va explicando que Nueva York «está dividido en cinco condados: Queens, Staten Island, Brooklin, Manhattan y el Bronx. Todas las chicas van a hospedarse en parroquias situadas en la zona del Bronx, mientras que los chicos residirán todos juntos en el seminario de la ciudad, bastante más alejados».

Nueva York es sorprendente. Más banderas, más pegatinas con la frase God bless America (Que Dios bendiga a América) en los coches que nos adelantan. Iglesias y más iglesias: presbiterianas, baptistas, católicas… restaurantes de comida rápida al estilo de todas las nacionalidades posibles, supermercados, tipos humanos repartidos según las calles: ahora pasamos por una zona de gente de color, ahora dominicanos, ahora judíos… Todos se consideran americanos, pero se resisten a perder sus costumbres. Viven en la ciudad de los mil colores, pero cada color parece ir por separado.

En las zonas más humildes podemos ver a sus habitantes sentados a las puertas de sus viviendas, observando lo que pasa, charlando con sus vecinos. En Madrid la gente camina sin detenerse, siempre dirigiéndose a un destino. En estas calles la gente parece, simplemente, estar. De repente, nuestro autobús se detiene. «¿Ya hemos llegado?». Aturdidos todavía por el viaje y la emoción salimos a la calle. Un golpe terrible de calor húmedo nos sacude a todos. Al principio parece que cuesta incluso respirar, pero en seguida nos acostumbramos. Aquí se bajan sólo las chicas. Parroquia de Saint Elisabeth. Una señora nos abraza efusivamente y nos saluda en español, después, otra, y otra. «¡Bienvenidas!». «Gracias…». Poco a poco comprendemos. Son mujeres de la parroquia que vienen a saludarnos y conocernos, estamos en una zona de hispanohablantes y nos sentimos como en casa.

Nos ofrecen entrar en el edificio. Allí han arreglado un gimnasio para que coloquemos los sacos de dormir. Todo el mundo se sorprende por la acogida tan cariñosa de los miembros de la parroquia. Nos enteramos de que son del movimiento de la Renovación Carismática, y enseguida hablan con nosotras como si nos conociésemos de toda la vida, mientras comemos donuts, que ellos mismos nos han traído, y bebemos con ansiedad zumos, té helado y agua. Después nos invitan a una misa en la iglesia. El sacerdote que celebra es madrileño, don Alberto del Olmo, y omite la homilía: lo tiene por costumbre «a partir de unos determinados grados de temperatura», y es que, a pesar de que la iglesia cuenta con unos ventiladores gigantescos en cada esquina, el calor y la humedad son asfixiantes.

Aquella noche descansamos; unas mejor que otras, pero descansamos. Durante la noche oímos un pequeño alboroto: acababa de llegar otro grupo de chicas madrileñas.

A las siete de la mañana sentimos movimiento en el gimnasio. Unas 10 mujeres de la parroquia entran a despertarnos. Con la dulzura y entrega propias de una madre nos ofrecen sus hogares para poder ducharnos todos los días durante nuestra estancia. Se oyen suspiros de alivio y, poco a poco, cada una se va llevando a grupos de jóvenes a sus casas. A la vuelta, donuts, pan, zumos…, desayuno en abundancia, de nuevo a cargo de los parroquianos. Tanta amabilidad y tanto cariño nos impresiona. «Son ustedes muy amables. Les estamos muy agradecidas», les repetimos una y otra vez. «Siempre al servicio de Cristo», contestan alegres, ante nuestra sorpresa.

Aquel día, por fin, nos reunimos todos los madrileños en la conocida catedral neoyorquina de San Patricio. Casi llenamos el lugar. Además, nos enteramos de que, junto con nosotros, peregrinan las diócesis de Alcalá, Almería, Córdoba y Barbastro. Se nos hace raro —pensamos muchos— ver a nuestro arzobispo, el cardenal Antonio María Rouco, concelebrando con el cardenal Egan, arzobispo de Nueva York, a los obispos auxiliares de Madrid, monseñores César Franco y Eugenio Romero…, y con todos los jóvenes sacerdotes que nos acompañan en esta peregrinación única. Casi podría ser una misa en la catedral de la Almudena…, y resulta que estamos en la de Nueva York, cantando las mismas canciones, rezando e interiorizando esta experiencia. Parece mentira…, ayer todavía nos encontrábamos en España, hoy estamos en América, hemos paseado por Manhattan y celebramos misa en una de las catedrales más conocidas del mundo… ¿Qué nos deparará el viaje? ¿Qué descubriremos? ¿Qué querrá decirnos el Señor en esta gran peregrinación…? Pensamos todo esto mientras celebramos la Eucaristía. Pero esta duda y esta sorpresa nos acompañan siempre en el camino. También mientras visitamos la Quinta Avenida, subimos al Empire State, caminamos por Central Park, vemos desde el ferry la estatua de la libertad y el puente de Brooklyn, o nos sacamos fotos en la famosa e iluminadísima plaza de Times Square.

Al día siguiente, después de rezar Laudes, cosa que siempre hacemos en nuestras respectivas parroquias antes de la odisea del metro de Nueva York, celebramos misa en la iglesia de San Pedro, que se encuentra situada muy cerca de la actual Zona cero. Es la primera iglesia católica que se construyó en la ciudad, una iglesia sencilla y acogedora. La Eucaristía cuenta con el impresionante testimonio de una mujer viuda, cuyo marido falleció en el ataque del 11 de septiembre a las Torres gemelas. Permanecemos en silencio y rompemos a aplaudir emocionados al terminar. No sólo son admirables su fortaleza y su fe, sino que nos relata cómo su conversión salvó su matrimonio, y cómo había sido aquel proceso.

Un inmenso boquete…

A medida que pasan los días, en esta peregrinación me voy dando cuenta de que una de las grandes riquezas que proporciona una experiencia así son los testimonios de la gente que uno se va encontrando. En una caminata; en un tranvía; en un metro; en un autobús o en una iglesia, como este último…, suelen ser encuentros casuales: la persona adecuada, las palabras adecuadas, los recuerdos adecuados llegan hasta nosotros de forma natural, se cuelan en nuestras entrañas y ellos solos, casi sin querer, van formando el muro sólido de nuestra fe en Cristo. Sin ser muy conscientes de ello, las palabras de los compañeros de viaje responden a muchas de nuestras dudas más íntimas, sorprenden y consuelan…

La Zona cero es un inmenso boquete que los visitantes no pueden más que atisbar, casi intuir. Todo se encuentra vallado, protegido, y asépticamente escondido. Los alrededores muestran discretamente las huellas de aquella tragedia del 11S: un edificio apuntalado, otro cubierto por una inmensa lona… y, ante todo, la bandera de los Estados Unidos. United we stand… (permaneceremos unidos), rezan muchas banderas, camisetas y pancartas. Nueva York es, indudablemente, una ciudad golpeada por el dolor. Caminamos en silencio por el pasillo que han dejado entre la carretera y las vallas que separan el lugar del atentado. Algunos grupos rezan unidos en silencio, otros muchos visitantes sacan fotos… Es casi un lugar sagrado, o así, al menos, parecen haberlo querido los neoyorquinos, pues conservan en el lugar de los hechos un trozo de viga oxidada en forma de cruz.

El santuario de la madre Francisca Javier Cabrini fue el comienzo del final de nuestra estancia en Nueva York. En aquel lugar, colegio y templo dedicado a esta mujer, fundadora de la congregación de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, celebramos la misa, comemos una estupenda barbacoa americana y, al atardecer, nos ponemos en ruta hacia Niágara, donde visitaríamos las cataratas y cruzaríamos la frontera con Canadá.

A Niágara llegamos el día siguiente, después de una extraña noche en carretera donde dormimos intermitentemente, lo que provoca que el día y la noche se desdibujen y se confundan. Ni qué decir tiene que esto, a pesar de las quejas de casi todos, es un añadido más a la emoción del viaje, y una prueba de que el cuerpo humano es capaz de resistir casi todos los obstáculos si se siente pleno y lleno de fuerza interior. Nadie sabe cuántas horas dormimos en toda la peregrinación, pero los últimos días puede que no llegaran a tres horas diarias, eso cuando dormimos. Pero todo aquello no importaba. El gozo del alma era más fuerte. Lo ponían de manifiesto las canciones que cantamos, las palmas, los gritos, los John Paul Two, we love you, o Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo, los torontontoooo, las sevillanas canadienses, la afonía, los saltos, las risas, las lágrimas que se nos escaparon. Aquellos días las emociones fueron las que nos guiaron, y por un tiempo en nuestras vidas pudimos dejar de lado las rutinas y unirnos a la alegría incontenida de cientos de miles de personas.

Las cataratas del Niágara son espectaculares. Canadá en sí es espectacular, y su vegetación, su inmensidad nos sobrecogieron. Después de pasar casi un día entero en aquel lugar, tierra norteamericana y canadiense, continuamos nuestro trayecto hacia Toronto, donde por fin llegamos el día 23 de julio.

Llegada de Juan Pablo II a Downsview Park para la celebración de la Vigilia. 27 de julio

Una vez allí, pudimos comprobar que por algo a América se la conoce como el nuevo mundo, y que una ciudad como Toronto es tan extensa que desplazarse por ella implica cambiar nuestros esquemas europeos. Como muestra, un botón: para desplazarnos hasta el Exibition Place, el lugar donde se desarrolló la Jornada Mundial de la Juventud, el grupo de españoles que se alojaba en Sta. Columba School, entre los que yo me encontraba, tenía que coger un autobús, dos interminables metros y un tranvía. En total, dos horas aproximadas de viaje.

El Exhibition Place venía a ser algo así como el recinto ferial de una ciudad española. Personalmente me recordaba al recinto de la Feria de muestras de Gijón, salvando las distancias, porque una comparación entre España y Canadá sólo tiene sentido si se multiplica por cinco, o por diez, en Canadá. «Aquí todo es a lo grande», decíamos nosotros constantemente, mientras contemplábamos los pabellones inmensos, las zonas verdes, la música, los puestos de comida, las editoriales católicas informando sobre su material, el acceso a internet y las cabinas telefónicas plagadas de gente de todos los colores hablando a gritos en idiomas desconocidos, las banderas multicolores (algunas ya muy vistas, otras extrañas, bonitas y lejanas…), los jóvenes acercándose, unos a otros, intercambiando postales y pins con el dibujo de sus banderas, preguntándose cosas sobre sus respectivos países… Aquello podría parecer una torre de Babel, pero era apasionante, en realidad era todo lo contrario. Inevitable mencionar el constante palmeo de los españoles, que no dejamos de tocar las palmas desde que nos bajamos del avión. Nadie podía negar que veníamos de España…

Sal de la tierra

Todo parecía a estrenar y nuestros ojos no abarcaban tanto movimiento, tanta noticia, aviso y nerviosismo. La cantidad de gente que se acumulaba en el Exhibition Place era tal, que uno podía llegar a pensar que nunca saldría del recinto, pues no podía haber medios de transporte suficientes en una ciudad como para desplazar a tantas personas. Sin embargo, en los momentos críticos pudimos comprobar cómo surgían, como por encantamiento, autobuses que amablemente nos llevaban hasta las escuelas que nos acogían. De una forma práctica, sin ruidos ni escándalos, sino con la sencillez propia de una ciudad tranquila, Toronto se había organizado para acoger a los jóvenes.

Los días en Toronto transcurrían entre las actividades programadas por la organización, y otras muchas, optativas, ofrecidas en el Exhibition Place y la ciudad. Los jóvenes estábamos organizados por nacionalidades e idiomas. Después del desayuno y del rezo de Laudes nos poníamos en camino hacia el Exhibition Place o la iglesia donde solían tener lugar las catequesis, impartidas, la mayoría, por nuestro arzobispo, cardenal Antonio María Rouco Varela. El lema de la Jornada, aquellas palabras de Mateo 5: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» latían en el fondo de cada uno de los discursos que nos dirigían obispos, cardenales, sacerdotes y, por supuesto, nuestro Pontífice Juan Pablo II.

Las catequesis trataban temas actuales, permitían el diálogo, y por ello resultaban especialmente enriquecedoras: como aquella catequesis del 25 de julio, en el que el cardenal Rouco conversó con diferentes jóvenes, españoles y sudamericanos, que le planteaban cuestiones vitales, como la manera de compaginar una vida dedicada a la política con el cristianismo, el tema del relativismo, o la sencilla pregunta: «¿Cómo sé yo que hay Dios?, a la que el cardenal arzobispo de Madrid, sencillamente, contestó: «Mirad a vuestro interior y al mundo. Ahí encontraréis a Dios». Siguió una fuerte ovación.

También resultó especialmente animada la catequesis del cardenal Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, demostrando una gran capacidad de conexión con los jóvenes. Quedará siempre en nuestro recuerdo la cumbia misionera, con la que tanto nos reímos mientras la bailábamos.

Estas catequesis fueron también un buen momento para conocer a mucha gente española o sudamericana y compartir con ellos esos días. No siempre se puede hablar con unos simpáticos cubanos, como Edwin, Miguel y Alejandro, que nos comentaron: «Venimos de La Habana, con la delegación cubana. Somos en total 200 jóvenes que venimos a ver al Papa. Yo estuve —dice Edwin— en París en el 97, pero para la mayoría de los que vienen con la delegación cubana es el primer viaje. Esto es algo muy importante para todos, nos va a ayudar mucho para nuestra vida de fe. Es un compromiso mucho mayor con la Iglesia, con Cristo. Nos acordamos mucho de los jóvenes de Cuba, que, aunque no están, nos los hemos traído en el corazón, y les llevaremos todas estas experiencias que estamos viviendo».

Algo inolvidable…

Carlos, un chico de 20 años de origen peruano, afincado en la ciudad canadiense de Montreal, decía: «Estoy viviendo esta Jornada como algo inolvidable. Es la primera vez que vengo a una, y sé bien que para el resto de los jóvenes que están aquí también será algo inolvidable. Estoy asombrado por la cantidad de jóvenes que hay aquí y que veo creen en el Señor y que son realmente cristianos, porque la verdad es que parece que la juventud de hoy ya está perdiendo estos valores de la fe».

Dos jóvenes madrileños, Carmen y Luis, hablaban así de emocionados: «Me llamo Carmen, tengo 21 años, y soy de Villaviciosa de Odón, en Madrid. Había estado ya en la Jornada de París, y veo que todo está mucho mejor preparado; creo que la experiencia de ver a un montón de jóvenes de todos los países reunidos en torno a una misma fe y al Papa es muy bonita.

La verdad es que vine a esta Jornada con mucha más ilusión que nunca, sobre todo por el tiempo tan difícil que está viviendo el mundo ahora, porque están las cosas muy mal, y creo que, en momentos así, lo único que puede llevar un poco de luz es Dios, que es la Verdad, y eso es a lo que tenemos que mirar, y es lo que tenemos que buscar, porque es lo único que da sentido a la vida del hombre y colma su corazón… Eso se ve en la alegría que hay en todo el encuentro». «Pues yo me llamo Luis, y es la primera vez que vengo a un encuentro de éstos. Me está llamando la atención, sobre todo, la experiencia de Iglesia, la experiencia de ver cómo se vive de tan distintas maneras lo mismo. Ayer estuve dando un paseo por ahí, y vi distintos cánticos, distintas formas de expresarse, en la iglesia de la Adoración, donde está expuesto el Santísimo. Son distintas formas de vivir lo mismo. Y entonces te das cuenta de que la Iglesia no sólo es lo que nosotros vemos en nuestra ciudad, sino que se expresa de muchas formas distintas, pero hay una comunidad, una unión que tiene su expresión visible en el Papa, que es justamente lo más bonito de este encuentro, y es lo que une a toda esta diversidad de vivencias, de experiencias…».

Según los días, había bastante tiempo libre y muchas actividades para realizar. Algunos grupos llevaron a cabo obras sociales en zonas deprimidas de la ciudad, otros organizaban visitas turísticas, o descansaban. La música ocupó un lugar predominante en la Jornada, y los hispanoparlantes pudimos disfrutar de la buena música, y mejor compañía, de Migueli y Martín Valverde, entre otros muchos.

Si las mañanas estaban ocupadas con las catequesis, las tardes tuvieron como grandes protagonistas las celebraciones de la Eucaristía y el Vía Crucis. Este último, que tuvo lugar el día 26 de julio a última hora de la tarde, en pleno centro de la ciudad de Toronto, resultó una espectacular representación dramática del prendimiento y la pasión de Cristo, con textos del propio Juan Pablo II.

La lluvia cesó, y dio paso al sol al comenzar la celebración de la Eucaristía final del domingo 28 de julio en Downsview Park

Pero, sin lugar a dudas, la persona y el hecho más importante, y por el que muchos jóvenes habían atravesado medio mundo, fue la presencia del Santo Padre Juan Pablo II. Si llegamos el día 23 y ese mismo día se celebró la Eucaristía de bienvenida, pronto corrieron los rumores (que luego se convirtieron en noticia comprobada) de que el Papa, una vez aterrizado su avión en tierras canadienses, se negó a desplazarse a la residencia que le habían preparado hasta que no viese a los jóvenes en el Exhibition Place. Dicen que así ocurrió, y que estuvo sobrevolando en su helicóptero toda aquella zona, en el primer día de esta XVII Jornada Mundial de la Juventud. Cuando más tarde nos enteramos de aquello, hicimos memoria y recordamos varios helicópteros sobrevolando de forma insistente el pequeño espacio aéreo del recinto, y un escalofrío inevitable nos recorría todo el cuerpo pensando que en uno de ellos se asomaba una entrañable persona vestida de blanco.

Fue realmente el 25 de julio cuando tuvo lugar la primera Eucaristía de acogida presidida por Juan Pablo II. Supuso el primer encuentro de los jóvenes con el Pontífice en esta Jornada Mundial, y en el ambiente se palpaba que algo grande iba a ocurrir. El Exhibition Place se encontraba a rebosar de gente y de banderas. El calor era sofocante, y también la humedad, pues el recinto se encuentra casi a orillas del lago Ontario: un lago en términos canadienses; casi un mar en medidas europeas. Varias horas antes la zona se había llenado de jóvenes. Todo el mundo se había ido situando lo más cerca posible del gran escenario donde iba a desarrollarse la Eucaristía, o cerca de las pantallas que ayudarían a visualizarla mejor. Muchos otros habían preferido colocarse a los lados del pequeño camino por el que pasaría el Papamóvil antes de llegar al escenario. Era imposible caminar entre toda aquella muchedumbre. Por fin, el Papa llegó, antes de lo previsto. Quienes no pudieron verle intuyeron su presencia cuando, en cuestión de segundos, el mundo pareció venirse abajo entre aplausos, gritos, canciones y lágrimas.

Alegría y felicidad

Su discurso fue inolvidable. Eduardo, un joven español de 24 años, decía, al finalizar la Jornada: «Uno de los momentos más emocionantes del Encuentro fue la bienvenida del Papa. Me puse a llorar al oírle hablar… Oír su voz, su mensaje… Lo que sentí es indescriptible». Y es que la experiencia de la presencia viva del Papa no dejó indiferente a nadie. Sus palabras, muchas veces fuertes y enérgicas a pesar del visible cansancio que arrastra, delataban una predilección y una sintonía especial con los jóvenes: «He esperado con ilusión este Encuentro… Os invito a hacer de las diversas actividades de la Jornada Mundial, apenas comenzada, un tiempo privilegiado en el que cada uno de vosotros, queridos jóvenes, se ponga a la escucha del Señor, con corazón disponible y generoso, para convertirse en sal de la tierra y luz del mundo. (…)

¡Queréis ser felices! Queridos amigos, a vuestro anhelo joven de ser felices, el anciano Papa responde con una palabra que no es suya. Es una palabra que resonó hace dos mil años: Bienaventurados… El hombre está hecho para la felicidad. La alegría verdadera es una conquista, que no se logra sin una lucha larga y difícil. Cristo posee el secreto de la victoria».

El día 27 era, quizá, el comienzo del fin. Significaba que en una mochila cargaríamos nuestros sacos de dormir y nos pondríamos rumbo a un campo desconocido y presumiblemente gigantesco donde tendría lugar la Vigilia, culminación de las Jornadas y del encuentro con el Papa. A pesar del cansancio y de las incomodidades que pueden surgir en las circunstancias de un viaje, era difícil contener la emoción.

La llegada a Downsview Park, el inmenso campo donde se celebraría la Vigilia y la Eucaristía al día siguiente, se hizo mediante una pequeña peregrinación. Al llegar allí, como siempre suele ocurrir, vimos que otros habían ocupado los mejores sitios. Así que tocó instalarse en un lugar alejado, pero cercano a una gran pantalla, y a un pequeño andamio colocado estratégicamente en medio del campo para poder sentarse encima y tener una mejor vista. Enseguida el pequeño andamio fue apodado el islote perejil, y casi resultó una profecía, como luego podrán comprobar.

Mientras esperamos la llegada del Papa, pensamos en España y en todos nuestros familiares y amigos que hemos dejado allí. Mientras en Canadá es por la tarde, en nuestro país ya son casi las 2 de la mañana. Habrá mucha gente durmiendo, pero puede que algunos se hayan quedado despiertos para ver en directo la Vigilia por la televisión. ¿Podrá la televisión reflejar la inmensidad de este terreno y la cantidad de gente que, esta noche, dormirá aquí, al aire libre? ¿Podrá mostrar sus caras, su ilusión, su juventud…? ¿Se hará eco de la cantidad de colores y voces, de la riqueza de este momento? Nos preguntábamos todo esto mientras mirábamos a nuestro alrededor, admirados. Caminamos entre las sendas que dejan en el césped los sacos de dormir, observamos a la gente…; algunos han montado sofisticadas tiendas de campaña, otros se encuentran al aire libre y muchos han improvisado pequeños refugios con los materiales que tenían a mano: sábanas, plásticos… Nos reímos: esto es como la vida misma, cada uno hace lo que puede.

Por fin llega el Papa. Comienza la Vigilia y mucha gente se prepara los cascos y la radio para seguir en su idioma la celebración. En ella, el Papa hizo un pequeño repaso por la historia de las Jornadas Mundiales: «Cuando, en el ya lejano 1985, quise poner en marcha las Jornadas Mundiales de la Juventud, tenía en el corazón las palabras del apóstol san Juan que acabamos de escuchar esta noche. Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (…) os lo anunciamos también a vosotros… E imaginaba las Jornadas Mundiales como un momento fuerte en el que los Jóvenes del mundo pudieran encontrarse con Cristo, el eternamente joven, y aprender de Él a ser los evangelizadores de los demás jóvenes. Esta noche, juntamente con vosotros, bendigo y doy gracias al Señor por el don que ha hecho a la Iglesia a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Millones de jóvenes han participado de ellas, sacando motivaciones de compromiso y testimonio cristiano».

La sintonía del encuentro

La sintonía de aquel encuentro, el himno de la Jornada, volvió a oírse con fuerza al finalizar la celebración: «La luz del mundo, sal de la tierra; seamos para el mundo el rostro del amor. La luz del mundo Cristo es la luz; seamos su reflejo, y por siempre brillaremos con su luz».

Aunque una lluvia fina amenazaba el transcurso de la larga noche que nos esperaba, todo el mundo se animó, y retumbaba en el cielo la música del escenario, los bailes, los juegos (las sevillanas y las palmas en el caso de los españoles…), muchas risas, muchas conversaciones inolvidables. Eran las tres de la mañana cuando algunos caíamos rendidos en el saco y nos dormíamos a pesar de tener un altavoz gigante a pocos pasos.

La sorpresa llegó pocas horas más tarde, exactamente a las 6 de la mañana, cuando una lluvia torrencial nos despertó, calándonos hasta los huesos y nos obligó, aturdidos todavía, a recoger todas nuestras cosas e intentar ponernos bajo techo. Alguien consiguió un plástico gigante, con el que cubrió el pequeño andamio que habíamos apodado Perejil, bajo el que pudimos resguardarnos, más o menos, de la terrible tormenta. El viento se hizo cada vez más fuerte, la lluvia se colaba por cualquier hueco, y muchos estábamos totalmente empapados. Fueron unos momentos duros, sobre todo porque pocas personas estaban realmente preparadas para una situación así. Delante de nosotros, una ambulancia recogía a una niña norteamericana con hipotermia, y el aspecto del cielo no auguraba un final cercano. Sin embargo, cada poco se acercaba Pablo, un seminarista de Madrid, y sonreía mientras aseguraba que pronto saldría el sol.

Cuando llegó el Papa, aún seguía lloviendo, y el cielo no había variado su oscuro color. El campo ofrecía un aspecto deplorable: el viento se había llevado por delante todo lo que había encontrado a su paso, y el barro hacía casi imposible caminar.

Comenzó la celebración, y poco a poco fue dejando de llover. Nadie lo hubiera imaginado, pero en cuestión de minutos salió un sol radiante, que hizo exclamar incluso al Papa: «¡Ecco, il sole!» El cielo parecía otro y el calor y el sol repentino nos fue secando la ropa y confortando de nuevo, después del frío y la incomodidad que acabábamos de pasar. Casi nadie se había ido, y Juan Pablo II regaló la última homilía de la Jornada a unos jóvenes cansados pero satisfechos, colmados: «El mundo os necesita; el mundo necesita la sal, os necesita como sal de la tierra y luz del mundo. (…) Una llama ligera que arde rompe la pesada cubierta de la noche. ¡Cuánta más luz podréis producir vosotros, todos juntos, si os unís en la comunión de la Iglesia! (…) Vosotros sois jóvenes, y el Papa es anciano; 82 u 83 años no es lo mismo que 22 o 23. Pero aún se identifica con vuestras expectativas y vuestras esperanzas. Jóvenes de espíritu, jóvenes de espíritu. Aunque he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para ahogar completamente la esperanza que brota eterna en el corazón de los jóvenes».

Así, con el calor de un sol recién estrenado, y de la cercanía de un Papa anciano que, con voz cansada, hablaba con palabras sencillas a la multitud, culminó la XVII Jornada Mundial de la Juventud. Poco a poco Downsview Park se fue quedando vacío. Las banderas, los idiomas desconocidos, se fueron apagando hasta que desaparecieron. Cada uno se llevó en el corazón una música, unas palabras que resonarán en su memoria toda la vida, una imagen imborrable…; y también muchos amigos, gente que, si bien no estará, día a día, presente en su rutina, permanecerán en la trastienda, en ese lugar donde guardamos los recuerdos inolvidables. Y así, nunca olvidaremos la bondad de María José y Loli, la cercanía de Cristina, la vitalidad de Victoria, la alegría de los jóvenes seminaristas de Madrid, la disponibilidad de Juan Pedro y Juan Bautista, la amistad de Gonzalo, de Eduardo, de Amparo, de Pilar, de Ignacio, de Alberto, de las gemelas Lara y Tamara, de Olga, de Bea, de Carmen… Con la seguridad de que se había cumplido en todos nosotros aquella frase que nos dijeran antes de partir: «Te cambiará la vida, ya verás…».