El esplendor de la verdad - Alfa y Omega

El esplendor de la verdad

El próximo 4 de diciembre se cumplen 450 años de la clausura del concilio de Trento. En un mensaje dirigido al cardenal Bradmüller, enviado pontificio a las celebraciones de esta efeméride, el Papa Francisco invita a rememorar «con mayor desvelo y atención la fecundísima doctrina procedente de aquel Concilio». Uno de los Padres conciliares relevantes en Trento fue el entonces obispo de Orense, monseñor Francisco Blanco de Salcedo, de quien el pasado año se cumplieron cinco siglos de su nacimiento. Miguel de Santiago ha publicado una monografía sobre este obispo, que moriría siendo arzobispo de Santiago de Compostela en 1581; la ha editado la Institución Tello Téllez de Meneses, de la Diputación de Palencia, Academia a la que pertenece el escritor, sacerdote y periodista que firma este artículo

Redacción
Una sesión del Concilio de Trento, pintura de Elia Naurizio. Museo Diocesano de Trento

El Concilio de Trento es el decimonono celebrado en la historia de la Iglesia. Y fue el de más larga duración, pues se desarrolló en tres etapas, a lo largo de veinticinco sesiones, de modo discontinuo, entre el 13 de diciembre de 1545 y el 4 de diciembre de 1563.

El de Trento es, quizá, el Concilio de mayor influencia («un acontecimiento que resplandece en la historia de la Iglesia», dice el Papa Francisco): por el número de dogmas definidos para establecer firmemente la recta doctrina católica y por la doctrina fijada en multitud de Decretos, destinados a orientar la vida de la Iglesia y poner los cimientos de una renovación sólida, profunda y duradera de las instituciones de la Iglesia católica. Abordó gran cantidad de temas, como el símbolo de la fe, la Biblia, el pecado original, la justificación, los sacramentos en general y en particular, con especial hincapié en el de la Eucaristía como sacrificio de la misa y como comunión, el purgatorio, las indulgencias, el culto a los santos, las reliquias…

En las últimas décadas, se han vertido comentarios sarcásticos sobre la doctrina tridentina, hasta el punto de que el adjetivo ha pasado a tener un tono peyorativo en el lenguaje cotidiano. El Papa acaba de invitar a escuchar y acoger, recuperar y meditar «también hoy la riquísima doctrina tridentina». Visto en perspectiva histórica, hay que concluir que aquel Concilio contribuyó a dar esplendor a la Verdad revelada y señalar rumbos al devenir del cristianismo: opuso una verdadera y sabia reforma de la Iglesia frente a los excesos y errores que estaban socavando los cimientos de la fe cristiana y temas fundamentales de la moral. La Iglesia, como madre y maestra, ejerció su función de afianzar verdades, aclarar dudas, promulgar leyes, anunciar e imponer sanciones disciplinarias a los infractores…

Es indudable la importancia de aquel Concilio ecuménico del siglo XVI. Con sus decisiones dogmáticas, los Padres conciliares estaban fijando de una manera clara el contenido de la ortodoxia católica, y con sus Decretos jurídico-morales establecían una verdadera reforma, muy demandada por amplísimos sectores de la cristiandad, encaminada a eliminar defectos y lacras que habían ido tomando carta de naturaleza incluso entre las jerarquías eclesiásticas. Véanse algunos puntos sobre los que estableció criterios disciplinares: el deber de los obispos de residir en la diócesis encomendada por el Papa, la obligación de celebrar sínodos diocesanos anuales y de visitar sus parroquias para prevenir y erradicar los abusos, la creación de seminarios especializados en la formación espiritual y cultural de los aspirantes al sacerdocio, la obligación de los párrocos de predicar los domingos y días festivos, el deber de registrar nacimientos, matrimonios y fallecimientos en libros parroquiales… Como tantas veces, como ayer y como hoy, las corruptelas y abusos necesitan reforma.

España -«luz de Trento», en frase de Menéndez Pelayo- aportó grandes teólogos (Laínez, Salmerón, Cano, Soto, entre otros) y obispos de excelente formación teológica y canónica, de firmes convicciones y moralmente ejemplares, como Francisco Blanco de Salcedo. El líder del grupo español era el arzobispo de Granada, monseñor Pedro Guerrero, a quien el apóstol de Andalucía, san Juan de Ávila, había encomendado un memorándum sobre la reforma de la cura de almas.

Con la aprobación de los Decretos conciliares tridentinos y su puesta en marcha en las diócesis, no se esperaba que se resolvieran de la noche a la mañana todos los problemas dogmáticos y disciplinares de la Iglesia, pero se purificó positivamente y empezó un florecimiento cultural y religioso que no se había conocido desde hacía varias centurias.

Francisco Blanco de Salcedo
Autor:

Miguel de Santiago Rodríguez

Editorial:

Diputación de Palencia