El loco de los balcones: La hermosa historia de un caballero andante - Alfa y Omega

Acude uno al teatro con la secreta esperanza de poder atisbar si quiera un poco de belleza. De belleza con mayúsculas. De esa que se te clava y no te suelta, que te empapa y te desborda, de esa que es capaz de dar sentido al arte (y a la vida, quizás).

A veces ni siquiera la rozamos (pero la grandeza del teatro está en que siempre nos ofrece algo: diversión, evasión, complicidad, emoción, indignación o aburrimiento en el peor de los casos). Pero hay veces que la belleza se palpa. Acaso solo en un gesto, en una mirada, en un silencio. Y hay veces que una escena nos regala belleza a borbotones, y ésta se apodera de nosotros… y entonces ocurre.

Lo que ocurre no se puede expresar con palabras. Como decía Cernuda, el precio de la experiencia de la belleza es la condena a gozar y sufrir en silencio su «amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable».

Foto: Javier Naval

Pues bien, la escena en la que dialogan por última vez el profesor Brunelli (José Sacristán) y su hija Ileana (Candela Serrat) supuso para mí una bocanada de belleza. Dos vidas en un escenario, que se enfrentan a la verdad por primera vez, esa verdad que ella tantas veces se negó a expresar y a la que él nunca se atrevió a asomarse. Esa verdad que en unos instantes es capaz de darle un vuelco a una vida entera. Un diálogo maravilloso en su sencillez y franqueza, y unos actores que llenan de sinceridad a sus personajes, ya sin máscaras el uno frente al otro. Uno de esos momentos que nos ofrece el viejo arte de Talía y por los que merece la pena adentrarse una y otra vez en un patio de butacas.

Porque puso Vargas Llosa mucho de belleza y de verdad (y de bondad) en esta historia del profesor Brunelli, que consagra su vida a rescatar los restos de historia y poesía que quedan aún en la Lima de los años cincuenta: Esos viejos balcones coloniales amenazados por la especulación inmobiliaria. El viejo profesor y su hija, ayudados por una corte de voluntarios, se entregan a una cruzada quimérica, comprando los viejos balcones de los edificios demolidos y apilándolos en el destartalado corralón en el que viven en el barrio de Rímac, que a duras penas exhibe su pasado colonial transformado en distrito popular «de viejas casas convertidas en tugurios y conventillos que parecen hormigueros».

Foto: Javier Naval

«Ustedes han sido para mí la poesía» les dice el profesor a sus balcones. Y cuando el ingeniero Cánepa le tacha de romántico iluso, de soñador retorcido e impráctico, «que sueña imposibles como erigir casas en las nubes», el profesor le responde: «Los balcones están en el aire, cerca de las nubes». Porque para Brunelli los balcones son su sueño, y su vida un quebrar lanzas por el ideal.

Y no es difícil imaginarse al profesor Brunelli pasando largas noches a solas y en silencio junto a sus balcones. Encontrando vida plena, presente pleno en lo que para otros es pasado inútil y muerto. Y seguro que el viejo profesor suscribiría estas palabras de Proust, que parecen escritas para él: «Lo que nos facilita la inteligencia con el nombre de pasado no es tal. En realidad, como ocurre con las almas de difuntos en ciertas leyendas populares, cada hora de nuestra vida, se encarna y se oculta en cuanto muere en algún objeto material. Queda cautiva, cautiva para siempre, a menos que encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la invocamos, y se libera». Y así, el viejo profesor hace revivir el espíritu de esclavos africanos y artesanos indios que «quedó impregnado en las tablas» de los balcones.

Y no es tampoco difícil encontrar ecos de la figura del profesor en tantos hombres que vivieron aferrados a objetos hermosos, en los que volcaban su vida, encontrando en ellos la encarnación de un pasado de belleza para ellos ya perdida. Y me viene a la memoria la figura del singular escritor Mario Praz, que vivía aislado del mundo, abarrotando de muebles y objetos (preferentemente de estilo Imperio) las estancias del Palazzo Ricci de Via Giulia en Roma, esa calle «parecida a una trinchera», en la que «se diría que la niebla del pasado se ha quedado estancada».

Y es el profesor Brunelli en esencia un hombre íntegro, amante de la verdad, la bondad y la belleza, que se enfrenta a los molinos de viento de la incomprensión de aquellos que no entienden el sentido de una lucha desinteresada y abocada al fracaso. Porque, como decía Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho «ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué lo hará?».

Pero la hondura y grandeza de esta obra reside, en mi opinión, en la mirada cervantina que Vargas Llosa adopta ante todos sus personajes. En efecto, a pesar de su desinterés y bondad la actitud del profesor genera unas reacciones en su entorno que producen desencanto e infelicidad. Y, como Cervantes, Vargas Llosa es capaz de comprenderlas todas, sin tomar partido, haciéndonos entender las razones de cada uno de sus personajes (dejando aparte a funcionarios y empresarios corruptos, que sí quedan muy mal parados). Entendemos así la difícil convivencia de los altos ideales de un soñador con las necesidades reales de los que le rodean («¿cree que a Ileana le gusta este corralón, pasarse los años enteros entre restos de balcones?») , los reproches que se le pueden hacer a una vida consagrada en exclusiva a la preservación de la belleza («dedicar su vida a luchar por los balcones coloniales en un país donde la miseria y la injusticia son tan grandes, es una inmoralidad»). Y de esta forma nuestro caballero andante se enfrenta con una serie de pruebas que sitúan al espectador ante los temas que tocan lo más hondo de la existencia humana: la autenticidad, la integridad, la soledad, el fracaso y la posibilidad de la muerte. (Una cierta atmósfera existencialista atraviesa larvadamente toda la obra).

Foto: Javier Naval

Y estos temas se van desplegando a través de las peripecias de esos personajes que pululan por el universo del profesor Brunelli, personajes encarnados por un elenco de actores que, de la mano de Gustavo Tambascio, mantienen un magnífico nivel interpretativo. Ahora bien, es indudable que el peso de la obra lo lleva José Sacristán, con el contrapunto de Candela Serrat.

Es inútil pretender hacer una crítica a la labor interpretativa de José Sacristán. De su actuación solo cabe constatar que hemos tenido el privilegio de poder verle (y oírle) en este maravilloso personaje. Un nuevo Quijote en su currículum. Toda una lección de naturalidad, autenticidad, hondura y contención. A su interpretación se le ajustan como un guante las palabras de Stanislavski: «Entre las mejores cualidades de los actores que han llegado a la más alta categoría están la contención y el acabado. A lo largo del camino van desplegando un personaje ante nuestros ojos y van observando cómo crece; se tiene la impresión de estar presente en un acto milagroso: la creación de una gran obra de arte». Candela Serrat le da la réplica con un personaje muy difícil que encarna con brillantez. Está perfecta.

No deben perderse la oportunidad de sumergirse en este universo limeño de locos soñadores, de ilusiones y de fracasos, de vidas postergadas y arruinadas y de esperanzas renacidas. Y empiecen a degustarlo desde los primeros compases de este valse criollo:

«¡Los balcones
son la historia
la memoria
y la gloria
de nuestra ciudad!
Son altares
de ilusión.
¡Un balcón
es una rosa!
Miradores
de esperanzas».

El loco de los balcones

★★★★☆

Teatro:

Teatro Español

Dirección:

Calle del Príncipe, 25

Metro:

Sol

OBRA FINALIZADA