Shirley Valentine. Los hombres se mueren y no son felices - Alfa y Omega

Esta cita de Camus encaja perfectamente con la obra Shirley Valentine, monólogo de Willy Russell, que se representa en el Teatro Maravillas y es magníficamente interpretado por Verónica Forqué. La pieza la dirige Manuel Iborra, pareja de la actriz, que acierta a sacar en escena lo mejor de su compañera. Ella hace gala de su experiencia y lleva al público dócilmente de la risa a la lágrima.

La representación tiene dos partes que se corresponden con un cambio de escenario. La primera parte se desarrolla en la cocina de la casa de Shirley, situada en un barrio obrero de Liverpool. La segunda, frente al mar. Esto nos da una idea clave de la obra: se trata de encontrar una grieta en el muro, un punto de fuga, un espacio abierto que permita respirar a una sencilla mujer, una mujer como cualquier otra.

Shirley, de 49 años, está casada y tiene dos hijos. Su vida transcurre al cuidado de su familia. Pero más que una familia ligada por lazos de amor, su ámbito familiar es una estructura jerárquica de poder en la que ella ocupa la última posición. De su marido sabemos que tiene un miedo atroz a la vida: no quiere viajar y le exige a su esposa una rutina asfixiante en la vida cotidiana. Ella se ve obligada a repetir con precisión matemática los hábitos diarios. «A Joe le gusta que todo sea siempre igual. Si no está el plato en la mesa a las ocho hay bronca».

Frente a esa actitud de su esposo, Shirley quiere vivir sin miedo. Su apellido de soltera es Valentine (valiant significa valiente en inglés, idioma original de la obra). No siempre el matrimonio de la protagonista fue desgraciado. Durante un tiempo, ella fue feliz con Joe. Pero como otros muchos sueños rotos, Shirley ha visto la decadencia de su vida en pareja hasta que amor se convirtió sólo en una palabra: «Te trata como un estropajo, y luego si te quejas te dice: ya sabes que te quiero».

El desahogo de esta mujer es hablar con una pared. Este es el monólogo al que el público asiste. El hecho de que hable con una pared es una proyección de su soledad, sin duda. Pero también es un símbolo: no hay ningún muro que pueda contener el deseo de Shirley, su anhelo de vivir una aventura, de adentrarse en lo desconocido, de dejarse llevar por la curiosidad, de viajar. Es más, se diría que cuanto más férreo es el límite, cuanto más estrecho es el contorno, como el pequeño recinto de una cocina, cuanto más anodina es su vida, más se exacerba en su corazón este gran deseo.

Aunque Shirley parece una mujer tan aplastada por las circunstancias que ha perdido la vida, tan anónima que no se reconoce, aunque agostada por la rutina, el deseo de algo nuevo persiste en ella. Por eso cuando su única amiga, Joanna —feminista, que odia a los hombres— la invita a viajar a Grecia, aun teniéndoselo que ocultar a su marido, Shirley se va. Hasta aquí la primera parte de la obra, en la que la protagonista nos expone todo su pasado y su presente alternando el humor de su franqueza y el dolor de sus confesiones.

En la segunda parte los deseos de Shirley se vuelven preguntas acuciantes: «¿Para qué tenemos la vida si la echamos a perder? ¿Por qué hay tanta vida desperdiciada? Morimos antes de morir por el peso de esa vida desperdiciada». Ya lo había advertido Camus: «Los hombres mueren y no son felices». Shirley busca la felicidad. Tiene claro que su problema es el aburrimiento. Pero la felicidad que busca ¿la encuentra realmente en Grecia por el hecho de haber conseguido al fin salir de su cocina y alejarse de su marido? Ella reconoce: «Cuando el deseo se cumple nunca es como imaginas… Los sueños nunca están donde uno piensa que están». También ahora es absolutamente franca: después de haber alcanzado su logro sabe que no se trataba de eso. El deseo de ser amada de Shirley no se agota en un viaje a Grecia; su necesidad de que alguien la quiera por lo que es en lugar de instrumentalizarla, de mirarse a sí misma con afecto, no puede ser satisfecho por soluciones que sólo son penúltimas. Un vaso lleno al 99 % no está lleno.

En realidad, la obra es un poco tramposa: conocemos los hechos y al resto de los personajes sólo a través de Shirley; conocemos su historia tal y como ella se la cuenta a sí misma. La pieza de Willy Russell había de expresarse así, como monólogo, porque en realidad la cuestión no son los demás, no son las circunstancias: es Shirley con su deseo de una satisfacción total y con un corazón que se retuerce de dolor si es maltratado. Aceptando esta condición, aceptando sus propias heridas, Shirley se abre al fin a perdonar a quien la hirió. Su aventura no ha sido un viaje a Grecia, sino al fondo de sí misma.

Asistir a la representación desde luego es una experiencia intensa de la que uno sale inquieto. Se desvelan con inteligencia y lealtad lo que siempre terminan siendo secretos e inconfesables anhelos sepultados bajo una capa de detritus depositados por el tiempo. Todos viajamos con Shirley Valentine también al fondo de nosotros mismos.