En la muerte de María Victoria - Alfa y Omega

En la muerte de María Victoria

El pasado 7 de julio, moría de forma repentina María Victoria Prados, durante 20 años secretaria del ahora cardenal-arzobispo emérito de Madrid, y que anteriormente lo fue del cardenal Ángel Suquía. Escribe el cardenal Rouco:

Antonio María Rouco Varela

«Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte, somos del Señor»: ¡qué bien resumen estas palabras de san Pablo la vida y la muerte de María Victoria! Ella se sabía del Señor, y siempre quiso servirle con esta certeza en su alma, fruto de la fe que recibió en el Bautismo y que no dejaron de alimentar sus queridos padres con el bello testimonio de una vida cristiana, sencilla y gozosa siempre, y especialmente visible estos días, en el trance de su muerte tan imprevista. No les ha ahorrado el Señor el dolor, ni a ellos ni a los que convivimos a diario con ella, pero como el del mismo Señor en la cruz es un dolor traspasado de esperanza, de esperanza verdadera. Justamente, la que nace de la fe, que permite ver más allá de nuestros pobres límites. Como dice el Papa en la encíclica Lumen fidei, «el que cree es el que ve», pues tiene la luz de Dios y sabe que «sus planes misteriosos son más sabios, y más altos, que nuestros planes». No nos ha creado Dios para esta vida temporal que acaba en la muerte, sino para la eterna junto a Él.

María Victoria, como sus padres, sabía bien que la muerte es la puerta de la Vida, sí, con mayúscula, al igual que sabía que esta Vida comienza en el Bautismo y se desarrolla y crece en el seno de la Iglesia, a la que han servido con fidelidad y amor admirables. Pepe, el padre de María Victoria, lo ha hecho a lo largo de toda su vida, como fiel guardián, hasta su jubilación, de los arzobispos de Madrid, y su hija, con no menos amor y eficacia, como fiel secretaria, hasta el día mismo de su muerte, el pasado 7 de julio. Vivir y morir para nuestro Señor Jesucristo es exactamente vivir y morir para su Santa Iglesia, su Esposa, su Cuerpo visible, en unidad tal que forman el único Cristo total, Cabeza y miembros. De ello han dado testimonio, con la fe de los sencillos y humildes de corazón, a semejanza del Maestro, María Victoria y sus padres. El mismo Cristo, Señor de vivos y muertos, se lo pagará como sólo Él sabe hacerlo.

Unidos de un modo nuevo

La llegada a la meta de nuestros hermanos en la fe, que no deja de producir dolor en los que aún peregrinamos en la Tierra, máxime cuando la separación sucede de una forma tan repentina como en el caso de María Victoria, es en su verdad más honda causa de la verdadera alegría, la que supera el pecado y la muerte: «La alegría del Evangelio», como afirma el Santo Padre Francisco al comienzo de su Exhortación apostólica. La alegría «que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Y la vida entera es la recibida en el Bautismo, que «tiene duración eterna en el cielo», en palabras también de san Pablo. María Victoria nos dejó, pero confiamos en que su muerte para el Señor no la aleja en realidad de los que quedamos en la Tierra, pues la une con nosotros de un modo nuevo, misterioso, pero profundamente real y verdadero: es el misterio de la comunión de los santos, y en la oración de los unos por los otros, de la Iglesia del cielo y de la que peregrina en la Tierra, halla su más eficaz cumplimiento. Así lo dijo, poco antes de su muerte, lejos de su patria, santa Mónica a su hijo san Agustín y a su hermano, como leemos en las Confesiones: «Sepultad este cuerpo en cualquier lugar, esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».