Tierra de nadie: El hombre padece un insoportable aburrimiento - Alfa y Omega

«Hace tiempo conocí gente extraordinaria. La ternura presidía la escena. Está en el álbum de fotografías. Las personas eran sólidas y al tiempo sensibles a cualquier cambio de luz». Bastaría esta expresión de nostalgia de uno de los personajes, Hirst, para justificar la puesta en escena de Tierra de Nadie, cuyo autor Harold Pinter recibió el premio Nóbel de Literatura en 2005. Nostalgia de ser, nostalgia de ser alguien, un grito desde el descubrimiento de la profunda e insaciable soledad del ser humano: «Hay lugares en mi corazón donde ningún alma se puede meter». Si este grito de soledad queda sin respuesta, el corazón —el mundo— es Tierra de Nadie. «Esta es la tierra de nadie. Que nunca se mueve, que nunca cambia, que nunca envejece, pero que permanece por siempre helada y silenciosa».

Pinter abre su corazón herido en esta no ciertamente fácil, no ciertamente inmediata, pieza dramática. ¿Es posible poner en escena el vacío existencial del hombre moderno? Después de ver la obra —una obra dura sin concesiones— yo diría que sí. Xavier Alberti lo hace valiéndose de un cuarteto de actores –Lluís Homar, Josep María Pou, Ramon Pujol y David Selvas— que logran, a partir de un texto poético, complejo, metafórico, a través también de muchos silencios, un resultado ciertamente inquietante. La admiración por la dirección y la interpretación de la pieza teatral en los aplausos tras la función se fundía con una dificultad en el público para reaccionar ante el impacto que causa la obra.

El argumento de la obra es una especie de puzle en el que hay que recomponer las piezas. Sin que se sepa muy bien por qué, un extraño personaje, Spooner, aparece en el salón de la casa de un apático escritor, Hirst, que convive con dos secretarios. El escritor se pasa casi toda la función bebiendo, borracho, metafóricamente ebrio de su propio éxito. En realidad, ahoga en alcohol el vacío en que le ha dejado su triunfo: cuando uno alcanza lo que quiere y su corazón permanece insatisfecho, la conciencia pide a gritos un significado. Lo mismo experimentó Cesare Pavese, cuando le fue concedido el premio Strega, el más importante premio literario de Italia: En Roma apoteosis, ¿y ahora qué? Pavese se suicidó en 1950, el mismo año en que recibió ese premio.

El contrapunto de Hirst son los personajes que viven a la sombra de su éxito; lo hacen desde la aspiraciones juveniles -como Foster y Briggs-, o desde el fracaso de la madurez -como Spooner (la interpretación que Lluís Homar hace de este personaje es francamente buena)-. Vanidosos adoradores de la diosa Fama, la deidad máxima del panteón moderno. Y sin embargo, tanto el lograr la fama, como aspirar a ella o fracasar en el intento, no hacen más que subrayar la ausencia de un ideal verdadero que oriente al hombre respecto a su destino. Perdidos en un camino sin salida, atrapados en un diálogo sin comunicación, estos hombres quedan limitados -un espacio cerrado es el escenario-, condenados más bien, a repetirse a sí mismos.

Hirst: ¿Pero eso qué quiere decir?
Foster: Quiere decir que nunca volverá el tema a cambiar otra vez.
Hirst: Pero ¿qué quiere decir eso? ¿Qué quiere decir?
Foster: Quiere decir para siempre. Quiere decir que el tema ha sido cambiado de una vez para siempre y por última vez. Si el tema fuese el invierno, por ejemplo, sería invierno para siempre.
Hirst: ¿El tema es el invierno?
Foster: El tema ahora es el invierno. Así que será invierno para siempre. Y por última vez.

Sin duda éste es el mayor drama del hombre moderno: es inconcebible el cambio, inconcebible la misma posibilidad de un cambio; ahogado en propia medida, el hombre moderno padece, según el diagnóstico de Harold Pinter, un insoportable aburrimiento. Un diagnóstico duro en una obra difícil.

Tierra de nadie

★★★☆☆

Teatro:

Naves del Español. Matadero Madrid

Dirección:

Paseo de la Chopera, 14

Metro:

Legazpi

OBRA FINALIZADA