Sacerdotes madrileños con el Papa - Alfa y Omega

Sacerdotes madrileños con el Papa

Con motivo de sus Bodas de Plata sacerdotales, una docena de sacerdotes de las diócesis de Madrid y Getafe peregrinaron a Roma los días 19, 20 y 22 de mayo, y concelebraron la Misa con el Papa Francisco, en la capilla de Santa Marta. Se trata de Carlos Aguilar, Delegado episcopal de Catequesis de Madrid; Alberto Andrés Domínguez, Canciller Secretario del Arzobispado de Madrid; Manuel María Bru, Presidente de la Fundación Crónica Blanca; José María Calderón Castro, Delegado episcopal de Misiones de Madrid; Juan Pedro Carrera, párroco de San Jorge; Pedro Pablo Dones, párroco de la Asunción de Nuestra Señora; Juan Pedro Gutiérrez, administrador del Seminario Conciliar de Madrid; Antonio Lucero, párroco de Colmenar de Oreja; Pablo Morata, Delegado episcopal de Pastoral Penitenciaria de Getafe; Antonio Ramón Pla, párroco de Nuestra Señora del Encuentro; Julio Rodrigo Peral, párroco de San Cristóbal, de Boadilla del Monte; y Miguel Antonio Ruíz, párroco de la Asunción de Nuestra Señora, de Torrelodones. Carlos Aguilar, Delegado episcopal de Catequesis de Madrid, escribe una crónica de esos días:

Colaborador

Desde que los compañeros de promoción comenzamos a cumplir años de ministerio e iban cayendo los primeros aniversarios, nos trazamos el siguiente plan: a Roma a los 10 años, a los 15 a Fátima, a los 20 a Ars y a los 25 a Tierra Santa. Un servidor nunca ha estado allí, y me hacía especial ilusión poder hacerlo con ocasión de una conmemoración tan señalada como nuestras bodas de plata sacerdotales. Vimos cumplido el deseo de los diez años, y visitamos la Ciudad Eterna, donde ocho de nosotros tuvimos la gran dicha de concelebrar con un papa santo, san Juan Pablo II, y luego pudimos departir un buen rato con él. Cuando cumplimos los quince años de ordenación, también se hizo el viaje a Fátima.

A los veinte nos quedamos en Madrid, y aquí lo celebramos: no hubo viaje a Ars. ¡Y ya nos tocaban los veinticinco! Los diferentes compromisos de cada uno nos llevaron a descartar la más mínima posibilidad de ir a Tierra Santa. Se desvanecía mi sueño: «¡Qué rabia!, ¡qué mala suerte!», pensaba entonces. Lo único posible era volver a Roma.¡Qué se le iba a hacer, había que resignarse!

Puestos a ponerle alicientes al viaje, en nuestras conversaciones se formuló un deseo: ¿Por qué no pedir concelebrar con el Papa en la capilla de Santa Marta? A comienzos de febrero nos llegaba la primera respuesta: «¡imposible!» Si acaso -nos decían- pedirlo de uno en uno, pero todos a la vez ni lo soñéis. Entonces vino la intercesión y la ayuda de nuestro arzobispo, el cardenal Antonio María Rouco. A finales de abril saltaba la gran sorpresa. Don Antonio María enviaba a Juan Pedro un fax de la Secretaría General del Santo Padre, comunicando que concelebraríamos en grupos de cuatro, los primeros el lunes 19 de mayo, luego el martes 20 y por último el jueves 22. No nos lo podíamos creer.

A las 6,15 horas del lunes 19, allí estábamos Juan Pedro, Julio Rodrigo, Manuel Mª Bru y un servidor, en la puerta de entrada del Vaticano para concelebrar la misa con el Papa. Por aquello de ser el más anciano de los cuatro condiscípulos allí presentes, me tocó el inmenso honor de estar a la derecha del Papa durante la Plegaria Eucarística. Un regalo inimaginable y una gracia tan singular, que me viene a la mente, una y otra vez, la frase del salmo: «¡Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho!» Y yo queriendo ir a Tierra Santa. A partir de ese momento comprendí que la Providencia nos tenía preparado un plan mucho mejor. ¡Cómo no confiar en Ella!

Todo en aquella Misa fue muy emocionante, pero quiero destacar el momento del abrazo de la paz. Sentí como si, en mi humilde persona, el Santo Padre abrazara a todos aquellos que el Señor va uniendo a nuestras vidas: empezando por nuestros familiares y amigos, y siguiendo por todos y cada uno de mis compañeros, de los que nos ordenamos juntos, de los que estuvimos en el seminario, de los formadores y el rector de nuestra época, y de todos cuantos nos acompañaron en nuestro camino hacia el ministerio; allí estaban tantísimas personas de las parroquias por donde hemos ido pasando y de los lugares donde nos ha tocado en suerte ejercer el ministerio; allí estaban tantas religiosas y personas consagradas que están a nuestro lado sin hacer apenas ruido, acompañándonos con su cariño y con su ejemplo; allí estaban, sobre todo, los enfermos, los que más sufren, los que nos piden sus oraciones y ofrecen su vida por nosotros y por el fruto de nuestros trabajos; allí estaban nuestros respectivos presbiterios de Getafe y Madrid; allí estaban cada una de las personas con las que trabajamos día a día, haciendo concreta nuestra entrega, y también las que aguantan nuestra forma de ser y sufren nuestros fallos; allí estaban tantas y tantas personas… Cuántas veces, cuando me ha sucedido una cosa mala, he pensado: «¿Por qué a mí?» Ese día también pensaba lo mismo: «¿Por qué a mí, Señor?».

Además de la Eucaristía en Santa Marta, tan íntima, tan familiar, tan sencilla, el miércoles tuvimos la suerte de participar en la audiencia general. Allí nos unimos al gozo y a la fiesta de esa inmensa multitud, unas ochenta mil personas, que se congregaron para escuchar la catequesis del Santo Padre sobre el don de Ciencia. Fue preciosa. Se proclamó el salmo 8 en las diferentes lenguas y el Papa nos habló de la necesidad de sentirnos no dueños de la creación, sino administradores. Y también nos habló de cómo los seres humanos somos más importantes para Dios que incluso los ángeles, ¡tanto nos ha amado el Señor!

En aquella plaza, llena de luz (hacía un sol de justicia) y de color, rodeados de tantas personas de toda clase y condición, unidos por los lazos de una misma fe, de formar parte de una misma Iglesia, pudimos orar con el Santo Padre por sus intenciones: por su viaje a Tierra Santa, por los damnificados en Bosnia, por los cristianos perseguidos, etc. Fue la experiencia de la universalidad de la Iglesia, de su pluralidad de carismas y ministerios; fue la experiencia del gozo y de la alegría de ser católicos y de tener una cabeza visible que hace presente a Cristo, el Buen Pastor.

Por último, el jueves, cuando regresaron de la Misa en Santa Marta los cuatro últimos (Antonio Pla, Antonio Lucero, Pablo Morata y Juan Pedro Carrera), nos marchamos a Loreto. Queríamos terminar nuestro viaje yendo a visitar la casa de la Madre. No habíamos ido a Tierra Santa, pero la Tierra Santa vino volando hasta Italia, para que la tuviéramos más cerca. Tras descansar del viaje, nos fuimos al Santuario. Allí tuvimos un rato de oración personal. ¡Cuántas emociones sentí entre aquellas cuatro paredes, imaginando a María, a José y a Jesús en su hogar de Nazaret! Pedí mucho por las familias, por los hogares, sobre todo por aquellos donde hay tantas dificultades y problemas. Le presenté a la Virgen tantas situaciones difíciles, porque imaginaba que a aquella casa irían muchas personas en busca de consejo, de ayuda y de consuelo; y ninguno saldría defraudado, tampoco nosotros. Antes de irnos, rezamos juntos el Rosario en una de las capillas, que llaman de Pomarancio.

Al día siguiente, último de nuestra peregrinación, celebramos la Eucaristía en otra capilla, esta vez la del Cristo crucificado. ¡Qué broche tan precioso! ¡Qué regalo nos hacía una vez más el Señor, llevándonos a su casa, al lugar donde creció en estatura, en sabiduría y en gracia a los ojos de Dios y de los hombres! Y le pedíamos que también nos hiciera crecer a nosotros, sus presbíteros, sus sacerdotes, haciéndonos verdaderamente semejantes a su Hijo, el Verbo de Dios hecho carne.

Concluyo dando las gracias a todos cuanto han hecho posible este don, desde José María Calderón, nuestro compañero, que tanto ha trabajado para que se realizara el viaje y para que todo estuviera a punto, hasta don Antonio María, nuestro cardenal arzobispo, que movió los hilos para poder estar presentes en la Misa del Papa en Santa Marta; sin olvidar a todos los que, con su trabajo, han posibilitado que nos ausentáramos unos días de nuestras respectivas tareas. Que el Señor les bendiga y les recompense por todo el bien que nos han hecho.

Carlos Aguilar