Juan Pablo II y el misterio del sufrimiento humano, por Navarro-Valls - Alfa y Omega

Juan Pablo II y el misterio del sufrimiento humano, por Navarro-Valls

Joaquín Navarro-Valls, profesor en la facultad de comunicación institucional de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y ex director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, pasó gran parte de su vida al lado del santo Juan Pablo II. Para Navarro-Valls, uno de los grandes legados que dejó el Papa Wojtyla fue su aceptación del misterio del dolor. Especialmente durante los últimos años de su vida, recuerda el ex portavoz de la Santa Sede, «nos decía, aun sin poderlo manifestar, que la alegría proviene del descubrimiento del sentido del dolor». Así lo expresó en una conferencia en Madrid, hace unos meses, en torno al misterio del sufrimiento humano en san Juan Pablo II, y que recuperamos en el contexto de la Pascua del Enfermo, que se celebra el próximo domingo. Ofrecemos, a continuación, algunos extractos:

Joaquín Navarro-Valls
Joaquín Navarro-Valls con el Papa Juan Pablo II. Foto: www.labuonaparola.it

Desde joven, Karol Wojtyla fue atraído por el problema del misterio del dolor. En una carta a su amigo Miesczylaw Ktlarzyk, cuando tenía 19 años, escribía: «Es en el sufrimiento en donde se funda el mensaje de Cristo, comenzando por la Cruz y hasta el más pequeño tormento humano”. A tan temprana edad, ya había perdido su madre -cuando tenía 9 años- y a su hermano. Todo esto, además, en una Polonia invadida por los nazis. Recuerdo que, hablando con él del día de su ordenación sacerdotal en 1946, ya bajo la ocupación soviética, le pregunté quién le acompañaba en aquella ocasión: «A aquella edad -me respondió- había ya perdido todas las personas a quienes habría podido amar».

Como espíritu objetivo que era, Wojtyla entendía que en el ser humano el sufrimiento es, sencillamente, inevitable. Por eso, siempre tuvo la convicción de que el «mundo del sufrimiento» -del cansancio, del hambre, de los deseos que no se realizan- y el «sufrimiento del mundo» -de la guerra, de la pérdida de la libertad, de los desastres naturales- son un único misterio que sólo recibe significado a la luz del sufrimiento de Cristo.

Recuerdo un día en el que, en Castel Gandolfo, Juan Pablo II fue visitado por un especialista que lo sometió a una meticulosa exploración neurológica. Al final, el médico preguntó al Papa: «¿Cómo vive usted, Santo Padre, esta situación?» La pregunta era claramente de carácter médico. La respuesta del Papa fue: «Yo me pregunto qué quiere decirme Dios con esto».

También conservo un recuerdo indeleble de un viaje en Colombia durante el cual, el Papa quiso visitar Armero, una ciudad de 25.000 habitantes sepultada por el fango. Llegamos a aquella costra de tierra ya endurecida, de la que asomaba solamente la cima del campanario de una iglesia. Juan Pablo II permaneció arrodillado largo tiempo. A la vuelta del viaje le pregunté qué pensaba en aquellos momentos. Y él, como hablando consigo mismo, respondió: «El hombre aplastado… Pero el hombre no puede ser aplastado nunca porque Dios ha sido aplastado en Cristo. Esto es difícil de entender: Dios aplastado… Ni siquiera Pedro lo entendía…». Me pareció que, en esas palabras se reflejaba su profunda convicción de que en Cristo encuentra sentido toda tragedia humana. Convicción que era el fundamento de su íntimo, razonado y absoluto optimismo; un optimismo no sólo temperamental, sino reflejo de una esperanza profunda.

Siempre al lado de los enfermos

Desde el inicio de su pontificado, Juan Pablo II dio la indicación de que en todos sus ceremonias públicas las primeras filas estuvieran siempre dedicadas a los enfermos. Antes de las audiencias, los saludaba, acariciaba, escuchaba. En una de esas ocasiones, alguien le hizo notar, discretamente, el retardo que se estaba acumulando. Su respuesta fue inmediata: «Con quien sufre no se debe tener nunca prisa». Así, nos enseñó la actitud adecuada para destruir la soledad que amenaza siempre a quien sufre.

Al final de su vida, la dimensión física del dolor le acompañó durante años. Diría que, desde entonces, comenzó a escribir la encíclica más bella de todo su largo pontificado porque no la estaba escribiendo con palabras, sino con su propia vida. Y lo que nos decía, aún sin poderlo a veces manifestar, era que la enfermedad no solo no lleva a la desesperación, sino que se presenta como una simplificación excepcional, una destilación saludable de lo que es realmente humano. Para él, «la alegría proviene del descubrimiento del sentido del dolor». Y no faltaban, en su persona, las manifestaciones de simpatía y buen humor que son la consecuencia de una alegría estable y sólida. Una vez, un visitante en los años en los que el Parkinson estaba ya avanzado, le manifestó su impresión sobre lo bien que lo encontraba. Juan Pablo II, esbozando una sonrisa, le respondió: «Pero, ¿usted cree que no veo en televisión la pinta que tengo…?». Cuando se está convencido de esto, como él lo estaba, dos actitudes humanas -buen humor y aceptación de la aflicción- no solamente están unidas sino que, al final, una es la base y la razón de la otra.

La última vez que lo vi fuera del lecho en donde se consumó su existencia, era en una silla de ruedas empujada por una religiosa en su apartamento. La distancia era corta: los escasos diez metros que discurrían entre su habitación y la capilla de su apartamento. Era allí, junto al tabernáculo, donde pasaba su tiempo aquellos días. Era el lugar donde, del sufrimiento, se podía entender todo. Porque era allí donde la aceptación más plena hacía, del sufrimiento humano, ofrenda.